Asdrúbal Aguiar, autor en Runrun

Asdrúbal Aguiar

Detrás del Esequibo, la ciudad de oro, por Asdrúbal Aguiar
Enrique Bernardo Núñez, integrante de nuestra luminosa generación posmodernista de 1920, es el autor del texto Orinoco (Manoa, la Golden City) que motiva estas notas

 

@asdrubalaguiar

Los apellidos Schomburgk y Mallet-Prevost permanecerán atados a la historia del despojo territorial –“mar de selvas” entre el río Esequibo al este y las bocas del Orinoco al oeste– que sufren los venezolanos a manos de los ingleses y en colusión con el imperio ruso. El laudo arbitral de París de 1899 marcó el hito que vino a cerrar un largo ciclo de proezas y de mitos que motivaran a poetas, historiadores, cronistas, juglares y plumarios de todo género en el crepúsculo de la edad isabelina.

Concluido el siglo XVI se publicaba Venus y Adonis en honor de la reina, cuyas máscaras consideraba Shakespeare como el “símbolo de lo evanescente”. Así nos lo explica Enrique Bernardo Núñez, integrante, junto con Mariano Picón Salas, Mario Briceño Iragorry, Antonio Arráiz, Fernando Paz Castillo, Augusto Mijares, Andrés Eloy Blanco y otros, de nuestra luminosa generación posmodernista de 1920. Es el autor del acabado e insuperable ensayo Tres momentos en la controversia de límites de Guayana (1947) y del texto Orinoco (Manoa, la Golden City) que motiva estas notas.

Desde el siglo mencionado, en efecto, prende el propósito de la penetración británica en tierras españolas tras las informaciones que reciben sobre ciudades más opulentas que las del Perú, situadas en Guayana. Hablan de la sede imperial Manoa o la ciudad de oro sobre el lago Parima, que el imaginario sitúa entre los ríos Orinoco y Amazonas. Las crónicas de los expedicionarios refieren a la “ciudad coronada de torres” que podía verse ascendiendo al Roraima y en el punto más alto de las montañas de Paracaima.

En el mapa que traza sir Walter Raleigh o Guaterral como le llaman los españoles –refiere Núñez– se hace referencia a esas torres de oro frente a un lago salado de doscientas leguas, semejante al mar Caspio, pero que el descubridor inglés no logra alcanzar. Es El Dorado que se destaca en la serie de mapas elaborados en Europa a partir de 1538 (Mercator) y 1598 (Ortellius), recopilados por la Comisión que en el tardío año de 1896 designa el presidente de los Estados Unidos a pedido de Venezuela, para precisar sus derechos soberanos frente a Inglaterra.

Raleigh se empeña en la proeza. Llegar a Manoa le obsesiona. La inicia en 1595, encontrando previas noticias sobre El Dorado con un enviado suyo que antes visita a las Canarias y al llegar a Trinidad hace preso a su gobernador, Antonio de Berrío. Quema la ciudad. Los caciques de la isla le visitan y le hacen ver los tormentos que sufren a manos de los españoles y de los que este se aprovecha.

Berrío le habría comentado sobre las expediciones españolas de Pedro de Ursúa llegado desde Perú, Diego de Ordaz, Jerónimo de Ortal, entre otros, y le habla de los Guayanas, de las estatuas que construían y sus armaduras de oro y plata, advirtiéndole, no obstante, sobre las miserias que le esperaban.

“El imperio de Guayana” está destinado para la nación inglesa, se dice Raleigh. Y en eso trabaja y por ello muere. Su razonamiento es que, si la pobre monarquía española se convirtió en gran potencia, Inglaterra podría hallar mayores recursos en Guayana, por poseer más oro que el resto del Nuevo Mundo.

Se le acusará de complicidad con España y hasta se le condena a muerte, pero se le suspende, permitiéndosele organizar otra expedición en 1617. Insiste en llegar a esas áreas vírgenes de las que supo cuando recaló en el Puerto de los Españoles o Puerto España. Y después de un oneroso esfuerzo para trasvasar las venas del delta del grande Orinoco recala allí donde divisa “una montaña de color oro y otra de cristal parecida a una torre perdida en las nubes y de la que se desprende un río con terrible clamor, como si mil campanas tocasen a un tiempo”, escribe en su relación. Vio, efectivamente el Salto del Ángel y acaso el de la Llovizna: “río de aguas rojas del cual se puede beber agua a mediodía” y saltos que caen con tanta furia que “el agua forma como una columna de humo”. Allí se encontró –cree– con pueblos Ewaipanoma que llevan “ojos en los hombros, entre los cuales les nacen cabellos, y la boca en medio del pecho”.

Encontró a Topaiari, rey de Aromaia, que frisaba 110 años y quien le entrega su hijo, llevado a Londres. Antes le pide “indicarle los pasajes más fáciles para entrar en las áureas tierras de Guayana”. Le halaga su poder para diferenciarse de los españoles. Pero aquél le exige olvidar a su país, para que le evite males mayores.

Es el trecho que, pasados los siglos quiso culminar Schomburgk, quien inventando sobre sus mapas linderos que trasvasan hacia las profundidades de la actual Venezuela, descubre en 1837 una flor que llama Victoria Regis en el río Berbice. Será el símbolo inaugural del largo reinado victoriano. 

Los sabios del pasado siglo, según lo refiere Núñez, hablaban de ese Dorado o Manoa como disparate geográfico. “La república también proscribe los mitos”, afirma. Sin embargo, en el Almirantazgo Británico es lo que pesa y lo que le anima desde cuando se inicia el litigio arbitral, apoyados en el romántico viaje de Raleigh.

Mallet-Prevost, abogado de la causa venezolana en el equipo de Estados Unidos que nos defendiera en París, cuyo memorándum póstumo hizo posible reactivar la reclamación tras el infamante laudo, recuerda el peso que tuvo ese mito, el de El Dorado o Manoa, durante las sesiones del tribunal. El abogado británico, frustrado, no lograba ver sobre el mapa de Visscher a la vieja ciudad.

Entretanto, el general Guzmán Blanco busca cerrarle el paso a la delirante ambición británica. Le entrega antes al norteamericano Cyrenius Fitzgerald una gran extensión entre el Delta y el Esequibo que luego traspasa, extrañamente, a un inglés, a George Turnbull.

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El teatro de la democracia, por Asdrúbal Aguiar
El teatro de la democracia es la imagen metafórica que mejor describe la lucha pendiente por la democracia y la libertad en un continuo sin ataduras y de final abierto

 

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Esperanza Guisán (2000), intelectual española, quizás observando la tendencia hacia la politización –en nombre de la antipolítica– de todos los actores sociales, y prosternando ella el argumento clásico de la división del trabajo que obliga a la representación de lo político, reclama la falta de reflexión por parte de la ética y la filosofía más allá de los ámbitos en que los individuos llevan a cabo sus metas, libremente.

Señala, en tal orden, el mal funcionamiento de la democracia que conocemos, por prudencial y por propiciar una existencia mediocre en ausencia de los sueños de perfección y utopía propios a lo humano; reclamando, en su defecto, de una práctica democrática moral profunda. No por azar, Francisco Plaza (2011), a la luz de los temas o problemas enunciados propone “recobrar el sentido integral de la democracia”, más allá de sus formas.

Sin embargo, transcurridas las dos primeras décadas del siglo XXI, quienes se convencen de la inviabilidad contemporánea del Estado asistencialista –tal y como lo entiende en su momento el Estado social y democrático de derecho– y de los trastornos que sufre el Estado territorial a manos de la deslocalización digital, optan por una suerte de relativización de la democracia.

La inflación de derechos –derechos humanos al detal y al capricho– y la fragmentación social ocurren de modo manifiesto, es verdad, en los ámbitos constitucionales de quienes, como resurrectos del despotismo y/o socialismo real, auspician las tendencias neoautoritarias abroquelados con las tesis de Naciones Unidas, a cuyo tenor es más importante para la población su bienestar que la libertad.

La breve experiencia transcurrida –si miramos el recorrido de la historia de los hombres y de los pueblos– y constante en lo que va del siglo demuestra que se trata de un antimodelo o modelo posdemocrático de corte fascista. Por una parte, diluye el entramado institucional y lo pone al servicio de hombres o líderes providenciales quienes establecen una relación directa y paternal con el pueblo, auxiliados por el mismo tejido mediático de la globalización y, por la otra, estos se sostienen bajo las formas mínimas de la democracia.

Aun más, en modo de hacer viables sus comportamientos antidemocráticos desmantelan las leyes conocidas –garantistas de los derechos– y las sustituyen, según lo dicho, por un bosque o selva normativa tupida e impenetrable, imaginariamente prometedora y simbólicamente reivindicadora, dentro del que pierden certeza los proyectos de vida o el claro entendimiento de lo jurídico, base de la convivencia.

Se le hace decir a la ley lo que no dice dentro en una práctica sistemática de la mentira, legalizada, para proteger a aliados incluso y sus crímenes e ilícitos, y para proscribir a los cultores de la democracia representativa, cuyos comportamientos sean constitucionalmente ortodoxos. Lo cierto es, a todas éstas, que ambas perspectivas – la del Estado liberal y relativista como la versión autoritaria de la “democracia participativa y protagónica” de la que tanto se ufana el progresismo destructor de culturas y memorias – se desmoronan al término ya pasada una generación, desde el instante en que ha lugar al llamado “final de la historia” o la “muerte de las ideologías hacia 1989.

Lo anterior es así, justamente, por cuanto ambas perspectivas, con sus diferencias netas han hecho del relativismo –de lo “políticamente correcto”– un dogma de la democracia o la fuente en la que se afirma el neopopulismo y su tráfico de ilusiones. Bajo propulsión de la maleabilidad de la ética y la deconstrucción de lo social dominante, ambas perspectivas hacen aguas.

La democracia liberal, además, cede bajo el tsunami de corrientes migratorias de vocación fundamentalista aceleradas por la misma globalización o sin ánimos de mixturarse dentro de los cánones de aquella y que, por lo mismo, contradiciéndose, se ve obligada a la formulación de un “derecho penal del enemigo” para defenderse, como ocurre en las Américas. Bien lo previene, no se olvide, Hannah Arendt, al sostener que la democracia no se sostiene ni reinventa sino de cara y ante la presencia de su opuesto, el totalitarismo, cuyo riesgo ha de tenerse siempre presente; pues si las minorías han de participar con la libertad necesaria para hacerse mayorías en la democracia, nada garantiza que estas, al término, se decidan por el final de la democracia, como parece ocurrir en España.

La matizada y señalada “democracia participativa”, así las cosas, defendida por el oxímoron del socialismo del siglo XXI, que muta en progresismo transcurridos treinta años y que son, uno y otro, de neta factura marxista y autoritaria, fenece en la actualidad como víctima de sus contradicciones: la unidad y encarnación del Estado en sus gendarmes de nuevo cuño no alcanza efectividad autoritaria más que por la violencia; lo que es inadmisible para quienes apuestan a la simulación de la democracia. Y se demuestra inviable, además, en contextos de severo relativismo y fragmentación social como los animados por quienes predican la inflación de derechos (ambientalistas, de género, de raza u origen, tribus urbanas, y párese de contar, etc.).

El totalitarismo, en suma, como antimodelo de la democracia implica la negación del conflicto mediante la imposición de un dogma legitimador y “las sociedades democráticas [subsisten] en la medida que se fundamentan en un cuestionamiento institucionalizado de sí mismas”, renunciando a cualquier tipo de unidad, por débil que fuera.

De modo que, junto a la previsión válida de Arendt cabe la de Laurence Whitehead, a saber, entender que la democracia –para ser tal– ha de verse en el teatro trágico o dramático. Y la descripción no sugiere que la obra democratizadora haya de ser orfebrería de utileros; de esos que apenas se ocupan de vestir a los actores, mover los andamios, preparar la escena para la representación, y luego cobrar por sus servicios. Habla del teatro democrático, pues es la imagen metafórica que mejor describe la lucha pendiente por la democracia y la libertad en un continuo sin ataduras y de final abierto.

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La patria, una mula cerril, por Asdrúbal Aguiar
Mirando al conjunto, como lo diría José Rafael Pocaterra (1889-1955) desde su pretérito y en su Patria, la mestiza acerca del venezolano: “¡Él se iba, con los hombres, para donde estaba la Patria, para donde estaba aquél que sujetaba una mula cerril por las orejas!”

 

@asdrubalaguiar

La experiencia muestra que el país sufre de regresiones y mutaciones profundas a lo largo de su corta historia republicana, cada tres décadas, desde el momento inaugural de la Venezuela independiente tras la conspiración de Gual y España de 1797.

Se toma unos 30 años el proceso emancipador que suma a las guerras por la independencia, luego de lo cual se instala, en 1830, la mal llamada y vituperada república conservadora, esencialmente liberal y tributaria de los constituyentes de 1811. La regenta el general José Antonio Páez, quien separa a los militares independentistas del ejercicio del poder, encomendándole el dibujo de lo nuestro al grupo de ilustrados civiles que forman la Sociedad Económica de Amigos del País. Sobre el pensamiento de estos escribe Elías Pino Iturrieta en Las ideas de los primeros venezolanos (2009).

Tras las divisiones que suscita el comportamiento de Páez, también por cuestiones muy propias de nuestra estirpe común, que es generosa hasta en los odios desde las horas previas a la Emancipación –he allí el trato excluyente y discriminatorio sufrido por Sebastián de Miranda de parte de los de Ponte y de Tovar Blanco, que relata Arístides Rojas– reencarna en los soldados seguidores de El Libertador el espíritu del encono. Es la saña cainita que tanto agobia a Rómulo Betancourt hacia 1959.

Se declararán liberales sin serlo los bolivarianos, acompañados por el panfletario Antonio Leocadio Guzmán; luego de lo cual sobreviene la Guerra Federal o guerra larga hacia 1859. Ella culmina con el Tratado de Coche y se abren de tal modo otras tres décadas hasta finales del siglo XIX, dominadas por el general Antonio Guzmán Blanco, cuyo mencionado padre, a la sazón es el apologeta del pensamiento constitucional de su pariente, Simón Bolívar: centralista, militarista, de poderes presidenciales vitalicios, y de neta factura tutelar. Es la imagen que cautiva a nuestros positivistas de inicios del siglo XX, encabezados por Laureano Vallenilla Lanz, autor de Cesarismo democrático, editado en 1919, cuyo término es de factura napoleónica como lo revela De Coquille en su obra Du Cesarisme, en 1872.

Treinta años y algo más, hasta 1935, durará la larga dictadura del castro-gomecismo, la de la zaga andina que clausura el tiempo de la Venezuela de los muchos jefes, para rearmar a la nación bajo la horma de los cuarteles. Es la de la revitalización del cesarismo, hijo de la escribanía citada, que le sirve al poder autoritario para justificarlo. Y es contra esa realidad fatal que emergerán los sueños de la generación universitaria de 1928. Es el tiempo de la crisis económica norteamericana y mundial de los años ’30.

Los estudiantes de entonces, encabezados por Jóvito Villalba y Betancourt –se les separa al principio y suma más tarde el católico Rafael Caldera, de la generación de 1936– cristalizarán sus sueños de civilidad luego de una compleja transición civil-militar o militar-civil a partir de 1959, con la instalación de la república civil de partidos. Estados Unidos, ya recuperado, ahora viaja a la Luna.

Pasados otros treinta años, en 1989 llega a su término este ensayo de república democrática civil y de partidos bajo el orden constitucional de mayor duración en Venezuela, el de 1961.

Le sirvió de soporte el Pacto de Puntofijo, agotado una vez como se sucede el derrumbe soviético y como intersticio entre despotismos varios, al término del último gobierno de partido, el del socialdemócrata Jaime Lusinchi.

Así sobreviene, es lo que interesa destacar, la transición más compleja por corresponderse la inflexión venezolana de 1989 –tras la violenta insurgencia popular, que deja a la vera a centenares de muertos y heridos, en Caracas– y coincidiendo con el momento de fractura de lo histórico global y la declinación de la civilización occidental. En lo interno se manifestará como repulsa social a los partidos históricos venezolanos, y sus políticos. Cubrirán ese tiempo nuestro las segundas administraciones de Carlos Andrés Pérez –mediando el interregno de Ramón J. Velásquez– y de Rafael Caldera, hasta concluido el siglo.

El fenómeno antipartido, cabe anotarlo, no es original y tampoco propio o local. En 1992, tras el derrocamiento del Muro de Berlín, los grandes titanes de la Italia de la posguerra, el partido socialista y el demócrata cristiano (DC) hacen aguas. Se les persigue por corrupción. Sus grandes líderes, Bettino Craxi y Giulio Andreotti, conversaban distraídos sobre las líneas del tren de la historia, sin apercibirse de su paso a velocidad. Así me lo relata este, en Roma, el mismo año.

Llegado el año 2019, el de la emergencia de la pandemia universal y, sucesivamente, el de la guerra contra Ucrania en las puertas que dividen al Oriente de las luces del Occidente de las leyes, se cierra el arco de tiempo en Venezuela, cuando a su término y desde los inicios del siglo en marcha implosionan la república y la nación, bajo el liderazgo de Chávez y su causahabiente.

Del Chávez que a lo largo de esos treinta años anteriores transita desde lo bolivariano hasta los predios del marxismo de estirpe cubana, a los que se somete volviéndose prohombre del Foro de São Paulo; del Maduro que asume ser socialista del siglo XXI mientras administra las redes narcoterroristas heredadas, pero cuyos aliados se declaran progresistas y capitalistas salvajes en nombre de la participación popular llegado 2019, bajo el abrigo del Grupo de Puebla; y, luego de un período de inenarrable postración de los pueblos afectados por la experiencia de la deconstrucción a manos de los huérfanos de la URSS, nada resta en pie. Sobreviven en Occidente y en Venezuela los remedos republicanos y democráticos. Y la virtualidad tecnológica los ayuda.

Mirando al conjunto, como lo diría José Rafael Pocaterra (1889-1955) desde su pretérito y en su Patria, la mestiza acerca del venezolano: “¡Él se iba, con los hombres, para donde estaba la Patria, para donde estaba aquél que sujetaba una mula cerril por las orejas!”.

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Chávez, ¿el último gran guerrero?, por Asdrúbal Aguiar
El saldo de la experiencia venezolana bajo la égida del traficante de ilusiones que fuese Chávez, quien desbordará al excéntrico de Cipriano Castro, el Cabito, es de corte trágico
La comparación de Chávez con el Capitán Tricófero, denuesto que se le dirige al Castro nuestro a inicios del siglo XX, permite una ajustada relectura de la Venezuela que agobia y tanto nos duele, donde la libertad es quimera o instante fugaz

 

@asdrubalaguiar

Volver a su principio, a 1999 y luego ver su final a partir de 2012 resulta desdoroso para todo venezolano que no olvide la experiencia seminal del chavismo bolivariano. Es la matriz o el boceto de lo actual, no nos engañemos. Algunos preferirán que la deriva digital los vuelva amnésicos, pues desmemoriados como seguimos siendo la gran mayoría, la lógica de la instantaneidad y la deslocalización les permite ver como fugaz a la maldad absoluta. Pero cabe despertar.

Vayamos a lo vertebral, a lo que puede ser una síntesis del recorrido bajo Hugo Chávez Frías.

El cambio constitucional de 1999, y sus simulaciones democráticas, ocultó cuestiones más graves y vertebrales que se muestran apenas incipientes desde la inauguración de su mandato. Mientras avanzaba la constituyente, creyéndose libre de toda contención, llegado el mes de agosto autoriza un Punto de Cuenta para ordenar las relaciones de su gobierno con las FARC colombianas, de espaldas al Palacio de Nariño que ocupa Andrés Pastrana.

El gobierno venezolano se comprometió a facilitarles cooperación económica, financiera, petrolera y sanitaria. Les prometió crear bancos de los pobres, ¿para lavar los dineros ensangrentados?, y entregarles insumos químicos ¿para la producción de cocaína? Les permitió el uso el territorio de Venezuela como aliviadero y donde permanecen, bajo el compromiso de no usarlo para entrenamientos sin mediar autorización del Palacio de Miraflores.

Solo reaccionó entonces el director de la policía política (DISIP), comandante Urdaneta Hernández, uno de los jefes del 4F, renunciándole a Chávez con disgusto memorable. Este buscará enlodarlo luego.

Más tarde, en curso la transición política que provocan los sucesos del 11 de abril de 2002 –ya contando Chávez con el auxilio electoral de Castro, a cuyo gobierno le entrega el sistema de identificación venezolano– y una vez superado el referéndum revocatorio que entonces amenazaba su estabilidad, acordó con La Habana su enlace a través de fibra óptica. El cableado partiría desde Isla de Margarita. Y así, teniendo a mano tal garantía para el sostenimiento de una simulación democrática electoral puertas afuera, sucesivamente dogmatiza el sistema de votación electrónica supervisado por los cubanos. El conocimiento de los códigos fuentes del andamiaje digital se los reservará el Poder Electoral, bajo control del gobierno y su partido oficial, el PSUV.

Era este, por cierto, el otro eslabón importante para la instalación dictatorial a perpetuidad y propósito definido por el Foro de São Paulo, como se advierte en las entrelíneas de sus documentos: “En este marco resaltan los fraudes y mecanismos electorales irregulares … Asimismo debemos resaltar que en diversos países se han diseñado estructuras políticas en las que los que son electos tienen su capacidad de mandato recortada, pues se superponen instituciones no elegidas a las instancias electivas, limitándoles capacidad de acción para modificar las políticas neoliberales ya impuestas y transformar dichas realidades”.

Así las cosas, luego de fallecer Chávez y realizadas las elecciones presidenciales de 2013 que hacen de Maduro el causahabiente, de forma inconstitucional el Tribunal Supremo de Justicia previamente purifica su candidatura y después protege los resultados a su favor, sentenciando lo que sigue: “[E]n el caso de los procesos electorales automatizados, es bien sabido que el conteo de los votos no se realiza de modo manual, sino que por el contrario dicha operación aritmética es totalmente computarizada, es decir, al final de la votación se imprime un comprobante que arroja los resultados conformando al instante el contenido del acta de escrutinio automatizada, de allí que quepa concluir que en dicha totalización no cabe el error humano que sí pudiese ocurrir en un sistema de totalización manual de escrutinios”.

Ese mismo año, como realidad que se ha impuesto, el ministro del interior francés Manuel Valls declara que, “nunca se había encontrado tanta cocaína junta en la capital francesa”. Una tonelada procedente del Aeropuerto Internacional de Maiquetía llega a París en un vuelo regular de Air France. Fueron castigados militares subalternos.

En cuanto a lo primero, la cuestión del narcotráfico, el mismo Foro de São Paulo había puesto sus barbas en remojo desde 1990. Hizo ver a sus miembros que los perseguirían ¿fabricándoseles? vínculos con el narcotráfico para atajarlos en sus recomposiciones y avances tras la caída del Muro de Berlín.

No por azar, pasados treinta años, el Grupo de Puebla, mascarón «progresista» del Foro paulista, acuña la tesis del Lawfare, para denunciar el uso de procesos legales artificialmente montados para inmovilizar políticamente a sus miembros o destituir a los que ocupan cargos públicos. Le preocupaban, en 2019, los casos de Rafael Correa, Cristina Kirchner, y el de Lula da Silva. Y lo cierto es que tal Lawfare tiene su origen en el Instituto del mismo nombre que integran juristas y constitucionalistas norteamericanos, dedicados al seguimiento y obstaculización de las leyes que dicta Donald Trump para frenar el ingreso de terroristas a su territorio.

El saldo estadístico de la experiencia venezolana bajo la égida del traficante de ilusiones que fuese Chávez, quien desbordará al excéntrico de Cipriano Castro, El Cabito, es, en resumidas cuentas, de corte trágico. Su comparación con el Capitán Tricófero, denuesto que se le dirige al Castro nuestro por sus adversarios a inicios del siglo XX, es, sin embargo, pedagógica. Permite una ajustada relectura de la Venezuela que agobia y tanto nos duele, donde la libertad es quimera o instante fugaz. Es territorio o cuero seco en el que dominan las amnesias colectivas, se cultiva la generosidad hasta para los odios, y donde germinan las complicidades de sus élites con los redentores de la patria.

Picón Salas, en su obra sobre el personaje –Los días de Cipriano Castro, (1953)– le dibuja desde sus adentros: “Figura violenta, contradictoria, alternativamente libertina y heroica… marca una hora de crisis de Venezuela. Es el último gran guerrero brotado de la fuerza del monte y con una retórica que tiene, asimismo, la proliferación de nuestros bejucos tropicales”.

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En Venezuela, nada resta en pie, por Asdrúbal Aguiar

Fragmento de la obra Náufrago (óleo sobre tela 64,5 x 82 cm, 1945), de Héctor Poleo.

Los repetidos golpes de Estado «constitucionalizados» por el TSJ forjaron un caos social, diluyeron a la república, y acrecentaron el poder de la dictadura chavista

 

@asdrubalaguiar

Sobre los hechos y el contexto que caracterizan a la dictadura chavista y su actual causahabiente, me refiero con amplitud en mis libros Historia inconstitucional de Venezuela (2012) y El problema de Venezuela (2016).

Lo palmario, sin embargo, es que los repetidos golpes de Estado «constitucionalizados» por la Justicia Suprema bajo control de aquella desde 1999 y ejecutados por Chávez hasta 2012, forjaron un caos social, diluyeron a la república, y acrecentaron el poder de su despotismo mesiánico; tal como ocurriese, en menor grado, bajo el fascismo italiano, que consagra un régimen de la mentira, de fraude al Estado de derecho, de inmediatez entre el líder y el pueblo, con apoyo militar y el carácter sirviente de las instituciones.

En 1995, sin perspectiva alguna de coronar su camino hacia la presidencia de Venezuela, asesorado por Norberto Ceresole, neofascista argentino, descubre Chávez que las señales del tiempo nuevo –me refiero a las del siglo XXI– abrían la posibilidad de avanzar hacia esa fórmula triangular, la del líder-pueblo-fuerza armada. Entonces la titula Ceresole como posdemocracia, expresión que se consagra bajo significados mejor elaborados –refiriéndola a la pobre salud de la democracia– con el ensayo Coping with Post-Democracy del sociólogo Colin Crouch, en 2000.

Sorprende, sí, que no mediase resistencia en las élites, primeras beneficiarias de la experiencia fenecida en 1998. Antes bien, aceleraron y cooperaron con la tendencia hacia la ruptura. La precedía una severa y previa campaña de demonización de la democracia de partidos que nace en 1958 y exacerbada por Chávez. No quedaba memoria social, nadie la alimentaba. Poco decía, a su término, la modernización alcanzada en ese largo tramo cuando el promedio de vida de los venezolanos pasa de 53 años a 73 años. Venezuela dejó de ser una «república de letrinas» y el agua pura llegaba a todos los hogares, a la vez que se canalizaban las aguas servidas, y la educación como la salud se universalizaban.

La mendaz tesis del fracaso democrático o de la mala salud de la democracia nuestra encontró paradójico eco en Estados Unidos y su Centro Carter. Y es que no resistieron ni el congreso plural electo en 1998 sin mayoría del chavismo, ni la antigua Corte Suprema de Justicia, que se autodisuelve al aceptar que la misma constituyente interviniese al Poder Judicial destituyendo, sin fórmulas de juicio, a la mayoría de los jueces de la república. Era el primer y más importante paso para la simulación democrática. Los jueces le harían decir a la Constitución lo que no dice, purificando los atentados contra ella.

Casualmente, la realidad muestra que el país ha sufrido de regresiones y mutaciones profundas a lo largo de su historia republicana, cada tres décadas. Se toma 30 años el proceso emancipador y de independencia, luego de lo cual se instala, en 1830, la república mal llamada conservadora, esencialmente liberal y tributaria de los constituyentes de 1811. La regenta el general José Antonio Páez, quien separa a los militares del ejercicio del poder total, encomendándole el dibujo de lo nuestro al grupo de ilustrados civiles que forman la Sociedad Económica de Amigos del País.

Tras los enconos que ello suscita sobreviene la Guerra Federal hacia 1959, que culmina con el Tratado de Coche. Se abren otras tres décadas hasta finales del siglo XIX, dominadas por el general Antonio Guzmán Blanco, cuyo padre, Antonio Leocadio Guzmán, es el apologeta del pensamiento constitucional de su pariente, Simón Bolívar: centralista, militarista, de poderes presidenciales vitalicios, de neta factura tutelar.

Treinta años y algo más, hasta 1935, dura la larga dictadura del castro-gomecismo, que clausura el tiempo de los muchos jefes para rearmar a la nación bajo la horma de los cuarteles. Es la de la revitalización del cesarismo democrático bolivariano, cultivado por el positivismo de inicios del siglo XX. Y contra esa realidad fatal emergen los sueños de la generación universitaria de 1928.

Los estudiantes, encabezados por Jóvito Villalba y Rómulo Betancourt –se les separará más tarde el católico Rafael Caldera, de la generación de 1936– beberán de las fuentes del marxismo, evolucionando hacia los predios del «socialismo criollo». Sus sueños de civilidad cristalizan treinta años después, a partir de 1959, con el nacimiento de una verdadera república civil de partidos, incluso acaudillados. 

En 1989 llega a su término este ensayo de democracia civil no tutelar bajo el orden constitucional de mayor duración en Venezuela, el de 1961. Es su soporte el Pacto de Puntofijo, agotado tras el derrumbe soviético. Y así sobreviene una transición más compleja por corresponderse con el momento de la fractura de lo histórico global y en el plano de lo civilizatorio occidental. En lo interno se manifestará como una contradicción abierta con los partidos históricos venezolanos, cuyos líderes optan por predicar el fin de las ideologías y celebrar el advenimiento de la Aldea Humana.

Cubren este tiempo las segundas administraciones de Carlos Andrés Pérez –mediando el interregno de Ramón J. Velásquez– y de Rafael Caldera, y en el año 2019, con la pandemia y la llegada de la guerra contra Ucrania, se cierra bajo Chávez y Maduro, que han hecho implosionar a la república y la nación.

Pero del Chávez que transita desde lo bolivariano hasta los predios del marxismo de estirpe cubana, a los que se somete volviéndose prohombre del Foro de São Paulo; del Maduro que asume ser socialista del siglo XXI, cuyos aliados se declaran progresistas en 2019, bajo abrigo del Grupo de Puebla; y, luego de un período de inenarrable postración de los pueblos afectados por la experiencia de la deconstrucción a manos de los huérfanos de la URSS, nada resta en pie. Sobreviven los remedos republicanos y democráticos. Es llegada la hora del capitalismo de vigilancia y la de los algoritmos que acaban progresivamente con la civilización de la razón, para conjugar la experiencia humana a partir de los sentidos.

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Comprensión de Venezuela, por Asdrúbal Aguiar
Los ensayos que M. Picón Salas reúne en una obra, que apenas sobrepasa las 180 páginas, debería ser materia para todo aquel preocupado por doblegar nuestra ausencia de proyecto histórico

 

@asdrubalaguiar

Mariano Picón Salas fue un insigne venezolano, fundador de la Facultad de Humanidades y Educación de nuestra antigua universidad de Caracas, quien cubre con su hacer intelectual la primera mitad de nuestro siglo XX y el tiempo inaugural de nuestra democracia civil a partir de 1959.

Para entender a nuestro país nos lega dos imágenes o metáforas que acaso puedan explicarnos nuestro desenlace actual, una tragedia que lleva 30 años de maceración sin opciones inmediatas a la vista. No me atrevo, ni a partir de estas ni de las trazas emborronadas del presente, otear el futuro. Y es que otra vez, como en una suerte de regreso a la hora germinal, se hace pendiente la tarea de encuadernar al país como cuando se nos descuadernó tras el sueño de la Independencia y a raíz de su guerra fratricida; que se repite con la Guerra Federal en procura de una libertad imaginaria y arbitraria que no alcanzamos; y que, al hacernos de ella como ocurriera durante el período de la democracia civil de partidos, entre 1958 y 1998, mal pudimos consolidarla, reformándola a tiempo. No cesa nuestro complejo adánico.

La primera imagen de Picón Salas es la del cuero seco rural, asimétrico, hecho por un cuchillo gastado. Así describe y nos presenta nuestra diversa geografía. Pero le escuchaba decir a mis mayores que era Venezuela, justamente, ese cuero que se pisa por un lado y se levanta por el otro, la de un ser que busca ser sin alcanzar a serlo o que se encuentra condenado al mito de Sísifo. De allí que al resolver sobre nuestras cuestiones las veamos como cosas de circunstancia y al término, quedemos como si nada hubiésemos hecho.

La otra imagen se refiere a los artesanos de nuestra historia, nuestras varias ilustraciones, la de 1810 o la de 1830, o la que se cuece en los años inaugurales de nuestro siglo XX, sirviéndole u oponiéndosele al gendarme necesario; pero empeñadas todas en encontrar la conciencia y razón de nuestro presente, invocando al pasado. “La historia cumplió una urgente tarea de salvación”, dice Picón Salas en su Comprensión de Venezuela, que publica en 1949, antes de agregar que, “en horas de prueba o desaliento colectivo se oponía al cuadro triste de lo contemporáneo, el estímulo y esperanza que se deducía del pasado heroico e idealizado”.

¿Fue esta la apuesta de Hugo Chávez Frías, el del principio, aun cuando temprano advirtiese uno de sus consejeros, Jorge Olavarría, que el camino tomado por este nos devolvería a lo peor del siglo XIX?

Esa labor de escribanía o de orfebrería de nuestra memoria, acometida en una nación pendiente de amalgamarse –que nace descoyuntada y se forja en las localidades durante la colonia– y que es desmemoriada, por atada a la cultura de presente, explica que ese mismo ser que no alcanzamos lo busquemos con obsesión, tras cada asonada o revuelta revolucionaria.

Resalta Picón Salas, aquí sí, la síntesis de lo que éramos y de allí nuestros repetidos reinicios, un “caliente almácigo de jefes”. Tanto que, estos medran solos o, de conjunto solo cuando lo ven útil y circunstancial, mediando el ideal que reducen a simple mito movilizador de voluntades como en el canto monótono que anima el corretear de las reses en el llano. Son los “hilos sutiles” que dicen sostener el sueño bolivariano de la nación grande que nunca ha llegado a ser, pero que no se la abandona como promesa: la Colombia grande imaginada por Francisco de Miranda; la realizada y frustrada por el mismo Bolívar; la Confederación Colombiana de José Tadeo Monagas, una esperanza sin destino; o la que es motivo de plácemes en Guzmán Blanco, después de anunciarse desde Lima la constitución del Congreso Americano, en el siglo XIX; o en el XX, la que intenta organizar desde Panamá el general Marcos Pérez Jiménez e irrita a Estados Unidos, o la Patria Grande pergeñada por Carlos Andrés Pérez, a partir de 1974. 

La idea de la nacionalidad, la grande, lo dice el autor a quien invocamos, es “la verdadera tradición del Libertador”, su “legado moral”, que la entiende como “voluntad dirigida” que ha de mantenerse. Picón Salas –de cuyo último aserto dudamos, aquí sí– la ve e interpreta como “la línea de la nacionalidad” hecha para la defensa “contra los nuevos conflictos de poder y hegemonía que habrán de suscitarse en el mundo”.

La ilustración pionera venezolana mejor recepta la idea de nación –distinta de la de nacionalidad, de estirpe épica como de raíces muy europeas, a la vez que trágicas– en otros términos, que entresacamos de Picón Salas, a saber, como “conciencia poblada de previsión y de pensamiento que desde los días de hoy avizora los problemas de mañana”.

Los ensayos o pedacerías que reúne en una obra suya, que apenas sobrepasa las 180 páginas, debería ser materia para el examen de todo aquel quien se diga preocupado por doblegar nuestra ausencia de proyecto histórico o la falta de resolución sobre nuestro drama existencial. Ni optamos definitivamente por la prórroga de ese boceto mesiánico de república autoritaria y tutelar heredado de las espadas, bajo la guía de Bolívar –hijo de los “grandes cacaos”, enemistado con nuestra primera Ilustración– ni nos miramos, cabalmente, en la experiencia del hombre de la ruralidad, nuestro Facundo tropical, José Antonio Páez. Este, concluida la guerra por la Independencia, opta por construir o reconstruir al Estado a partir del respeto de nuestra cultura dispersa y de localidades, heredada de España; que es también la de los pueblos de doctrina que juntan a la miríada de naciones nómades e inconexas, sin asiento fijo, que fuimos desde el lejano amanecer.

El asunto es que las realidades del siglo XXI y las del «quiebre epocal» son tan inéditas que nos resultará insuficiente comprender todo lo anterior, para atar y corregir nuestro actual decurso de deconstrucción cultural y política.

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El desprecio al Estado de derecho, por Asdrúbal Aguiar
La agenda del Foro de Sao Paulo, la del Grupo de Puebla, y la de la ONU 2030, no hablan de la democracia y menos le dan importancia al Estado de derecho. No cuenta para ellas

 

@asdrubalaguiar

A raíz del derrumbe del comunismo en 1989 ingresa Occidente al quiebre epocal o era de la gobernanza digital y de la inteligencia artificial, destacando la horadación o prosternación del Estado constitucional de derecho.

En el Foro de Sao Paulo (1990-1991) y sus textos se precisan como propósitos de los causahabientes del marxismo el acceder al poder democráticamente, pero con fines de perpetuación; tanto como advierten que se verán judicializados por lo anterior sus miembros, forjándoseles vínculos con el narcotráfico y el terrorismo.

Ha lugar, así, a las rupturas constitucionales que conocen Venezuela (1999), Bolivia (2007) y Ecuador (2008), bajo experiencias constituyentes que repite, en 2022 y sin éxito inmediato, el Chile de Boric. El molde deconstructivo transita por la inflación de derechos humanos al detal, imposibles de ser tutelados eficazmente, ser dispersores de la unidad nacional, propiciadores de enconos, mientras se incrementa la actividad electoral para banalizarla. Es utilería de teatro.

Llegado el COVID-19, los causahabientes del marxismo dejan de calificarse como socialistas del siglo XXI. Abandonan los nichos históricos que recrearan para sustituir al Estado y a la nación (bolivarianos, martinianos, sandinistas) –los tachan ahora como desviaciones fascistas– y se asumen de progresistas. Forjan el Grupo de Puebla y endosan los objetivos deconstructivos del Programa de Desarrollo Sostenible de Naciones Unidas (Agenda 2030), y otra vez denuncian, en 2019, que, por defenderlos están siendo judicializados sus líderes. Hablan de LawFare o guerra judicial, y he aquí lo central.

El LawFare amalgama como nombre al grupo de juristas y constitucionalistas que sirven bajo las administraciones de Bush y Obama, y les hacen seguimiento a las decisiones de la administración Trump, en lo particular para frenar por vía judicial su Orden Ejecutiva 13.769 de 2017 sobre Protección de la Nación contra la Entrada de Terroristas Extranjeros en Estados Unidos. Esta la detiene un tribunal de apelaciones en sentencia que celebra el Grupo y no es ocioso hacer presente, al efecto, que el presidente español J. L. Rodríguez Zapatero –miembro del Grupo de Puebla, junto con Ernesto Samper (judicializado por la Suprema Corte a raíz del Proceso 8000, 1995)– impulsa en 2005 la Alianza de Civilizaciones, justamente para frenar el castigo de terroristas por USA a raíz del derrumbe de las Torres Gemelas.

A lo largo de este tiempo se hacen máximas de la experiencia la destitución de jueces sin fórmula de juicio y su sustitución, por abogados próximos al “autoritarismo electivo” de turno. Así pasó en Venezuela, en 1999, cuando Chávez controla para sus fines al Tribunal Supremo de Justicia, desde donde se decide siempre, en toda causa, a favor de los objetivos revolucionarios y deconstructivos. Antes, a partir de 1997, bajo el gobierno del presidente Fujimori en el Perú, ocurre la destitución de los magistrados del Tribunal Constitucional que buscaban impedirle su reelección. Y tal como luego lo hace Nicolás Maduro, Fujimori denuncia la Convención Americana de Derechos Humanos, para evadir sus controles.

La perpetuación en el poder usando con fraude y mendacidad al Estado constitucional de derecho, que toma cuerpo luego en la misma Venezuela (2007, 2013), en Honduras (2016), en Bolivia (2018), en El Salvador (2021), fue denunciada, sin eco, por la Comisión de Venecia (2018) y la Corte Interamericana de Derechos Humanos, buscando salvar el principio de la alternabilidad democrática (2021).

No es azar, entonces, el actual desconocimiento del orden constitucional y de las decisiones del Tribunal Supremo por los líderes catalanes independentistas en España, queriendo fracturar la unidad nacional; el choque del presidente argentino con la Corte Suprema de Justicia, por la condena de su vicepresidenta; la inestabilidad endémica en el Perú, que afecta la neutralidad e imparcialidad de la justicia; los empeños “destituyentes” en el Ecuador, animados por otro condenado, Rafael Correa; el despotismo iletrado de Nicaragua, donde hay absoluta ausencia de Estado de derecho; las prisiones políticas en Bolivia, y en Venezuela, donde igualmente fracasa la Transición constitucional hacia la democracia, mientras la comunidad internacional se neutraliza respecto de esta cuestión y exige que la legalidad se transe con la ilegalidad.

En fin, como el absurdo no falta, la Colombia de Santos sustituye la regla contra la impunidad de los crímenes de lesa humanidad para abrirle espacios a una «justicia transicional» que los perdona –y le gana el premio nobel– o la Colombia de Petro, quien predica que la criminalidad se acaba derogando delitos en el código penal, al igual que pugna abiertamente contra la Fiscalía y la Corte Suprema.

He allí, pues, la abierta judicialización de la política en Estados Unidos, morigerada u oculta tras los extremismos de su opinión pública, o el caso de Nayib Bukele en El Salvador, que divide voluntades. Dice haber acabado con la criminalidad destituyendo con su “mayoría parlamentaria” a la Justicia Constitucional, pues controlaba sus actos. Ha establecido verdaderos campos de concentración que muestra con orgullo, para encerrar delincuentes a los que detiene indiscriminadamente con ausencia de revisiones judiciales autónomas.

Y ahora, como lo hiciera Chávez en Venezuela, instruye directamente al Ministerio Público y ordena a los jueces despojar de sus patrimonios a los adversarios de su causa. Por si fuese poco, en México, el gobierno de Andrés M. López Obrador avanza una reforma constitucional para manejar la ingeniería electoral y modificar los patrones de la representación política, buscando perpetuar su dominio.

Lo preocupante, a todas estas, es que la agenda del Foro de Sao Paulo, la del Grupo de Puebla, y la de la ONU 2030, no hablan de la democracia –que no sea para deconstruirla desde adentro, apuntando hacia un estadio de posdemocracia– y menos le dan importancia al Estado de derecho. No cuenta para ellas. Acaso lo reducen a las ideas de paz, de justicia, y el tener instituciones «fuertes». A la justicia independiente la ven de elitista y prescindible, por no abonar a la deconstrucción cultural ni someterse al dictado de las mayorías y el populismo.

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España, en su hora agonal, por Asdrúbal Aguiar
Los españoles han votado, de forma determinante, por sus partidos históricos, el Partido Popular y el Partido Socialista Obrero Español (PSOE). Y esa es una buena noticia

 

@asdrubalaguiar

Las recientes elecciones generales, las decimosextas celebradas en España desde la promulgación de la Constitución de 1978, le ofrecen a Hispanoamérica, desde donde las observamos y no solo a la península, una oportunidad crucial y ejemplarizante; acaso única para la construcción de un nuevo modelo de consensos que mejor se mire en las realidades inevitables del siglo XXI y, a su vez, que logre salvar el patrimonio o las esencias del pensamiento judeocristiano y grecolatino que nos otorga identidad y que tantos golpes deconstructivos ha recibido en Occidente, a partir de 1989.

En una primera mirada, ajena al narcisismo digital como a los oportunismos y las trincheras del poder clientelar, los españoles han votado, de forma determinante, en un 64,75 % –según la fuente del NYT– por sus partidos históricos, el Partido Popular y el Partido Socialista Obrero Español (PSOE). Y esa es una buena noticia. Solo podrán entenderla como tal las mentes mejor amobladas de la política, que estén ejerciendo como políticos mirando a los ojos de los españoles de siempre y los del porvenir, hijos de la Hispania que supo negarse al Derecho divino de los reyes y optó por darse –lo recordaba Agustín de Argüelles en las Cortes gaditanas– reyes capaces de servir a sus gentes y que las mismas gentes pudiesen revocarles su mandato.

Es una buena noticia desde la perspectiva de nuestros países hispanos o iberoamericanos –incluyamos como dato ajeno, a la sazón, a Italia– donde los partidos históricos del siglo XX se han pulverizado.

Se transformaron en franquicias políticas al detal, por efecto de esa deconstrucción que impulsara el gran «quiebre epocal», cuando coinciden el final del comunismo o socialismo real, la apertura de la Puerta de Brandemburgo, y las revoluciones de lo digital y de la inteligencia artificial (IA). 

Los efectos los han sufrido el Estado moderno y la idea de la nación que le sirve a este como continente y contenido, durante ese ciclo de treinta años que se cierra con la pandemia de 2019. En nuestro caso, en el de los causahabientes americanos de España –hoy avergonzados de sus orígenes– ha sido el tiempo de la orfandad ciudadana, de la destrucción de memorias –quema de iglesias y derrumbe de la estatuaria colombina– en medio de esos arrestos adánicos predominantes en la población.

La lápida o acaso el cañonazo anunciador de otro ciclo histórico que bien puede abrirse en España, sea el aldabonazo la guerra de Rusia contra Ucrania en las puertas que nos separan a los occidentales del Oriente de las luces. ¿Serán capaces de mirar con ojo agudo y reposada conciencia el resultado electoral señalado los líderes del PP y del PSOE?

Salvo la mala copia o el rey desnudo, nada queda de lo que fuesen en Venezuela los pares de los partidos españoles, Acción Democrática y el Partido Social Cristiano COPEI. Son piezas de museo antropológico los partidos conservador y liberal colombianos, como los argentinos radical y peronista. Y también, justamente, la DC de Giulio Andreotti o el Partido Socialista de Bettino Craxi, modeladores políticos en Occidente desde la Segunda Gran posguerra.

Era y es explicable que, en un ambiente de desmaterialización social e institucional, en el que privan la inseguridad –al perderse las seguridades del Estado de derecho– y, de suyo, la rabia y el miedo colectivos, nuestros exciudadanos modernos hayan terminado como presas del mesianismo, el populismo, el tráfico de las ilusiones. Y así emergió, no de otra manera, el teatro fingido de democracia o posdemocracia, con catálogos inagotables de derechos imposibles de tutelar y elecciones que por rutinarias se han vuelto banales y sinsentido.

El mundo de las redes y el periodismo subterráneo, propalador de fake news, que reduce la política a los grupos de WhatsApp, ha servido y aún sirve de liberador de ansiedades; pero solo sirve para ello, pues sus algoritmos se construyen a partir de los sentidos, no le abren espacios a la razón. Le restan al usuario o internauta el poder de discernir, de escoger, de decidir. Y, repito, tras 30 años de deconstrucción en marcha, de “destapes” sin acotación alguna, las mayorías, después del COVID-19 y la guerra en Ucrania –que se inicia en 2014 y nos damos por enterados en 2022– parecen mostrarse agotadas, piden alcabalas de sosiego. Es eso, como lo creo, lo que indican los resultados electorales en España.

Poco o nada se recuerda que los Pactos de La Moncloa en algo bebieron del Pacto de Puntofijo venezolano, forjado en 1959, conocido a profundidad por el titán Manuel García Pelayo, treinta años antes del fin de la bipolaridad mundial y del inicio del agotamiento del sistema de partidos. En Caracas se forja la Constitución de 1961, inmejorable, la de mayor duración y que les diera a los venezolanos su modernización. Pero sus excelencias mal podían ocultar las insuficiencias para el tiempo nuevo, de allí el proyecto de reforma aprobado por la Comisión Bicameral que al efecto designó el Congreso de la República.

Sin embargo, los enconos y desafectos que emergiesen al calor del quiebre epocal señalado, la frenaron, para no darle mérito alguno a sus autores. La ruptura constituyente, el pecado original de 1999, por defecto hizo de Venezuela tierra arrasada.

El PP y el PSOE, por lo visto, están llamados a liderar juntos la forja de consensos sociales renovados tras la fractura de los afectos que domina en la escena política de la Madre Patria. Sin aquellos, el andamiaje del Estado y de la misma Constitución pierden toda fortaleza y los poderes del Estado medrarán prisioneros de los extremismos.

En la Venezuela de 1959, sus líderes, antes que gobernar se ocuparon de ponerle fin a la «saña cainita» para darle piso al orden constitucional que luego forjaron, sin mengua del antagonismo partidario indispensable y cuyo límite era ese, la responsabilidad de sostener la gobernabilidad y ejercer una gobernanza democrática sin mentiras ni traiciones.

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