Estimado lector, en caso de no lo haya hecho, es momento de aceptarlo: nuevamente se ha subestimado la habilidad del chavismo para mantenerse en el poder. Esto es lo único que le interesa a la elite gobernante, aquello a lo que consagra absolutamente todos sus esfuerzos, lo cual indica en parte por qué Venezuela hoy es un desastre total. Entretanto, la oposición ha optado acertadamente por una estrategia que combina presiones interna y externa. Pero no ha logrado ser constante con la primera y se ha conseguido con obstáculos inesperados en la segunda, que es en la que me voy a enfocar.
La presión externa consiste fundamentalmente en sanciones internacionales impuestas por los gobiernos que favorecen la causa democrática venezolana, contra los cabecillas del régimen y sus fuentes de ingresos. La mayoría proviene de Estados Unidos, que es precisamente el que tiene mayor capacidad para presionar por esta vía, considerando el tamaño de sus mercados y sistema financiero, cuyo acceso las sanciones restringen. Empero, las sanciones no han sido tan efectivas como pudieran ser, debido, en primer lugar, a la falta de multilateralidad (otros gobiernos aliados de la oposición venezolana no han adoptado medidas similares) y, en segundo lugar, a la interferencia de un tercero severamente nocivo: Rusia.
Los politólogos Steven Levitsky y Lukan Way, en un maravilloso ensayo de investigación publicado en 2006, sostienen que la capacidad de una potencia para presionar a un Estado más débil en dirección hacia la democratización se ve coartada si otra potencia interviene a favor del régimen autoritario presionado. Eso es exactamente lo que Rusia ha estado haciendo, erigiéndose así en la máxima protectora del chavismo y cooperando con este para eludir las sanciones norteamericanas o minimizar sus efectos. Por ejemplo, manteniendo el flujo de exportaciones petroleras pese a que Pdvsa está penalizada por Washington. No digo que sea la única razón, pero estoy convencido de que es una de las principales por las que el régimen venezolano está a punto de cumplir un año resistiendo sanciones. Si bien la alianza entre el Kremlin y Miraflores no es cosa nueva y desde un principio cabía esperar que Vladimir Putin le echaría una mano a su beneficiario caribeño, a principios del año pasado la creencia generalizada (incluyendo la mía, lo admito), era que no llegaría tan lejos.
Hasta EE.UU., en boca del enviado especial del Departamento de Estado para Venezuela, Elliott Abrams, reconoció en declaraciones recientes que subestimaron la participación rusa en el tablero venezolano.
Ahora bien, cabe preguntarse por qué Rusia ha insistido tanto en respaldar al chavismo y mantener un pie en Venezuela. Después de todo, el trópico suramericano está bastante lejos de su zona de influencia en Europa Oriental y Asia Central. Hay diferentes explicaciones para esta conducta desde el punto de vista de distintas teorías de relaciones internacionales. Personalmente, me inclino por aplicar al caso venezolano los postulados de Kimberly Marten, politóloga e internacionalista, con especialidad en Rusia. Según Marten, la política exterior de los Estados en buena medida está determinada por la forma en que se ejerce el poder dentro de ellos mismos. En Rusia, dicho ejercicio del poder históricamente ha estado caracterizado por redes de clientelismo, mediante las cuales los gobernantes, para asegurar su estabilidad, actúan como patrones, protegiendo, a menudo de manera no transparente, los intereses de un conjunto de privilegiados que fungen de clientes. Estos a su vez reproducen el esquema con sus propias redes de clientelismo.
Es un fenómeno de orden político y económico que se remonta a los zares, perseveró durante la era soviética y sigue manifestándose hoy.
Putin, como parte de sus ambiciones por hacer de Rusia una potencia mundial, ha replicado el esquema en diversos puntos del globo, con regímenes clientes, casi todos ellos autoritarios. Un buen patrón es aquel que genera confianza demostrando que intercede a favor de sus clientes cuando ellos se sientan amenazados. Si no lo hiciera, los clientes no tendrían razones para confiar en el patrón. Eso no solo impediría a Rusia captar clientes nuevos allende sus fronteras, sino que además socavaría la confianza de los clientes de Putin dentro de la propia Rusia, lo cual pondría en entredicho su estabilidad.
De cara a unos Estados Unidos que ya no están tan dispuestos a hacer de “policía del mundo”, Rusia ha aumentado su influencia global y ha captado nuevos clientes, sobre todo en el Medio Oriente y el África Subsahariana. El régimen chavista, por desgracia, se ha vuelto uno de esos clientes. Tal vez Putin no tomó la iniciativa en este caso. Es probable que haya sido el chavismo quien, anticipando su aislamiento del mundo democrático, haya comenzado la aproximación.
Como sea, hoy figuran en la lista de protegidos de Moscú. Y, por las razones expuestas en el párrafo anterior, Putin puede llegar bastante lejos en la defensa de sus protegidos.
Veamos a Siria, el cliente ruso más prominente. La relación clientelar no es nueva. Se remonta a los años 60 del siglo pasado, cuando el “baatismo”, una suerte de panarabismo moderadamente socialista, llegó al poder en Damasco. Su antipatía hacia Occidente, sobre todo Estados Unidos, hacía de esta ideología una aliada natural de la Unión Soviética. La cooperación incrementó sobre todo luego del golpe de Estado de Hafez Al Assad en 1970. Ventas de armas, entrenamiento de soldados sirios en la URSS, el establecimiento de una base naval soviética en el Mediterráneo árabe (heredada por Rusia y aún ocupada), etc. Literalmente, el vínculo ya era cosa de familia cuando Assad murió en el año 2000 y lo sucedió su hijo, Bashar, el actual sátrapa de Damasco.
Cuando se desató aquella reacción en cadena que pasó a la historia como la Primara Árabe y tocó las puertas de Damasco, parecía que Bashar Al Assad sería el siguiente eslabón en romperse, luego de la caída de los déspotas de Túnez, Egipto y Libia. Pero ahí sigue el hombre, casi una década después. En vez de una revolución fugaz, Siria se sumió en una guerra civil que está entre los conflictos más cruentos y destructivos en lo que va de sigo XXI. Para 2015, el régimen de Assad controlaba más o menos un tercio del territorio sirio. El resto estaba en manos de la oposición armada y del grupo terrorista Estado Islámico. Sin embargo, en septiembre de ese año, Rusia, que hasta entonces se había limitado a apoyar a su cliente con asesorías políticas y bélicas, comenzó a intervenir directa y militarmente en la guerra civil, despachando un número limitado de tropas de tierra y, sobre todo, bombardeando desde el aire posiciones castrenses (y civiles) en zonas controladas por los rebeldes. También han hecho de las suyas en Siria los paramilitares del llamado Grupo Wagner (empresa de mercenarios cercana a Putin y a las Fuerzas Armadas rusas).
A partir de 2017, las fuerzas leales a Assad comenzaron a recuperar buena parte del territorio perdido. Hoy, controlan aproximadamente dos tercios del país. Si bien ello obedece a diversos factores, incluyendo la pérdida para el Estado Islámico de todo el territorio en sus manos gracias a la ofensiva de Estados Unidos y sus aliados, la intervención rusa fue un factor crucial cambiando la suerte de la dictadura en Damasco. No hay que ser un Napoleón para saber que las guerras suponen gastos millonarios para quienes las emprenden. Además, reportes extraoficiales indican que cientos de rusos (entre soldados formales y paramilitares) han muerto en Siria.
Pero, a pesar de estos costos, Siria es hoy una suerte de protectorado militar del Kremlin. Todo indica que Assad, el cliente satisfecho, no tendrá por lo pronto el mismo destino de otros tiranos en el Medio Oriente.
Mi propósito con este relato es demostrar que, cuando se lo propone, el Kremlin es capaz tomar medidas extremas para proteger a un cliente. No pretendo de ninguna manera asegurar que exista la misma disposición para proteger al chavismo. Como sea, entre los retos de la oposición venezolana y sus aliados internacionales en 2020 está lidiar con el patrón de Miraflores.
@AAAD25