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19 de Abril de 1810

Víctor Maldonado C. Abr 19, 2020 | Actualizado hace 3 semanas
Caracas en aparente rebeldía

@vjmc 

En casa dividida lo seguro es la ruina

Fernando VII, el rey borbón de principios del siglo XIX, nunca la tuvo fácil. Tal vez cosas de la época, de su propia personalidad y la de su padre Carlos IV. No hubo entre ellos una sucesión natural, esa que ocurre al morir el rey y le sucede su hijo, sino que ocurrieron conjuras, abdicaciones, rendiciones, perdones exigidos y obligados por las circunstancias, y de paso la circunstancia más turbulenta de ese siglo en toda Europa: la presencia invasora de las fuerzas de Napoleón Bonaparte, quien toma España aprovechando la debilidad de una dinastía víctima de contradicciones endogámicas y de la debilidad de carácter de quienes querían reinar, pero no gobernar.

No debe haber sido fácil para los súbditos españoles de aquel entonces ver cómo en una ciudad francesa, Bayona, ocurrieron en un solo día (7 de mayo de 1808) las abdicaciones seriales de Carlos IV y su hijo Fernando VII a favor del emperador de los franceses, que gobernó por intermedio de su hermano hasta marzo de 1814. Obviamente los hechos políticos no ocurren de súbito. Antecedentes, procesos, cálculos estratégicos, delaciones, traiciones y la mirada aterrada ante el prestigio del más importante general de la época, probablemente se confabularon para provocar este interregno que interrumpió la placidez del dominio imperial sobre las américas que había durado más de trescientos años. En política, los espacios de debilidad son tomados por la fuerza por quienes exhiben mayor capacidad de dominio.

Los vacíos de poder se llenan

Los españoles nunca reconocieron al usurpador. Pepe Botella, así apodado, se vio rápidamente competido en términos de legitimación y legitimidad por una sucesión de cuerpos colectivos que se decían representantes de los derechos del rey Fernando VII, cautivo en Francia. Las más representativas fueron el Consejo de Regencia y las Cortes de Cádiz, que se instalan entre enero y septiembre de 1810, siempre con el asedio de las contradicciones internas y la persecución del ejército invasor.

Para la época Caracas era una ciudad de unas cuarenta mil almas. Las noticias no llegaban tan rápido, pero poco a poco fue siendo evidente que algo estaba pasando en la metrópoli. Los mantuanos tenían años inquietos. La conspiración fallida de 1808 ya dejó entrever la confusa posición en la que se mantenían. Todos, por supuesto, juraban a viva voz lealtad a su rey, de quienes querían ser los protectores de sus derechos dinásticos, pero todos tenían otras pretensiones. Francisco de Miranda se había convertido en un gran instigador, cuyas cartas caían en saco roto porque todavía en aquella época pesaban mucho las diferencias entre los grupos sociales, y los mantuanos no iban a endosar sus proyectos a alguien que no fuera uno de ellos. Había mucho ruido y a la vez mucha sordina, pero de alguna manera se intuía que los franceses seguían avanzando hasta cercar cualquier iniciativa que le significara competencia.

La mentira nunca es secreta

Vicente de Emparan y Orbe, a la sazón gobernador y capitán general de la provincia de Venezuela, trataba de morigerar la situación. Sabía de la inquietud conspirativa de los principales de la ciudad. El 2 de abril fue delatada la conspiración de la Casa de la Misericordia, pero el gobernador, por lo visto muy seguro de sí mismo, mandó a confinar en sus haciendas a los involucrados, entre los que estaban los hermanos Bolívar. “No pasa nada en España. Aunque no he recibido noticia alguna en los últimos dos meses, no tenemos por qué asumir lo peor”. Y así lo mandó a reproducir en la Gaceta de Caracas del 13 de abril. Pero al día siguiente llegó a Puerto Cabello un buque español con noticias contrarias. Sevilla fue tomada por los franceses, la Junta Suprema de España fue disuelta y se ha creado un nuevo Consejo de Regencia.

También llegaron a Caracas tres heraldos de ese consejo de regencia con copia de una alocución que ese cuerpo había dirigido a los españoles de América en ocasión de la convocatoria de las Cortes de Cádiz: “Desde este momento os veis elevados a la dignidad de hombres libres… vuestros destinos están en vuestras manos”. Emparan seguía jugando al secretismo. Dijo que había recibido información muy importante de España, pero no soltó prenda. Sin embargo, fue inútil. A partir del 18 de abril todo fueron reuniones para planificar la constitución de una Junta en Caracas. Al día siguiente era Jueves Santo, día idóneo porque el capitán general tenía que ir junto con el Cabildo Municipal a la catedral. No había arzobispo en la ciudad desde la muerte de Francisco de Ibarra. Así es el destino, porque esa circunstancia permitía un mayor protagonismo a los cuadros intermedios, como el canónigo de la catedral caraqueña José Cortés de Madariaga. Otro sacerdote ganado para la causa era Francisco José Rivas, hermano de un agitador de calle llamado José Félix.

Camarón que se duerme…

Emparan nunca se lo creyó. Más bien parecía tranquilo. Y mira que le llegaban evidencias sobre la actitud revolucionaria de los mantuanos en coalición con los pardos. Pocos españoles seguían siendo leales a las instituciones tradicionales de la Corona, mientras que la mayoría estaba maniobrando la situación para asumir el poder, y quién sabe, lograr la independencia. Para ello, lo primero era implantar otra referencia para la cual sobraban los gobernadores y capitanes generales. El 19 de abril todo estaba cocinado. La revolución había tomado un curso irreversible con el que obviamente no podía tener nada que ver quien había sido designado por el rey para gobernar en su nombre. No valieron argumentos. Emparan se retira al ver inútil mayores esfuerzos, pero en el camino aprecia a una ciudad amotinada y, lo que resultó peor, unas fuerzas militares en franca rebelión. Solo le quedaba su auctoritas y la apelación a la ciudad. ¿Quieren que siga mandando? El canónigo sirvió de guionista para un no rotundo que, sin embargo, tuvo su momento de vacilación. Todos sabían que estaban deponiendo al rey aun cuando decían que iban a proteger sus derechos.

En el acta que se redactó el mismo día consta la impronta revolucionaria: el gobernador y capitán general, el intendente del Ejército y Real Hacienda, el subinspector de artillería y el auditor de Guerra, así como la Real Audiencia, quedaban privados de mando que ejercían, a la vez que se suprimían todas esas instituciones. Como siempre, el pueblo inconsciente de sus propios haceres, ante la lectura pública del documento, gritó “Viva nuestro Rey Fernando VII, nuevo Gobierno, Muy Ilustre Ayuntamiento y Diputados del pueblo que representan”. Ese era el grito, sin embargo, poco a poco los revolucionarios comenzaron a cantar otras estrofas invitando a que todo el continente siguiera el ejemplo que Caracas dio. Obviamente este solo era la parte inicial de un principio que a la larga resultó borrascoso.

Epílogo o moraleja

Hace doscientos diez años ocurrieron cosas importantes. Luego de trescientos años de dominación la metrópoli lucía exhausta, carente de hombres de estado y víctima de las contradicciones de una dinastía que sufría los efectos de su propia degradación. La virtud de aquellos venezolanos fue ver la oportunidad y tomarla a pesar de todos los riesgos que ello significaba, y que al final los arrasó también a ellos.

Coincido con Mariano Picón Salas cuando señala que “hubo en ese momento del siglo XIX un potente núcleo de suramericanos que, contra todo designio, pusieron cerebro y corazón animoso para que empezásemos a ser dueños de nuestro propio destino nacional. Pero esa lucha no se cerró en Ayacucho; es proeza que revive contra peligros y armas distintas en cada generación”.

Doscientos diez años después los venezolanos vivimos un momento muy oscuro. Nuestros héroes han sido convertidos en fetiches del mal, invocaciones satánicas que se nos imponen para reducirnos a esta servidumbre tan brutal. Nuestros himnos son ahora un canto contrario a lo que alguna vez significaron. Nuestros panteones han sido profanados y nuestra historia tergiversada. Por eso vale la pena hacer homenaje a ese momento y a esa sensación de atrevimiento, ruptura, desafío y coraje que esa generación de venezolanos nos dejó como legado.

Nuestro país no comenzó con Chávez, ni la historia contada por el socialismo del siglo XXI tiene que ver con lo que ocurrió en realidad. Por eso, el 19 de abril deber servirnos a todos para abrir de nuevo un libro y con la curiosidad del caso volvernos a reencontrar con lo que realmente ocurrió, cuando la palabra libertad comenzó a balbucearse con todas las imperfecciones del primer aprendizaje hasta llegar a ser lo que es hoy, de nuevo una aspiración que inspira porque nos sabemos ajenos a ella, y porque tenemos claro que su reivindicación será el objetivo de nuestras próximas batallas.

 

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Las premisas de la nación venezolana, por Asdrúbal Aguiar

EN ORDEN A LOS PRINCIPIOS QUE PERFILAN A VENEZUELA como nación y no los anulan las circunstancias de la usurpación que hoy sufre, es de recordar que el Acta del Ayuntamiento de Caracas que proclama su emancipación, el 19 de abril de 1810, hacer constar que quienes la suscriben, en primer término, el renunciante Capital General Vicente de Emparan, reivindican los “derechos de la soberanía… conforme a los mismos principios de la sabia constitución primitiva de la España…”.

Inhábil y comprometida como se encuentra la Junta Suprema de Gobierno que deja instalada en Madrid el rey Fernando, en 1808, una vez como viaja a Bayona el 10 de abril, luego del levantamiento del 2 de mayo contra los invasores franceses las provincias españolas se abrogan, cada una de ellas, el ejercicio de la soberanía en atención al vacío de poder creado. Establecen juntas locales, un “conglomerado de ciudades-estado y provincias autónomas gobernadas por juntas de notables”.

Aun admitiéndose que no hay homogeneidad entre tales Juntas soberanas, destacan dos justificaciones de interés común para la valoración del camino que recorre la Junta de Caracas. Los murcianos, en proclama de 20 de junio de 1808, se preguntan por las abdicaciones de los monarcas y concluyen: ¿Las abdicaciones han sido voluntarias? Y aun cuando lo fueran, ¿los Reinos son acaso fincas libres, que se dispone de ellos sin la voluntad general legítimamente congregada?”.

A juicio de los actores del 19 de abril, “el derecho natural y todos los demás dictan la necesidad […] de erigir en el seno mismo de estos países un sistema de gobierno que supla las enunciadas faltas, ejerciendo los derechos de la soberanía, que por el mismo hecho ha recaído en el pueblo, conforme a los mismos principios de la sabia constitución primitiva de la España, y a las máximas que ha ensenado y publicado en innumerables papeles la junta suprema extinguida”.

“Entre los pueblos y el jefe de su Gobierno hay un mutuo contrato al cual, si contraviene alguna de las partes contratantes puede la otra separarse justamente. No es necesario manifestar la verdad de esta proposición –explican los integrantes de la Junta caraqueña– analizando menudamente los principios de este establecimiento social y sólo basta dar un recuerdo sobre la antigua Constitución española, sobre la fórmula del memorable y sagrado juramento de Aragón y, lo que, es más, sobre la de aquél con que los Centrales recibieron la investidura de representantes y jefes de la nación el 25 de septiembre de 1808”.

“Vínculos más estrechos –continúa el relato– ligaban a la nación con el anterior gobierno y todos se rompieron cuando, abandonada de sus autoridades, se rescató a sí misma de las manos de un usurpador extranjero y empezó a existir de nuevo”.

Dos conceptos presiden, así, a la Primera República de Venezuela durante su gestación: el de la patria y el de libertad. “La Patria no es el Rey, el Gobierno o la Constitución; estos no son más que el modo en que ella existe. La Patria es la congregación de hombres que viven bajo un mismo gobierno, sujetos a las mismas leyes y siguiendo los mismos usos y costumbres”, afirman los integrantes de la Junta.

“La Patria, pues, es un todo, cada ciudadano es su parte integrante, y como tal comete un crimen en considerarse un momento separado de ella. El hombre de bien no debe temer otro daño ni desear otra utilidad, que lo que perjudique o favorezca a su patria a quien es deudor de todo cuanto tiene”, finalizan.

En cuanto a la libertad, la Junta Gubernativa de Caracas la aprecia como “el derecho que tiene el ciudadano de hacer todo aquello que no le prohíben la religión, la moral y las leyes de su país. Toda obediencia que pase de estos límites es una esclavitud; pero la facultad ilimitada de hacer todo cuanto le pidan sus pasiones las más desordenadas, no es libertad, sino un abuso monstruoso que jamás ha existido en ningún estado que se considere al hombre”.

No cabe duda en cuanto la inspiración escolástica de tal declaración, que no es extraña al pensamiento liberal dominante, también expresado desde España por los constituyentes de Cádiz de 1812.

Reivindican para sí los abrilistas caraqueños el darle forma al ejercicio de la soberanía nacional a través de voto de todos los hombres libres de su distrito capitular. Y como testimonio de su primera vivencia democrática realizan la elección de doscientos treinta representantes para integrar el congreso electoral que logra reunirse el 8 de noviembre de 1810 y a fin de elegir, a su vez y en segundo grado, los diputados de dicho partido capitular que han de hacer parte del Congreso Nacional previsto a constituirse en las Provincias de Venezuela; “los primeros representantes de la América Meridional y … el Nuevo Mundo”.

En el acta que recoge tan significativo testimonio – nuestra partida de nacimiento – se dejan constancia de los valores que la presiden: la libertad civil, la seguridad individual, la dulce fraternidad, el sentimiento de nuestra propia fortuna, el vivo deseo de perpetuar nuestra felicidad.

Soberanía del pueblo, autonomías políticas para la participación, amor y lealtad a la patria, libertad responsable, democracia de representación, son, en suma, los ejes que nos dan especificidad como discípulos de la cultura occidental e hispana, macerados a lo largo de 5 siglos.

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