Los señalados no son expuestos como políticos incursos en los delitos característicos de quienes hacen vida en los Estados verdaderamente republicanos (delincuentes comunes de la política, pudiera llamárseles), sino como algo muchísimo peor: conspiradores, desestabilizadores violentos, terroristas. En fin, como enemigos en una guerra.
La lucha contra la disidencia deja de ser axiológica, como en cualquier sociedad democrática, y se vuelve existencial. Es decir, la plena realización de una forma de pensamiento requiere la aniquilación del pensamiento opuesto. O mejor dicho, de los pensamientos opuestos, porque toda filosofía puede ser cuestionada desde diferentes perspectivas, pero si dicha filosofía se blinda con un poder totalitario, no admite ninguna de estas críticas.
“Solo nosotros podemos recuperar la economía”. “Solo nosotros podemos ponerle fin a la violencia criminal. “Solo nosotros podemos garantizar la prosperidad y felicidad del pueblo”. Por descaradas que sean, estas expresiones se han vuelto muy comunes desde las tarimas rojas. Su contraparte necesaria es una oposición a la que no se le puede permitir bajo ninguna circunstancia ni una parcela de poder. Por esa “tara burguesa” que son las elecciones libres, la cosa complica y hay que moverse por aguas más turbias. Si los adversarios ganan una gobernación, se monta otra paralela para el mismo territorio con autoridades nombradas a dedo; si logran la mayoría en la Asamblea Nacional, esta es anulada con sucesivos pretextos judiciales que escandalizan a cualquier jurisperito con el cuello libre de la cadena ideológica. Y si el riesgo es demasiado grande, sencillamente, como ahora, se suspende indefinidamente el derecho al voto. Más que eliminación física del contrario se trata de su eliminación como elemento de poder.
Quien así procede espera una reacción, y es entonces que debe activarse el aparato represivo para evitar cualquier protesta demasiado subida de tono. Para justificarlo, todas las formas de oposición son amalgamadas en una entelequia perversa: la “derecha”, inherentemente violenta, excluyente, apátrida, vendida a los intereses extranjeros, clasista, racista, machista y un largo etcétera.
Este maniqueísmo de “buenos en el poder y malos fuera de él” fue uno de los soportes morales de la doctrina de la seguridad nacional, a su vez fundamento de las dictaduras militares sudamericanas de los años 60, 70 y 80. En Brasil, Argentina, Chile, Uruguay, Paraguay y Bolivia, las Fuerzas Armadas reclamaron para sí el papel de garantes únicos del orden ante una amenaza: los diferentes movimientos de inspiración marxista. Estos fueron los enemigos internos que había que arrancar de raíz, sin importar cuanta sangre hubiera de por medio.
Es cierto que en estas naciones había grupos comunistas armados y que algunos de ellos, sobre todo en Argentina y Uruguay, fueron responsables de atroces actos de terrorismo. Pero la garra militar amplió su alcance de manera tal que todo aquel con simpatías activas hacia la izquierda era un blanco potencial. Las consecuencias fueron los miles de encarcelados, torturados, desaparecidos y asesinados.
Como los militares tenían el sagrado deber de hacer la guerra a los apátridas ñángaras, entregados todos a Moscú y La Habana, cualquier cuestionamiento a su poder y acciones introducía igualmente en el rango de enemigos a su autor. También los opositores no marxistas-leninistas, desde democristianos hasta socialdemócratas, sufrieron por eso el yugo de la tiranía uniformada. Menos que el enemigo público número uno, cierto, pero lo padecieron en fin.