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El límite ético de la adaptación empresarial
La empatía no puede ser un cheque en blanco. Sí hay límites éticos para la adaptación del empresariado al orden político chavista mientras el liderazgo opositor encuentra cómo cambiar las cosas

 

@AAAD25

Hace algunos años, cuando se volvió evidente que el chavismo no reconocería realmente el triunfo aplastante de la oposición en las elecciones parlamentarias de 2015, llegué a la tétrica conclusión de que lo que había en Venezuela ni siquiera podía ser considerado un “régimen híbrido”, un “autoritarismo competitivo” o cualquiera de esas categorías intermedias que la ciencia política ha designado para la zona gris entre la democracia y la dictadura. Lo que desde entonces hay en Venezuela es inequívocamente un régimen autoritario a secas, donde la disidencia a la elite gobernante está severamente limitada y su acceso al poder, aunque sea el deseo de una inmensa mayoría ciudadana, bloqueado.

Esa premisa me llevó a pensar en tres formas posibles en que cada venezolano podía lidiar con la situación, habida cuenta de que el deterioro político vino acompañado de una debacle económica y social de proporciones abismales. En primer lugar, la huida a otras tierras en busca de una vida decente. Esa fue la decisión de siete millones de compatriotas que han atravesado selvas, montañas y desiertos, todos plagados de peligros. Luego tenemos la resistencia continuada, pese a los riesgos para la libertad personal, la integridad física y hasta la vida. Esta es la opción por la que menos personas se han decantado, lo cual expone el hecho de que la desmovilización política de las masas ha sido la norma, casi ininterrumpida, desde la supresión de las protestas de 2017. Por último, tenemos la alternativa que, al contrario, ha contado con la mayor adhesión de gente: la adaptación. O sea, resignarse a que el chavismo gobierne hasta quién sabe cuándo y tratar de sobrevivir, o incluso prosperar, en un entorno tan difícil como Venezuela hoy.

Pero resulta que hay dos formas de adaptación. Una supone el desentendimiento total o casi total de la política, para dedicación exclusiva a actividades privadas. La otra, en cambio, contiene distintas aproximaciones al orden político chavista, sin tratar de perturbarlo de ninguna manera. Esta manera de proceder ha producido toda una controversia ética. Para muchos venezolanos, es moralmente inaceptable tratar, como no sea para intentar ponerle fin, con un gobierno que desmanteló la democracia y el Estado de derecho, permitió que el país cayera en una catástrofe humanitaria y tiene una investigación abierta en la Corte Penal Internacional por gravísimas violaciones de derechos humanos.

Me gustaría encauzar el tema por un trayecto que, a mi juicio, no ha sido explorado de forma satisfactoria. Dado que todos los venezolanos que seguimos en el país tenemos que “colaborar” de alguna forma con el gobierno (empezando por cada vez que hacemos una compra y pagamos IVA), cabe preguntarse, ¿es inevitable para cierto tipo de entidad la interacción cordial con el régimen? La respuesta, aunque parezca tosca y burda, está en el tamaño. Me explico. Si algo no le falta al chavismo es voluntad de poder, tal como la definió Nietzsche (o algunos exégetas de Nietzsche que lo ligan con el darwinismo social). Su deseo de ejercer el poder es tal, que no se permite compartirlo con nadie. Cualquier posible fuente alternativa de poder es vista como una amenaza que pudiera en última instancia limitar considerablemente el poder propio, junto con el placer derivado, o hasta eliminarlo por completo. Entonces, aquellas asociaciones civiles “más grandes”, con mayor influencia en el público, son vistas con especial recelo desde Miraflores, en cuyos pasillos surge una necesidad de someterlas.

¿Pueden acaso resistirse a ese sometimiento? Sí, pero con los ya aludidos riesgos inmensos que acarrea la resistencia. Riesgos que nadie está dispuesto a asumir en solitario. Solo cuando haya una posibilidad creíble de cambio político que contrarreste las amenazas de la elite gobernante, puede uno esperar que estas organizaciones de la sociedad civil asuman una postura de desafío. Y como generar tal posibilidad en última instancia es un deber que recae en la dirigencia opositora, pues mientras esta no sea capaz de hacer tal cosa (no ha sido capaz desde hace años, hay que decir) veremos en el resto de la sociedad apretones de manos con los jerarcas del chavismo y demás gestos que tanta repugnancia generan en algunos paisanos. No creo que los que hacen estas cosas se hayan olvidado de lo que el chavismo le hizo al país. Sencillamente ven, de momento, que la única alternativa es la aniquilación.

Llego así a aquella parte de la sociedad civil que me interesa hoy, y pido disculpas por la demora, aunque no haya divagado: las grandes empresas, agremiadas en entes como Fedecámaras, Consecomercio, Fedenaga, Conindustria, etc. Su evolución es particularmente ilustrativa del presente planteamiento. En febrero de 2019, Fedecámaras le abrió las puertas de su sede a Juan Guaidó, dándole el trato de “presidente encargado” que toda Venezuela fuera del chavismo le estaba dando. Claro, había entonces la sensación de que el cambio político estaba a la vuelta de la esquina. Luego de que quedara claro que eso no iba a suceder, hubo un giro de 180 grados. Ahora el presidente de Fedecámaras se entrevista alegremente con Nicolás Maduro. Delcy Rodríguez es una habitué en las reuniones gremiales. Y los directivos de estas organizaciones se la pasan declarando a la prensa sobre una relación positiva con el gobierno con el propósito de lograr impulsar el desarrollo económico. Brilla por su ausencia cualquier objeción a la falta de Estado de derecho, esencial para el estímulo a la inversión, por no hablar de otras aberraciones poco o nada vinculadas con la economía.

Si somos benevolentes en nuestro juicio a este entendimiento, podemos decir que los empresarios no tienen opción. Que operar en el entorno venezolano los obliga a estar en buen término con el gobierno y eso a su vez supone evitar cuestionar las pretensiones del mismo. Podemos decir también que, cuando escogieron a qué dedicar sus vidas y qué aportar a la sociedad, estos señores no decidieron ser políticos ni activistas. No están obligados entonces a tomar la iniciativa para corregir lo que esté mal con el gobierno. Su contribución consiste en bienes y servicios, cuya prestación requiere, insisto, un grado mínimo de trato con quienes controlan el país.

Pero aquella empatía no puede ser un cheque en blanco. Sí hay límites éticos para la adaptación del empresariado al orden político chavista mientras el liderazgo opositor encuentra cómo cambiar las cosas. Lo único que puede quizá exonerar de repudio la tesis de la cordialidad por necesidad es una estricta neutralidad política. Al momento en que los empresarios violan esta neutralidad, asumiendo como propio el discurso oficialista, cruzan una raya literalmente roja.

¿Et tu, Fedecámaras?

¿Et tu, Fedecámaras?

Es el caso cada vez que culpan a las sanciones internacionales sobre el régimen por el desempeño paupérrimo de la economía venezolana. Una cosa es criticar el daño colateral que han tenido las sanciones por overcompliance y otra muy distinta es decir que son las responsables de la crisis, cuando todos los indicadores macroeconómicos muestran un pico en el descalabro anterior a la implementación de estas medidas. Una cosa es exhortar a que se busquen formas de que las sanciones no perjudiquen a quienes no son su objeto y otra es exigir que sean eliminadas en su totalidad, sin ninguna concesión política por parte de la elite gobernante. Eso es pedir que el gobierno vuelva a tener acceso irrestricto a los activos de la República, con toda la opacidad y arbitrariedad que lo han caracterizado. Es volverse un agente de mezquindades que arruinaron al país para el beneficio de unos pocos.

Y si estas consideraciones deontológicas no conmueven a unos hombres y mujeres de negocios, tal vez otras, utilitarias y más afines a inquietudes capitalistas, sí puedan. Invitar a la restauración del flujo no obstaculizado de petrodólares a las arcas gubernamentales y al control irrestricto de los bienes de la República por la elite chavista puede ser la pala con la que el sector privado cave su propio sepulcro. Porque un gobierno con bolsillos nuevamente llenos, que no necesite lo que queda de empresa privada para mantener el país fusionando a medias y que se genere algo de riqueza, pudiera retomar lo peor de las políticas económicas cuasi estalinistas que estrangularon el aparato productivo la década pasada. La peor pesadilla para todos fuera de la camarilla escarlata. Algo muchísimo peor que la voracidad fiscal que es la única queja que los empresarios hoy lucen dispuestos a manifestarle al Estado, pero que es la forma que el chavismo ha hallado para cobrar su tajada de recursos y seguir teniendo con qué distribuir entre quienes lo mantienen forzosamente en el poder, en medio de las sanciones y la ruina de Pdvsa por años de saqueo.

No se puede contribuir con la recuperación de Venezuela si, para el momento en que las condiciones políticas lo permitan, no se está presente. Hay que sobrevivir. Pero si los empresarios creen que pueden usar esa carta para evadir cualquier juicio moral, hallarán que, si se les va la mano con la intención de llevarse bien con el gobierno, no solamente les acarreará el rechazo que se proponen evitar. También, paradójicamente, contribuirán con su propio deceso.

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