La crisis de la Independencia - Runrun
Elias Pino Iturrieta Jul 28, 2020 | Actualizado hace 4 semanas
La crisis de la Independencia

Fragmento de la obra Náufrago (óleo sobre tela 64,5 x 82 cm, 1945), de Héctor Poleo.

@eliaspino 

“Si tu padre y mi madre nos vieran”, escribe Belén de Aristiguieta al Marqués del Toro en 1827. Una gran dama, famosa por las exquisitas veladas de su mansión, se duele ante un personaje tan encumbrado como ella de la penuria a la cual los ha conducido la guerra de Independencia. Ni siquiera tiene ropa para recibir visitas, mucho menos para salir a misa, lamenta la señora ante un individuo de su misma posición que también está pasando privaciones.

Un documento de esta naturaleza nos mete de lleno en la crisis que entonces atraviesa Venezuela, la primera gran hecatombe de su historia que no hemos captado en la posteridad porque se nos ha acostumbrado a celebrar glorias sin sangre, penas convertidas en estatuas, dolores tapados o maquillados por el patrioterismo.

Si tal estrechez sacude a las estirpes del mantuanaje después de ganarles la pelea a los españoles, ¿qué no sucede en el seno de las familias humildes, en la cotidianidad de las mayorías, en las maneras ordinarias de subsistir? Se ha destruido el paraíso del café y el cacao, se ha esfumado la vida apacible de las postrimerías coloniales para que el contorno se convierta en ruina y enigma.

En una carta de 1814, cuando apenas han transcurrido tres años de contienda, uno de los responsables de lo que sucede se expresa así ante un amigo llamado Juan Jurado: “Vuestro país nativo acaba de ser el teatro de las más tristes catástrofes, pues nada existe como era, y todo lo que no ha sido destruido, ha sufrido el más espantoso trastorno. Los pueblos enteros han cesado de vivir, y las poblaciones no son más que escombros o pavesas”. La misiva lleva la firma de Simón Bolívar. En otra correspondencia, remitida a su tío Esteban Palacios en 1824, refiere idénticas escenas de devastación, pero agrega otro elemento capaz de complicar la situación y que no sabe cómo manejar: la proliferación de “hombres feroces”.

De los testimonios destaca la aniquilación de las maneras que existían de crear y distribuir riqueza en un territorio que había alcanzado notable prosperidad cuando terminaba el siglo XVIII, y que se reflejaba en unos hábitos morigerados; pero también una novedad susceptible de especial atención: ahora están en el centro de la escena unos protagonistas inesperados que han ocupado lugar estelar debido a sus depredaciones, y cuya presencia lleva a pronósticos sombríos.

Los traidores

Los traidores

Las estadísticas de la época confirman la veracidad de los testimonios. Se trata de cifras contundentes que han recogido los historiadores, y de las cuales veremos las sobresalientes. En 1810, Venezuela exporta a Europa 120.000 fanegas de cacao, cantidad que se reduce a 25.000 en 1816. El tráfico de café sufre una notable reducción en el mismo período, debido a que desciende de 28.000 a 3.000 quintales. Rica en ganaderías, la provincia va a sufrir gran mengua debido a que de las cabezas de res que llegan a 4.500.000 en 1811, en 1830 apenas quedan 256.000. Para completar el lúgubre paisaje la pérdida de vidas humanas se calcula en más del 30 %, partiendo de las apreciaciones de un censo llevado a cabo en 1807, mientras que en la casilla de las esclavitudes se advierte una reducción del 46 %.

Debido a las confiscaciones y a los secuestros ordenados por realistas y patriotas, pero también a los asolamientos propios de una escabechina sin cuartel, la propiedad privada es una unidad de producción en la orilla del abismo.

De allí la desaparición de la costumbre del trabajo campestre y su repercusión en el comercio, que se caracteriza por la languidez desde 1815. Las escuelas y las bibliotecas ofrecidas por los próceres se han quedado en el papel, y solo la Universidad de Caracas ofrece un simulacro de educación superior. Si se agrega la desolación provocada por el terremoto de 1812, que ha derrumbado los más importantes edificios de la Colonia y ha sembrado un desfile de  ruinas en las principales ciudades, el dinamismo del pasado deviene conmovedor teatro de silencio.

La mutación también incumbe a los hábitos de los hombres del pueblo que hicieron la guerra. Llegan a ocupar espacios que la sociedad estamental no permitía, pero siguen sin tierra y sin empleo. Antes podían alimentarse relativamente bien, por lo menos, pero hasta las migajas de las arepas desaparecen ahora de su mesa. Suben escalones inimaginables en el pasado, pero se quedan sin recursos en la mitad de la escalera, o tienen que descender estrepitosamente mientras un puñado de hombres fuertes y de petimetres de nuevo cuño se establece como hacendado, como miembro del parlamento o como burócrata relativamente estable. No ha habido tiempo de hacer una nueva legalidad, acorde con los cambios y con las promesas de progreso divulgadas en los periódicos, porque la inestabilidad no lo ha permitido y porque un líder indiscutible tomó la decisión de acabar con Venezuela para que en un santiamén se convirtiera en Colombia, y porque después se resolvió la desaparición de la nueva república para retornar a los límites del mapa antiguo. ¿Caben mayor confusión, mayor oscuridad, mayor desencanto?

En 1810, el joven Andrés Bello escribe un Calendario manual y guía de forasteros en cuyas páginas hace la apología de la convivencia pacífica e invita a recorridos por el edén de la agricultura tropical. En su entusiasmo no pudo imaginar que se avecinaba la primera tragedia colectiva de la historia de Venezuela, capaz de cambiar la bonanza por la zozobra y la vida por la muerte. Pero tampoco nosotros, los hombres de la actualidad, ocupados en pulir la cuna para que parezca inmaculada, advertimos la magnitud del infortunio. Aunque sea mucho pedir, ojalá este somero texto ofrezca la posibilidad de un nuevo entendimiento.

¿De peores hemos salido?

¿De peores hemos salido?

 

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