Juan Vicente Gómez archivos - Runrun

Juan Vicente Gómez

Laureano Márquez P. May 06, 2021 | Actualizado hace 1 mes
Historias de Maracay

@laureanomar

I

La casona colonial de la hacienda Las Delicias, ubicada a siete kilómetros al norte de la ciudad de Maracay, en un entorno campestre sometido a la brisa suave que se desliza desde la cordillera de la costa, era la propiedad favorita de las tantas que había acumulado el general Juan Vicente Gómez en los últimos años. Poco a poco la fue convirtiendo en un zoológico público, con animales emblemáticos del país y algunos más traídos de otras latitudes, gracias a generosos regalos de gobernantes extranjeros.

Esa hacienda era el verdadero centro del poder del país, la capital y el Palacio de Miraflores habían pasado a un segundo plano. Maracay, antes de que él metiera al país en cintura, era un pueblo grande de vaqueras y añil, no mucho mayor que el que había visitado Humboldt algo más de un siglo atrás, pero estratégicamente ubicado en el corazón del país y en el de «El Benemérito», que así llamaban a Gómez, como si fuera su nombre de pila. Con esmero la había convertido en una ciudad pujante, apoyado en los generosos ingresos que producía la reciente aparición del petróleo.

La elevó a capital del estado, llenándola de obras públicas que la prestigiaban. Entre ellas, un teatro, el Ateneo, al que encontró pequeño el día de su inauguración y plantó reclamo al arquitecto en el instante: «yo no mandé a hacer un teatro solamente para mi familia». Dispuso entonces la construcción de uno nuevo de mayor tamaño, el cual quedará inconcluso a su muerte, siendo primero una gallera y luego un estacionamiento público, hasta que cuarenta años más tarde, por fin, abrió sus puertas el Teatro de la Ópera, en tiempos del primer gobierno del Dr. Caldera.

También tenía Maracay, gracias él, una bella plaza de toros –la que hoy día se conoce como Maestranza César Girón -que copiaba la de Sevilla y en la que siempre se le brindaban toros al general cuando este asistía a las corridas. Dispuso, además, la construcción de un aeródromo –hoy museo aeronáutico– que sirviera como escuela a la incipiente aviación militar. En él aterrizó Lindbergh con su famoso Spirit of St. Louis y Gómez al recibirle comentó a su hijo: «parece buena gente». Mandó a edificar igualmente un hospital y un majestuoso hotel, demasiado grande para tan pequeña ciudad: el Hotel Jardín, donde Gardel, en una de sus últimas presentaciones antes de su trágica muerte, cantó para el general el tango «Pobre gallo bataraz». Ese día, hubo sobresalto entre el público, incluso algunos expresaron en voz baja sus temores de que metieran preso al Morocho del Abasto por el atrevimiento cuando él arrancó a cantar:

“Pobre gallo bataraz,se te está abriendo el pellejo.Ya ni pa’ dar un consejo,como dicen, te encontrás,porque estás enclenque y viejo, ¡pobre gallo bataraz!”

Un silencio expectante congeló los asistentes en el gran salón del hotel. El anciano presidente sonrió y todos le siguieron aliviados. «Estuvimos a ñinguita de una guerra con la Argentina», comentó con discreción, algún bromista. El general le regaló al Zorzal Criollo diez mil bolívares de plata, que Gardel dejó –en gesto que denota su nobleza– a los exiliados de la dictadura a su paso por Curazao.

Pero lo que más había levantado el anciano dictador en Maracay eran cuarteles, muchos cuarteles. Para acabar con las montoneras y guerras civiles en las que se había desangrado el país desde la Independencia, era esencial la creación de un ejército nacional. Él lo había logrado y ese ejército lo apuntalaba. Estaba dirigido por un militar brillante: Eleazar López Contreras, general de tres soles.

La crisis del gomecismo

La crisis del gomecismo

Las opiniones emitidas por los articulistas son de su entera responsabilidad. Y no comprometen la línea editorial de RunRun.es

La historia patria, según el general Gómez

Foto primer plano: portada del libro Mi compadre, de Fernando González. En el fondo, el general Juan Vicente Gómez en Maracay, 1 de enero de 1930.

@eliaspino

En medio de su oscuridad, Juan Vicente Gómez tenía clara idea de cómo habían sucedido las cosas en Venezuela antes de su ascenso al poder, una memoria que movió muchas de sus conductas. No la sacó de las bibliotecas que jamás conoció, sino de lo que escuchó en el ambiente campesino de su juventud y seguramente de lo que decían sus plumarios, o de lo que oía en las tertulias de la intimidad, y es de vital importancia. Refleja una idea de la evolución de la sociedad que importa por la calidad del vocero, un tirano que determina la vida durante veintisiete férreos años y quien se guía, en el fondo de su sensibilidad, por el entendimiento que tiene de su papel de regulador de la vida que le ha concedido la historia.

El miedo a Gómez

El miedo a Gómez

Fernando González, un intelectual colombiano famoso en la época y después, viene a Venezuela y conoce al dictador, quien le concede una insólita entrevista que publica en un libro de 1934, Mi compadre, que luego tiene numerosas ediciones. En sus páginas se encuentra la idea de don Juan Vicente sobre el pasado venezolano, que interesa por la indiscutible importancia de quien la desembucha. Es una descripción en la cual resume lo que entiende como fundamental sobre los antecedentes colectivos y del rol que cumple en su proceso. Vamos a copiar el soliloquio que capta Fernando González de los labios del tirano.

Allá en mis montañas, en mi juventud, yo tenía tres deseos muy grandes. El primero era ver a San Mateo y al Samán de Güere, en donde tanto sufrió por nosotros el Libertador, y donde acampó con sus ejércitos. El segundo era conocer La Puerta, donde fueron siempre los fracasos de las armas republicanas, y el tercero era conocer al general Luciano Mendoza. ¡Imagínese! Luciano Mendoza, el que había derrotado a Páez. (…) Pues vine de mi tierra y llegué al Samán de Güere, no pude contener mi tristeza al ver cómo le habían cortado las ramas; tenía machetazos en el tronco. Estaba herido (…) Cuando llegué a San Mateo, me senté al frente de la casa de Bolívar, a la orilla del camino, en un barranco, y me puse a pensar: ¿Con que este es San Mateo? ¿Aquí fue donde el Libertador sufrió tanto por nosotros? ¡Cuántas noches terribles pasaría aquí; sus ayudantes creerían que dormía, pero cuántas cosas pensaría él! Y al general Luciano Mendoza lo conocí al lado del general Castro (…) quien me lo presentó pues conocía mi gran deseo. Yo oí cuando Mendoza le dijo al general Castro: ´Usted nada tiene qué temer mientras yo esté a su lado´ (…) Y ahora verá. Después me tocó resguardar el Samán de Güere y cuidar a San Mateo, en donde deposité las armas de Venezuela, porque ya no habrá más guerras; le hice una verja de bayonetas, con los colores nuestros, y me tocó vencer a Luciano Mendoza precisamente en La Puerta, cerrándole la entrada a las revoluciones.

El lector tiene ante sus ojos un extraordinario breviario de historia patria, en el cual solo se hace referencia a hazañas bélicas y en el cual ocupa lugar estelar quien lo relata, por el papel que se atribuye en el colofón de tales hazañas. No existe el trabajo de los civiles, mucho menos la obra intelectual ni los afanes de naturaleza económica. Tampoco se considera la evolución de la sociedad, debido a que solo importa la época de la independencia. Además, hay una sola figura digna de tratamiento: Simón Bolívar.

Tal es la idea de la historia patria que expone un dictador que tanto influyó en nuestra contemporaneidad.

Nada extraordinario, si consideramos que la mayoría de los venezolanos de antes y de ahora limitan su memoria a las guerras de Independencia y a las cualidades que en ellas demostró el Libertador. Un confinamiento tan evidente, una mirada tan estrecha de la marcha de la sociedad, el afán de reducir todo a un período y a la estatua de un hombre con la espada en la mano, forman el lugar común de los recuerdos que a la mayoría de la gente le han metido en la cabeza.

Pero la descripción de Gómez se hace distinta debido a que se introduce en la historia cuando hace de memorioso, hasta llegar a un atrevimiento del cual se cuida la gente sencilla. Gómez se filtra en los fastos debido a que derrota a una figura relacionada con la epopeya, a un célebre soldado que venció al héroe de los llanos y de la batalla de Carabobo. ¿Hay manera mejor, o más sencilla, de convertirse en paladín inmortal, de formar parte de lo que se ha considerado como lo más trascendental de la historia de Venezuela?

Pero Gómez no solo se exhibe como una figura importante del pasado porque hizo morder el polvo al famoso guerrero que derrotó a un lancero primordial para la sensibilidad de los venezolanos, José Antonio Páez, sino también por su papel de conserje de restos materiales de la epopeya, como la hacienda bolivariana de San Mateo; o de reminiscencias vegetales, pero también bolivarianas, como el ubicuo Samán de Güere. Vengador de las derrotas de La Puerta, poseedor de la llave que concluye las guerras del pasado, actor y cuidador de la época dorada, capaz de cambiar el derramamiento de sangre por la concordia de su régimen, aprovechó la visita de un famoso autor colombiano para meterse en el Olimpo vernáculo, para proclamarse como su protagonista, heredero y custodio. 

Mucho tiempo después, una logia militar encabezada por el teniente coronel Hugo Chávez se presentó ante el Samán de Güere, para solemnizar un compromiso por la regeneración de la patria. El comandante y los miembros de su grupo repitieron entonces el juramento de Bolívar en Roma por la causa de la libertad, o palabras parecidas. En la curiosa ceremonia ante el tótem vegetal no recordaron la interpretación gomecista de la historia, seguramente la desconocían, pero no resulta aventurado afirmar que las ideas cubiertas por sus cristinas forman parte de los mismos rudimentos.

La crisis del chavismo

La crisis del chavismo

Elias Pino Iturrieta Ago 12, 2020 | Actualizado hace 1 mes
La crisis del gomecismo

«Los pavores públicos y notorios del gomecismo no solo se limitan a los confines de su época…». Levitando (1988), obra de Pedro León Zapata. Mixta sobre tela 180 x 161 cm. MBA. (*) 

@eliaspino

“Todo está por hacerse”, afirma el general Eleazar López Contreras en enero de 1936. Hombre de confianza de la dictadura que termina con la muerte de su detentador y sustituto escogido por la cúpula para el ejercicio de la primera magistratura, no va a decir tonterías en un momento tan comprometido.

Después de veintisiete años de régimen férreo, en cuyo lapso recibe la sociedad los beneficios de la renta petrolera y siente el nacimiento de un proceso de modernización que la aleja de las modestias del siglo XIX, parece exagerado que el flamante mandatario se estrene con una frase lapidaria a través de la cual sugiere el inicio de una fábrica que arranque desde las bases.

Sus palabras permiten el acercamiento a una cadena de padecimientos gracias a los cuales se puede asegurar cómo, bajo la coyunda de Juan Vicente Gómez, Venezuela experimenta una de las crisis más profundas de su historia.

La situación no se advierte si nos detenemos en la calma chicha que entonces predomina y en la desaparición de las guerras del pasado reciente, o en el engañoso barniz de la realidad. Pero de las estadísticas brotan evidencias que golpean la cara.

Si nos detenemos en los dígitos sobre actividades que pueden considerarse superfluas, pareciera que todo marchase viento en popa. En 1919 se gastan 185.000 bolívares en whisky, pero la cifra asciende hasta 965.000 en 1929. También en 1919, las llamadas bebidas alcohólicas finas atraen la atención de los consumidores hasta por la cifra de 4.117.000 bolívares, para que en 1928 la cantidad llegue hasta los 11.269.000. En el mismo lapso aumenta en términos desmesurados el gasto en artículos metálicos con baños de oro y plata, guantes de seda o piel, paraguas de algodón y medias de seda.

En 1927 se incrementa la compra de fonógrafos, pianolas e instrumentos musicales para escuchar o interpretar el jazz y el charleston. Más amenidad, pues, a vuelo de pájaro. El interés en gustos suntuarios aumenta por la atracción que provocan los automóviles procedentes de Estados Unidos, los discos de 78 revoluciones y el aroma de los cigarrillos rubios, cuya afición se multiplica debido a campañas de publicidad nunca vistas antes. Pero entonces las papas y la manteca de cerdo se traen de Alemania, de Siam el arroz y de España y Portugal el aceite de oliva, las sardinas y el atún. Ya observamos un contraste de la frivolidad con la esterilidad, que se vuelve más lacerante al detenerse en datos sobre las carencias que abruman a  las mayorías que no participan del festín.

Son entonces habituales las quejas de los hacendados por falta de mano de obra en las haciendas. Las compañías petroleras ofrecen a los campesinos 30 bolívares semanales por sus labores, incluyendo trabajos sabatinos, pero prefieren obreros procedentes del Caribe inglés y holandés familiarizados con la lengua de los gerentes. La explotación de los nacionales se refleja en las estadísticas vitales de 1928, que son conmovedoras.

Casi el 60 % de la población sufre enfermedades venéreas en los hacinamientos de la industria, sufridos en la mayoría de los casos por individuos procedentes de migraciones internas.

El consumo per cápita de carne es inferior a 35 gramos diarios. Más del 50 % del campesinado no consume carne, y el 90 % de sus integrantes no conoce el huevo en su dieta habitual. Venezuela se incorpora al cenáculo de los países ricos, se ha dicho, pero en medio de aberraciones extremas sobre cuyas distorsiones habla con elocuencia nuestro vistazo. Ya cuando López Contreras llega a Miraflores, una misión de la Unión Panamericana sugiere medidas de urgencia para evitar una  calamidad en el área de la alimentación y la salud de los pobres.

El panorama de la educación es de alarmantes carencias. Del ingreso petrolero, que ha llevado a un abultamiento sin precedentes del erario, apenas se dedica el 6.4 % del presupuesto para instrucción pública. Un país que en 1935 tiene 3.360.00 habitantes, solo cuenta con 60 maestros titulares. Apenas funcionan 3 liceos y 15 colegios en la vastedad del mapa, con un poco más de 1000 alumnos. Hay dos universidades casi despobladas, debido a que la matrícula general, en el mejor de los casos, solamente llega a los 1532 estudiantes regulares. Si se agrega el hecho de que no existen escuelas rurales, advertimos la extensión sin confines de una parcela a la cual nadie abona durante casi tres décadas.

La oscurana se oculta en la falaz cortina de las celebridades que ocupan el Ministerio de Educación, o las tribunas de la cultura, intelectuales cuyo prestigio llega a nuestros días pese a su complicidad con tantos abandonos. Son los predicadores del “cesarismo democrático, los plumarios del “hombre fuerte y bueno” que manda desde Maracay, los doctrinarios de las excelencias de una muchedumbre que ha adquirido la admirable conducta de obedecer, quienes también se hacen de la vista gorda ante las manifestaciones de crueldad que predominan en términos aplastantes.

Un comité de exiliados que funciona en México trata de llevar la cuenta de los asesinados y los torturados de la tiranía, pero son abrumados por su cantidad y por la monstruosidad de sus pormenores.

No es posible, por su ubicuidad y ostentación, meter en un solo archivo la atmósfera de horrores que envuelve a la sociedad. Se requieren bibliotecas enteras para la reunión de sus testimonios, y bibliografías sin tasa para dar cuenta de una de las épocas de mayor ferocidad que sufre la sociedad venezolana. Los he referido en artículo anterior de esta columna para insistir sobre el hábito del miedo que imponen en todos los rincones del mapa, capaces de prolongarse en la posteridad y de causar parálisis o indecisiones colectivas frente a las arbitrariedades de los gobiernos hasta nuestros días. Producen pavores públicos y notorios, que no solo se limitan a los confines de su época. De allí el sitio principal que debe ocupar el gomecismo, ese tiempo vergonzante y despiadado, en el estudio de las crisis venezolanas.

El miedo a Gómez

El miedo a Gómez

La cadena de las crisis

La cadena de las crisis

 

(*) Nota del editor: la imagen que preside este artículo fue intervenida para adaptarla a la página. En la esquina inferior derecha se muestra en sus dimensiones originales. 

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Lo bueno, lo malo y lo desconocido
El chavismo-madurismo será causa de su caída. Una nueva era de liberación nacerá de una profunda valoración ética. La pregunta es si hemos construido los elementos de convicción moral, cívica y grupal que nos lleven a ese nuevo ciclo de convivencia.

@ovierablanco

Los procesos de transición de cualquier naturaleza, políticos, económicos, corporativos, individuales tienen un orden. Los hechos determinan las consecuencias. No lo contrario. En términos éticos Nietzsche (La genealogía de la moral ), nos dice que la mutación de lo bueno y de lo malo obedece a una lógica del resentimiento (malvado) contra los valores naturales o nobles de un momento.

Un episodio, un derroche de voluntad (inseparable del poder), un hecho enciende el cambio.

Pero ese hecho, ese episodio, esa voz encendida vienen precedidos de una acumulación de resentimientos que pulsan “el levantamiento de las castas”, la denominada rebelión de los esclavos contra los señores. Es la llegada de la nueva moral, del nuevo orden…

De Gómez a Betancourt. De lo malo a lo bueno

Juan Vicente Gómez representó el fin del positivismo criollo-autoritario transicional. Un mal, un gendarme necesario. Gómez puso fin a montoneras y bochinche. Los valores de la libertad o de la igualdad aún no eran suficientes para negar la vida. El “resentimiento democrático” iba en crecimiento. Las castas dominantes entre guerreros y sacerdotes aún dominaban la impotencia de los empobrecidos quienes permutaban paz, orden y trabajo por aspirar a poder, libertad y derechos.

¿Cómo superar ese estado de indigencia que no demanda libertad a cuenta de abnegación o privilegios? La cultura judeocristiana del espíritu, de la consciencia humana razonable e inteligente que se antepone a la jerarquía del poder de los nobles, produce un juicio de valor “evolutivo” (lo bueno y lo malo – Gut und Böse) donde existe otra vida después de la muerte. Y quien dispone es Dios. Ese sentimiento de liberación es el factor de racionalización colectiva que cuestiona el status quo, se rebela al opresor y conduce a la reforma.

Gómez, aunque taita redentor, no era Dios. Vino a darle “sentido a la vida” a través de “paz y orden”. Pero la libertad, la voluntad de poder de los débiles, de las masas, del pueblo, fue minando el sentido moral del gendarme. El nutriente de la cultura occidental que alimenta nuestro instinto (y nuestro espíritu) y hace que los pueblos justifiquen su vida, su alegría, su propia prosperidad, de la llegada de un mesías a tierra de gracia. Mientras ello ocurre (o no), la naturaleza “del resentimiento” pulsa nuevos movimientos…

En esa espera, la crueldad, la pena y la culpabilidad nos inmolan y nos inmovilizan sobre la base del “castigo merecido”. Es aquí donde la razón sufre un segundo momento y se rebela a cualquier Dios. Vivimos un nuevo momento transicional de lo cósmico a lo ciudadano.

La Ilustración (igualdad, libertad, fraternidad) retomó su empuje a principios del siglo XX, con el fin de los mandamases. El eurocentrismo grecorromano, socrático, aristotélico, platónico y justiniano reemerge para darle un nuevo sentido a la vida: el valor de la democracia y la libertad. La generación del 28 asumió ese liderazgo. Una nueva transvaloración de lo malo a lo bueno…

López Contreras abre las puertas del pensamiento institucional no censitario. Isaías Medina ­primer soldado de la democracia- es derrocado en medio de un proceso de maduración del voto directo y universal. Gallegos paga las consecuencias de las secuelas del orden uniformado. Pérez Jiménez bebe de la prosperidad petrolera y de un proceso de urbanismo, educación y bonanza irreductible, prorrogando la “justificación” del hombre de sable, bota y sota. Y llega Jóvito Villalba -el hombre de la transición democrática- que capitaliza Rómulo Betancourt. Comenzaba un nuevo ciclo bueno: la democracia.

De Betancourt a Chávez. De lo bueno a lo malo

La victimización vicaria que aún vivimos (de Tijuana a la Patagonia, no es solo nuestro) es el resultado de procesos de reflujos históricos que hemos tratado de superar a través de la cultura del perdón, de la contrición con propósito de enmienda y la conmiseración. La democracia de la vieja Atenas, el gobierno del pueblo por el pueblo y para el pueblo, viene a convertirse en un “gobierno de los justos” que implica un acto de profunda inclusión y transformación. Ya no son los nobles, guerreros o sacerdotes en el poder. Ahora es el ciudadano y el pueblo cuya voluntad demanda poder político.

Desde un punto de vista genealógico, el Pacto de Punto Fijo fue un gran acto de redención política. Duró mientras perduró la percepción de bueno; en la medida que la democracia daba sentido a la vida, porque en ella había oportunidades, libertad y progreso. El puntofijismo se hizo bipartito y estrecho cuando nació un nuevo resentimiento devenido de la exclusión, el rechazo, el olvido, la indiferencia, y, en fin, la negación de la otredad.

El deterioro y la banalización agitaron la cultura del resentido. Y llegó Chávez desatando todos los demonios. ¿Reconocemos y asumimos tal responsabilidad?

De Chávez al nuevo orden. De lo malo a lo desconocido

El chavismo-madurismo será la causa de su caída. Una nueva era de liberación será consecuencia de un proceso de profunda valoración ética. La pregunta es si hemos construido los elementos de convicción ética, cívica y grupal que nos lleven a ese nuevo ciclo de convivencia. No es tarea de un hombre. Es una misión inmensamente colectiva y cultural. No basta salir del régimen. Es salir también de nuestros propios atavíos y prejuicios. Y seremos buenos… y libres.

*Embajador de Venezuela en Canadá

 

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Alejandro Armas Jul 31, 2020 | Actualizado hace 1 mes
Cómo evaluar a Juan Vicente Gómez

Juan Vicente Gómez en 1928. Foto restaurada por Wilfredor en Wikimedia Commons, dominio público.

@AAAD25 

Cada 23 de enero inundan las redes sociales, como almas en pena. Son los admiradores de Marcos Pérez Jiménez, afligidos por el recuerdo de lo que, según ellos, fue el punto de partida de la decadencia venezolana. De un cáncer cuya primera etapa fue la hegemonía de AD y Copei, y la metástasis, el chavismo. Recuerdo que en algún momento del año pasado, atónito por semejante nivel de ignorancia reaccionaria, hice un comentario sarcástico en Twitter desdeñando a estos neoperezjimenistas como un puñado de “progres” e instando a celebrar al verdadero redentor de Venezuela: Juan Vicente Gómez.

Pues bien, tristemente aquella ironía mía se volvió realidad. Este último 24 de julio, a propósito de los 163 años del nacimiento del “Bagre”, descubrí una nueva cloaca digital poblada por confesos y orgullosos fanáticos suyos.

Al igual que sus hermanos neoperezjimenistas, a estos neogomecistas los distingue una aversión muy visceral a la democracia y los DD. HH., así como una intolerancia extrema a todo lo que sea de “izquierda” (y por “izquierda” entienden todo lo que no se cuadre con su conservadurismo rancio y patriotero). Están convencidos de que solo un mandatario autoritario, a quien no le tiemble el pulso para torturar y asesinar, será capaz de impedir que se apodere de Venezuela una izquierda destructora, bien sea moderada (adeca) o extrema (chavista).

Además, para justificar sus ansias filotiránicas, tienden a exaltar de manera exagerada (y no pocas veces mentirosa) los logros de Gómez y Pérez Jiménez. Con este último se enfocan en el cliché de las obras de infraestructura. En cuanto al Benemérito, el legado que nos presentan es algo más intangible y, por lo tanto, más difícil de evaluar. Vale la pena, no obstante, hacer el esfuerzo, de cara al surgimiento perturbador de una corriente de opinión que lo reivindica.

Memorias de La Rotumba

Memorias de La Rotumba

Quiero comenzar aclarando que, a diferencia de Pérez Jiménez y el mito palurdo creado en torno suyo, Gómez sí dejó una Venezuela considerablemente mejor que la que tomó. Fue de esos personajes que marcaron un antes y un después en la historia nacional. Después de todo, no es poca cosa poner fin a las guerras civiles que durante el siglo XIX frustraron cualquier estabilidad política y desarrollo económico para el largo plazo. Tampoco lo es construir un Estado moderno y pagar una deuda externa que al país por poco le costó antes su soberanía territorial.

Todo bien hasta ahora, pero… Aunque no me lo crean, mi objeción no se afincará en la brutalidad de Nereo Pacheco ni en las condiciones inhumanas de las mazmorras de La Rotunda y el Castillo San Felipe. Estos horrores fueron inexcusables, incluso para estándares de aquellos tiempos, pero la putrefacción moral de los neogomecistas sí les permite justificarlos y hasta aplaudirlos. Y como además son conocidos por todo aquel con un mínimo conocimiento de la historia venezolana, prefiero poner la lupa en otro lugar.

Gómez no actuó guiado por una aspiración ilustrada y altruista de ver a su país salir del atraso y la miseria.

Fue simplemente uno de tantos caudillos que vieron en el poder político una oportunidad de oro para el beneficio personal de ellos y sus allegados. Como Monagas, Zamora, Crespo y, por supuesto, su compadre Castro. Pero Gómez fue más astuto que sus predecesores y se dio cuenta de que la estabilidad de ese poder político y los privilegios asociados pasaban por una transformación verdadera en el ordenamiento de la nación, encarnado sobre todo en unas Fuerzas Armadas profesionales y relaciones positivas con las potencias del mundo (especialmente con Estados Unidos).

Así que la estructura que construyó Juan Vicente Gómez no era una casa del pueblo. Era su casa. En otras palabras, no era una república con autoridades despersonalizadas e imperio de la ley, sino un Estado monárquico, faraónico, donde la única ley era la voluntad privada del dueño. Basta con recordar que en 27 años de dictadura gomecista, Venezuela no tuvo una, ni dos, sino seis constituciones. Hay quienes sostienen que en realidad fue la misma ley suprema, reformada varias veces. Pero esta es una distinción baladí, ya que, como sea, los cambios obedecían a los caprichos y necesidades de Gómez. Por supuesto, el déspota se valió de este poder absoluto para enriquecerse, junto con su entorno cercano.

El miedo a Gómez

El miedo a Gómez

Este fue, a mi juicio, el mayor pecado del gomecismo. Señalarlo no es anacrónico. Soy el primero en desestimar la condena a figuras históricas por quienes los examinan con un lente moral contemporáneo (caso del grueso de los atacantes de estatuas). Pero eso no quiere decir que todo juicio de esa naturaleza sea anacrónico. Hay que empaparse de historia de las ideas para entender la mentalidad de las personas en tiempos del evaluado.

Si hacemos el examen con los principios del siglo XX descubriremos que las autocracias como la de Gómez ya eran cosa caduca. Las tesis republicanas circulaban desde el Siglo de las Luces y habían ganado bastante terreno. Esto era así no solo en el Occidente desarrollado. Hasta en Latinoamérica ya habían echado raíces. Prueba de ello es el hecho de que, para finales del siglo XIX, todos los Estados latinoamericanos se identificaban como repúblicas (otra cosa es que en la mayoría de ellos las elites políticas no practicaran lo que pregonaban).

No es cierto que un pasado lleno de guerras civiles obligara a imponer una dictadura férrea como garantía de paz y desarrollo, como sugiere el harto desmentido “cesarismo democrático”. Argentina lo demostró. Al igual que Venezuela, la vecina austral estuvo sumida en querellas intestinas entre caudillos luego de lograr la independencia. El último de esos caudillos fue Bartolomé Mitre. Pero tras consolidar su poder en el campo de batalla en 1861, Mitre no se volvió un Gómez rioplatense. De hecho, no suprimió la Constitución vigente, que había sido redactada ni más ni menos que bajo la protección de su rival, Justo José de Urquiza. Mitre fue presidente por seis años, como lo establecía la Carta Magna, y no volvió a gobernar más nunca, a pesar de que cuando dejó el poder le quedaban 38 años de vida por delante.

Fue así como Argentina salió de lo peor de sus guerras civiles no solo como un Estado moderno, sino como una república.

Ciertamente no una república democrática (el sufragio universal masculino no fue una realidad sino hasta 1916, mientras que el voto femenino no vio luz hasta 1947), pero república al fin. Hubo posteriormente otras guerras civiles menores, pero nada que interrumpiera el orden constitucional (así como Gómez tuvo que lidiar con revueltas que no lograron derrocarlo). Vuelvo a mencionar la fecha del triunfo de Mitre: 1861. Noten que todo esto ocurrió medio siglo antes de que Gómez comenzara su dictadura. ¿Es entonces anacrónico condenar su falta de visión republicana?

La Venezuela pacificada, por el contrario, tuvo que esperar a que Gómez muriera para dejar de ser un coto privado. Le tocó a Eleazar López Contreras despersonalizar el poder, convirtiéndonos así en una república moderna, preludio para la democracia por venir y que marcó la cumbre de nuestro desarrollo cívico y prosperidad socioeconómica. Tal faena debió requerir mucha gallardía del “Flaquito”,  teniendo en cuenta las intenciones conservadoras de Eustoquio Gómez y otros matones, deseosos de establecer una dinastía. Antes de ser consciente de esta realidad, veía en López Contreras a uno de los mandatarios venezolanos menos memorables. Ahora creo que fue uno de nuestros mejores presidentes.

Podrá parecer tonto preocuparse por un grupo de venezolanos reivindicando a nuestros dictadores más crueles y señalándolos como modelos que deberíamos seguir hoy, en nombre de ideas de extrema derecha, cuando estamos obligados a lidiar con un régimen autoritario de extrema izquierda.

Pero no me canso de repetir que es muy importante pensar desde ya el tipo de gobierno que queremos luego de que la pesadilla actual termine.

Yo al menos me opondré rotundamente a un imitador de Gómez o de Pérez Jiménez. Así que preguntémonos: ¿qué peso tienen estas corrientes residuales de pensamiento en la opinión pública? Me aventuro a decir que poco, pero quizá no tan poco como me gustaría.

Recientemente tuve la oportunidad de leer la tesis de grado de Daniela Torres para optar a la licenciatura en Estudios Liberales por la Universidad Metropolitana (2020), a propósito del surgimiento de tendencias de la nueva extrema derecha en Venezuela, a las que la autora se refiere como “derecha no tradicional”. Entre los rasgos que definen a esta ideología, menciona la aversión al pluralismo (p. 15). Ello explica la admiración por dictadores que suprimen la competencia democrática entre ideologías opuestas.

Esta investigación se enfoca en el movimiento venezolano ultraconservador Rumbo Libertad. Torres señala que la recepción de su activismo en redes sociales pudiera sugerir que “las ideas publicadas con una ideología de derecha no tradicional generan en las personas interés de conocer más sobre su contenido” (p. 57). Rumbo Libertad tiene por ejemplo muchos más seguidores en Twitter (88.337 al momento de escribir estas líneas) que partidos que han conseguido cargos de elección popular en años recientes, como La Causa R (17.885) o Avanzada Progresista (16.437).

No es un movimiento explícitamente neogomecista o neoperezjimenista. Más bien pareciera que ha hallado en dos extranjeros (Donald Trump y, sobre todo, Jair Bolsonaro) sus principales referentes.

Sin embargo, a todos los podemos considerar parte del ecosistema de “derecha no tradicional” descrito por Torres. De hecho, me consta que al menos uno de los activistas más prominentes de Rumbo Libertad ha usado su cuenta personal de Twitter para difundir mensajes que reivindican a Gómez y Pérez Jiménez.

Creo por todo lo anterior que este no es un problema que debamos pasar por alto. Es necesario exponer los desatinos autoritarios de estos grupos, cosa que solo se puede hacer efectivamente con argumentos veraces. Ello incluye desarmar sus cultos a dictadores. Si denunciamos a los aduladores de Castro y Pol Pot, no veo por qué los que hacen otro tanto con Gómez y Pérez Jiménez merezcan un trato más indulgente. No se los demos.

 

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Elias Pino Iturrieta Jul 01, 2020 | Actualizado hace 1 mes
El miedo a Gómez

Por la frialdad y el terror establecidos a sus anchas en la casa de gobierno, Gómez puede entrar sin vaselina, aunque de forma curiosa, en el cuadro de honor del pánico nacional. Foto original Revista Selecta, septiembre 2009 / Wikimedia Commons.

@eliaspino 

El 30 de junio de 1923 es asesinado Juan Crisóstomo Gómez, don Juanchito, hermano del jefe del Estado y vicepresidente de la República. Pasada una semana, un señor toca a solas el piano en la sala de su casa de Caracas, pero muere de repente porque sufre un infarto al miocardio. Un miembro del cuerpo represivo llamado La Sagrada ha trepado por la reja de la ventana que da a la calle, para averiguar quién perturba el duelo de la familia presidencial. Sorprendido por el inesperado oyente, el pianista cae fulminado por un síncope, es presa del pavor que domina a la sociedad y se marcha de prisa al más allá. En la serie que hacemos en Runrunes sobre el miedo en las sociedades occidentales, hoy toca el turno al que seguramente sea el mayor o el más emblemático de la sociedad venezolana.

Juan Vicente Gómez y el gomecismo se distinguieron por una ferocidad exhibicionista, como ninguna de las dictaduras anteriores y posteriores.

Los tormentos que administraron a sus enemigos políticos, o a cualquier adversario, fueron del dominio público. Los personeros del gobierno, en lugar de evitar su difusión, optaron por la libre circulación de los desmanes. Nadie ignoraba entonces los padecimientos de los presos abandonados en La Rotunda, o en Las Tres Torres, o en el Castillo de Puerto Cabello y en jaulas pueblerinas.

Se sabía de las torturas minuciosas, de la hambruna de los prisioneros y de los dolores del tortol. Un cautivo podía pasar una década “encortinado”, es decir, aislado en su ergástula sin sentir la luz del sol, y en la calle circulaba como moneda corriente la noticia de la atrocidad. Se conocía la identidad de los torturadores, quienes paseaban fuera de las cárceles sin que nadie los viera como sujetos abominables y apestosos. Eran parte del paisaje. Nadie podía calcular la duración de los pavorosos encierros porque no provenían de la sentencia de los tribunales, sino de  los caprichos de don Juan Vicente y su tribu, pero el detalle era apenas parte de los hábitos y lo rutinario siempre deja de llamar la atención.

La barbarie capaz de  impresionar a los lectores de nuestros días que acompañan a José Rafael Pocaterra en su libro sobre el calvario de La Rotunda, o que revisan las investigaciones de Jesús Sanoja Hernández sobre las víctimas de la resistencia de un sector de venezolanos ante la tiranía, formaba parte de la rutina de la época, de una costumbre tan tesonera de relacionarse con los asuntos públicos que debió dejar huella en sus sucesores.

En cada estado de la república marcaba las pautas de la vida un procónsul que hacía lo que consideraba oportuno para evitar erizamientos, sin que en las regiones parecieran insólitos los groseros mandarinatos. Sin que se advirtiera incomodidad ante el hecho de depender de sujetos dignos de repulsa como Eustoquio Gómez, Silverio González, Timoleón Omaña y  José María García, por ejemplo.

Debe recordarse que tenían a su cargo una policía doméstica integrada con predominio de tachirenses, llamados chácharos, la sanguinaria Sagrada. Cuando las “sagradas” recorrían las ciudades y los campos, la gente sentía el escalofrío que inspiraba la presencia del tirano y la autoridad de los mandones que reinaban con mano férrea en las provincias. Sabían que eran la antesala de las familiares prisiones, o del cementerio, y se postraban ante ellas como frente a los santos del altar.

El régimen de Juan Vicente Gómez coincide con la formación de la sociedad petrolera que afinca sus rasgos para iniciar un capítulo de  historia susceptible de mover la vida hasta la actualidad.

Es una hegemonía cruel de veintisiete años, que desde 1899 cuenta con el prólogo del autoritarismo de Cipriano Castro. La duración cronológica permite hablar de una influencia capaz de resistir el paso del tiempo para determinar la conducta de las generaciones posteriores, afirmación a la cual puede ofrecer crédito, pero también interrogaciones suspicaces, el hecho de que sea el aborrecible tirano uno de los personajes más visitados por el imaginario venezolano, una presencia constante de los anecdotarios pese a las evidencias de su malignidad.

Condecorado con las medallas de la fortaleza y la bonhomía por los intelectuales que lo adularon, obtuvo pasaporte para una muerte apacible y para una resurrección bienvenida. Un verdugo bondadoso que sale de la tumba para hacer excursiones por su hacienda, en suma. Preservado con maquillajes durante el período llamado posgomecismo, que comienza a partir 1936, después de la desaparición física del tirano, resulta difícil quitarle peso a lo que dejó como herencia a quienes intentaron salir de su pantano.

Desde el silencio del reinado de Gómez, los pianistas venezolanos se cuidan todavía de los conciertos caseros. De allí que “el hombre fuerte y bueno”, el “César democrático”, la figura de una estatua cuartelera en el Táchira, el tótem de Maracay, el personaje de un célebre parque de diversiones, el muñeco de artesanía que adorna miles de casas junto a la estampita de José Gregorio, el protagonista de una de las telenovelas con mayor sintonía en los últimos tiempos, pero también la frialdad y el terror establecidos a sus anchas en la casa de gobierno, pueda entrar sin vaselina, aunque de forma curiosa, en el cuadro de honor del pánico nacional.

Los dioses del miedo

Los dioses del miedo

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Laureano Márquez P. Dic 10, 2019 | Actualizado hace 1 mes
Memorias de La Rotumba

Calabozos numerados de la cárcel La Rotonda. Caracas, Venezuela, 1924. Foto autor desconocido, colección Leonor Hall / Wikimedia Commons.

@laureanomar 

Cuando se habla de crueldad y de torturas en Venezuela, siempre se suele uno remitir a la dictadura dolorosa –como todas– de Juan Vicente Gómez. El llamado Benemérito tenía como uno de los lugares más tenebrosos y temidos de reclusión, la cárcel de La Rotunda. Era llamada así porque tenía forma circular, con el sistema llamado «panóptico», palabra creada por el inventor del sistema, el inglés Jeremy Bentham, usando dos raíces griegas: “pan” que quiere decir todo (por ejemplo la carretera panamericana es la que conecta o debería conectar a toda América) y “óptico” nos remite la capacidad de visión (por eso uno va a la óptica a hacerse unos lentes).

Era un tipo de sistema carcelario en el cual se ahorraba mucho en vigilancia, pues siendo la cárcel circular y con todas las puertas de las celdas orientadas hacia el centro del círculo, un solo vigilante podía, desde allí, controlar toda la prisión.

La cárcel estaba ubicada en lo que es hoy la plaza de La Concordia, en la parroquia de Santa Teresa, cerca de donde está la cuadra de Bolívar. La comenzó a construir Soublette por allá por 1844 y la demolió el general en jefe Eleazar López Contreras en 1936, como emblema de concordia –de allí su nombre– entre los venezolanos en un lugar de tanto sufrimiento.

Efectivamente cosas horribles sucedían allí, buena parte de las almas más nobles del país no lograron salir vivas. Las formas de torturas más comunes en La Rotunda eran, además de los conocidos grillos (una bola o barra de hierro que dificulta el desplazamiento del preso), el cepo de campaña, las colgadas, el tórtol, el acial y el apersogamiento. Naturalmente no entraré en la descripción de en qué consistían por no dar más ideas a la infinita creatividad para el mal que nos rotunda.

El miedo a Gómez

El miedo a Gómez

La Rotunda albergó a las más ilustres inteligencias del país, entre ellos los humoristas Leoncio Martínez (Leo) y Francisco Pimentel (Job Pim). Ambos escribieron en la cárcel algunos de sus versos más brillantes en algún trozo de papel que colaba una esposa, una madre, una novia o una hermana.

Leo escribió su “Balada del preso insomne”:

Estoy pensando en exiliarme
en irme lejos de aquí
a tierra extraña donde goce
las libertades de vivir:
sobre los fueros: hombre-humano
los derechos hombre-civil.
Por adorar mis libertades
esclavo en cadenas caí.

Y Pimentel en “Hierro dulce” nos dice:

Amo los pesados grillos
que me dieron por tormento:
son recios como mi aliento,
como mis versos sencillos.
(…)
Y si su acción permanente
callos formó en mis tobillos,
tengo, gracias a mis grillos,
limpia de callos la frente.

Pero no sé por qué me dio a mi hoy por hablar de La Rotunda. Creo que por un par de titulares que me agobiaban: “Humberto Prado: Acosta Arévalo se murió frente al juez” y “Gonzalo Himiob: este ha sido el año en que más represión hemos tenido”. Me agobiaron especialmente, además, porque acababa de ver la cuña de Navidad oficial, repleta de niños inocentes cantando aguinaldos, con el “gran hermano” en el centro, hablando de amor y de paz, mientras, quizá, en ese mismo instante, en La Rotumba, algún atribulado preso político, rumiaba su esperanza recordando las palabras de Andrés Eloy Blanco –expresidiario de la tristemente célebre prisión gomecista– cuando se lanzaron al mar los grillos de Puerto Cabello y se enterraron los de La Rotunda, en un tiempo en que Venezuela apostaba a la libertad, a la justicia y a la esperanza:

“Hemos echado al mar los grillos de los pies. Ahora, vayamos a la escuela a quitarle a nuestro pueblo los grillos de la cabeza, porque la ignorancia es el camino de la tiranía. Hemos echado al mar los grillos en nombre de la Patria. Y enterraremos los de La Rotunda. Será un gozo de anclaje en el puerto de la esperanza. Hemos echado al mar los grillos. Y maldito sea el hombre que intente fabricarlos de nuevo y poner una argolla de hierro en la carne de un hijo de Venezuela”.

 

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Artículo actualizado el 31 de julio de 2020.

Asdrúbal Aguiar Nov 30, 2019 | Actualizado hace 3 semanas

Sacudirle a Venezuela la cultura caudillista, la del capataz político, costó mucho a la democracia, entre 1959 y 1999. Deja, sin embargo, resabios, en las cúpulas del partidismo, tanto que resucita al apenas iniciarse el siglo XXI, pero con una desviación perversa.

El general Juan Vicente Gómez, andino y acotado, cuya impronta como déspota de un gobierno de letrados marca la primera mitad de nuestro pasado siglo, hecha los dientes mirando a las montañas. Mira hacia el cielo y sabe de límites, como el permanecer en el poder hasta que Dios mande. Pero respeta, por ende, los sacramentos, las formas de urbanidad, las reglas que curan contra el caos social y aseguran la amistad civil.

No se muda de Caracas a Maracay sin antes asegurarse que se ha reformado, para ello, a la Constitución. Y al concluir cada mandato no permanece siquiera un minuto más en el ejercicio del poder. Lo traslada al presidente de la Corte Federal o al del Consejo de Gobierno, mientras sale por una puerta e ingresar por la otra para juramentarse.

Ese andamiaje de ataduras o acotamientos ha saltado por los aires. Su disolución actual ocurre a la luz del día, más por la jactancia de ensoberbecidos que por deberes de transparencia; pues hasta se forjan fraudes a la legalidad o se falsifican documentos a conveniencia, como el de la muerte de Hugo Chávez o los que expide como baratijas la inefable Sala Inconstitucional.

El poder se ejerce a trompicones, en abierta colusión con la ilegalidad y la indecencia. Modela conductas y mentes bajo clara inspiración cubana, a lo largo de las últimas dos décadas. Aplana, incluso, la sobriedad característica de nuestra tradición caudillista.

 

¿A cuenta de qué viene esta perorata?

Leo recién la carta de despido de nuestro embajador en Colombia, Humberto Calderón Berti, hombre de Estado y reconocida trayectoria. En el pasado maneja con probidad y experticia al país petrolero que somos, y hasta preside a la OPEP. Su adversario político, Carlos Andrés Pérez, incluso le nombra Canciller de la República para atenuar la crisis democrática que se lo engulle.

La remoción de un diplomático es normal en el oficio, si se sabe hacer y con tacto. Ninguna relación hace con los cambios rutinarios de la burocracia. Me deja estupefacto, así, la razón que se alega en el caso de Calderón: el cambio de la política exterior por el encargado presidencial. Obvia, el redactor de tan insólita carta, que tal política es de Estado y no de gobierno, es de base constitucional y esencia permanentes. Es inmodificable, salvo en sus énfasis, exceptuándose al régimen usurpador de Nicolás Maduro.

Mal cabe el argumento obsecuente que algún parlamentario avanza, para decir que en democracia no hay empleos públicos por derecho, como lo pretendiera Evo Morales en Bolivia. ¡Y es que obvia el mal ejemplo de sus pares, atornillados como propietarios de partidos – piezas de museo – desde hace dos décadas y algo más, en algunos casos! Son los resabios a los que aludo, matizados por la ruptura corriente de los cánones para la convivencia sana y el respeto ajeno.

Lo ocurrido con Calderón es muy serio, salvo para los narcisistas digitales. Se ha comprometido a la nación y al prestigio del mismo gobierno parlamentario de Juan Guaidó. Trastorna los esfuerzos para la solución de la tragedia que lleva a cuestas Venezuela. No se midieron las incidencias sobre el gobierno ante el cual estaba acreditado, Colombia, que al paso sufre de manera gravosa al clan narco-criminal que tiene como vecino.

 

Cuando se decide nombrar a un embajador, no se olvide esto, antes de hacerlo el gobierno que le acredita consulta al gobierno de destino, al que le envía los antecedentes del candidato. Ha de ser aceptado por éste y de allí que se le dé o no el plácet. Su remoción concita, inevitablemente, iguales efectos bilaterales que han de cuidarse.

Pero vuelvo al principio, al desenfado en los modos que, si bien es propio de la fluidez dentro del llamado ecosistema imperante, no puede llegar a tanto como lanzar sobre la ruleta a los asuntos vitales del Estado; sobre todo si se admite que el cese de la usurpación planteada en Venezuela ha de implicar un cambio de mentalidad, no una simple modificación de políticas públicas o de titularidades de cargos que se asignan a discreción de un conciliábulo clientelar.

En mi larga proximidad al espinoso mundo de la diplomacia, durante cuatro décadas de enseñanza y varios años de servicio exterior e internacional, dos aprendizajes me acompañaron. Los dejo a beneficio de inventario. No son consejos, pues no los doy a quien no me los pide.

El país perdió y vio achatado su territorio, o sufre de agresiones por potencias extranjeras, más por los desplantes y la falta de sensatez de algunos de nuestros gobernantes, sobre todo de los parlamentarios, que por obra de nuestras debilidades nacionales.

 

Desde cuando puse mi primer pie en la Casa Amarilla – era un estudiante menor de edad – y voy al encuentro del canciller de Venezuela, Ignacio Iribarren Borges, firmante del Acuerdo de Ginebra que destruyen los errores a mansalva del chavismo, entendí el compás del ambiente y de sus procederes casi vaticanos. Tanto que, en 1979, el presidente Luis Herrera, metafóricamente me los explica cuando ejerzo como Vicecanciller provisional de otro gran veterano, José Alberto Zambrano Velazco: “La política exterior, querido Asdrúbal, no da votos, los quita todos cuando se yerra o se la hace depender de los enconos”.

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