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El miedo a Gómez

El miedo a Gómez, por elías pino iturrieta
Elías Pino Iturrieta
01/07/2020

Por la frialdad y el terror establecidos a sus anchas en la casa de gobierno, Gómez puede entrar sin vaselina, aunque de forma curiosa, en el cuadro de honor del pánico nacional. Foto original Revista Selecta, septiembre 2009 / Wikimedia Commons.

@eliaspino 

El 30 de junio de 1923 es asesinado Juan Crisóstomo Gómez, don Juanchito, hermano del jefe del Estado y vicepresidente de la República. Pasada una semana, un señor toca a solas el piano en la sala de su casa de Caracas, pero muere de repente porque sufre un infarto al miocardio. Un miembro del cuerpo represivo llamado La Sagrada ha trepado por la reja de la ventana que da a la calle, para averiguar quién perturba el duelo de la familia presidencial. Sorprendido por el inesperado oyente, el pianista cae fulminado por un síncope, es presa del pavor que domina a la sociedad y se marcha de prisa al más allá. En la serie que hacemos en Runrunes sobre el miedo en las sociedades occidentales, hoy toca el turno al que seguramente sea el mayor o el más emblemático de la sociedad venezolana.

Juan Vicente Gómez y el gomecismo se distinguieron por una ferocidad exhibicionista, como ninguna de las dictaduras anteriores y posteriores.

Los tormentos que administraron a sus enemigos políticos, o a cualquier adversario, fueron del dominio público. Los personeros del gobierno, en lugar de evitar su difusión, optaron por la libre circulación de los desmanes. Nadie ignoraba entonces los padecimientos de los presos abandonados en La Rotunda, o en Las Tres Torres, o en el Castillo de Puerto Cabello y en jaulas pueblerinas.

Se sabía de las torturas minuciosas, de la hambruna de los prisioneros y de los dolores del tortol. Un cautivo podía pasar una década “encortinado”, es decir, aislado en su ergástula sin sentir la luz del sol, y en la calle circulaba como moneda corriente la noticia de la atrocidad. Se conocía la identidad de los torturadores, quienes paseaban fuera de las cárceles sin que nadie los viera como sujetos abominables y apestosos. Eran parte del paisaje. Nadie podía calcular la duración de los pavorosos encierros porque no provenían de la sentencia de los tribunales, sino de  los caprichos de don Juan Vicente y su tribu, pero el detalle era apenas parte de los hábitos y lo rutinario siempre deja de llamar la atención.

La barbarie capaz de  impresionar a los lectores de nuestros días que acompañan a José Rafael Pocaterra en su libro sobre el calvario de La Rotunda, o que revisan las investigaciones de Jesús Sanoja Hernández sobre las víctimas de la resistencia de un sector de venezolanos ante la tiranía, formaba parte de la rutina de la época, de una costumbre tan tesonera de relacionarse con los asuntos públicos que debió dejar huella en sus sucesores.

En cada estado de la república marcaba las pautas de la vida un procónsul que hacía lo que consideraba oportuno para evitar erizamientos, sin que en las regiones parecieran insólitos los groseros mandarinatos. Sin que se advirtiera incomodidad ante el hecho de depender de sujetos dignos de repulsa como Eustoquio Gómez, Silverio González, Timoleón Omaña y  José María García, por ejemplo.

Debe recordarse que tenían a su cargo una policía doméstica integrada con predominio de tachirenses, llamados chácharos, la sanguinaria Sagrada. Cuando las “sagradas” recorrían las ciudades y los campos, la gente sentía el escalofrío que inspiraba la presencia del tirano y la autoridad de los mandones que reinaban con mano férrea en las provincias. Sabían que eran la antesala de las familiares prisiones, o del cementerio, y se postraban ante ellas como frente a los santos del altar.

El régimen de Juan Vicente Gómez coincide con la formación de la sociedad petrolera que afinca sus rasgos para iniciar un capítulo de  historia susceptible de mover la vida hasta la actualidad.

Es una hegemonía cruel de veintisiete años, que desde 1899 cuenta con el prólogo del autoritarismo de Cipriano Castro. La duración cronológica permite hablar de una influencia capaz de resistir el paso del tiempo para determinar la conducta de las generaciones posteriores, afirmación a la cual puede ofrecer crédito, pero también interrogaciones suspicaces, el hecho de que sea el aborrecible tirano uno de los personajes más visitados por el imaginario venezolano, una presencia constante de los anecdotarios pese a las evidencias de su malignidad.

Condecorado con las medallas de la fortaleza y la bonhomía por los intelectuales que lo adularon, obtuvo pasaporte para una muerte apacible y para una resurrección bienvenida. Un verdugo bondadoso que sale de la tumba para hacer excursiones por su hacienda, en suma. Preservado con maquillajes durante el período llamado posgomecismo, que comienza a partir 1936, después de la desaparición física del tirano, resulta difícil quitarle peso a lo que dejó como herencia a quienes intentaron salir de su pantano.

Desde el silencio del reinado de Gómez, los pianistas venezolanos se cuidan todavía de los conciertos caseros. De allí que “el hombre fuerte y bueno”, el “César democrático”, la figura de una estatua cuartelera en el Táchira, el tótem de Maracay, el personaje de un célebre parque de diversiones, el muñeco de artesanía que adorna miles de casas junto a la estampita de José Gregorio, el protagonista de una de las telenovelas con mayor sintonía en los últimos tiempos, pero también la frialdad y el terror establecidos a sus anchas en la casa de gobierno, pueda entrar sin vaselina, aunque de forma curiosa, en el cuadro de honor del pánico nacional.

La salida del gomecismo, por Luis Ugalde

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Los dioses del miedo

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