Intentos fallidos - Runrun
Sebastián de la Nuez May 23, 2023 | Actualizado hace 2 meses
Intentos fallidos
Esta nota surge a partir del libro de Carlos Blanco, Gran marcha hacia el abismo (Kalathos Ediciones, Madrid, 2023) y de una certeza: no habrá una novela total que encierre ese abismo en sus páginas; la obra magna acerca del pueblo que desesperó de su democracia y la dejó perder en manos de un golpista será siempre elusiva, inabarcable.
Esta que se reseña tiene los méritos de la ficción descarnada que viene del desasosiego y se dirige al cinismo, recrea la búsqueda épica del paraíso por las cloacas del infierno

 

@sdelanuez

Lo primero que debe decirse sobre Carlos Blanco es que es el cerebro tras la candidata María Corina Machado. Ambos comparten, entre otras ideas, una certeza muy llevada y traída por estos días: el actual CNE no es apto en absoluto para organizar unas elecciones primarias de la oposición, y sanseacabó.

Pero Carlos Blanco no se ha conformado con su rol de asesor político de quien podría suceder ―por qué no― a Nicolás Maduro en Miraflores. Ha querido convertirse en escritor. Un escritor literario con todo lo que ello trae consigo. El primer producto de esa determinación es una novela, como mínimo, interesante: Gran marcha hacia el abismo. Fue presentada oficialmente en Madrid el pasado 4 de mayo y en el acto se encontraban, entre otras preclaras figuras de la vida venezolana fuera de Venezuela, Diego Arria, Antonio Ledezma y Miguel Henrique Otero, además de un tal Sebastián de la Nuez a quien el editor David Malavé, vaya usted a saber por qué, encargó decir unas palabras sobre los valores literarios del libro, ya que Ledezma y Otero tocarían aspectos más bien políticos.

Esta nota es, entonces, versión revisada de tal intervención.

Debe decirse algo de entrada sobre la obra, de unas 370 páginas de envergadura: revela, pone en juego, las herramientas de alguien que maneja el oficio de narrar. Aun cuando lo primero que hizo Carlos Blanco, al final, cerrando el acto, fue contradecir la idea de que quien escribe el libro es un Carlos Blanco escindido o demediado, es decir, un tipo que hasta ahora había permanecido agazapado bajo el caparazón del otro Carlos Blanco, debo insistir en ello: es lo único que puede explicar el salto del director ejecutivo de la Copre (Comisión Presidencial para la Reforma del Estado, creación de Jaime Lusinchi en los años ochenta) a este otro que abre las vísceras de gente reconocible, sacando pus, caca y restos de un preservativo roto. Por crudo que suene.

El otro Carlos no hubiese sido capaz de esto. El otro, que uno conoció atildado, institucional, preclaro, circunspecto y empeñoso, andaba con pinzas tratando de salvar al país de lo que sin duda sobrevendría si no se hacía algo. Pero esa del antiguo Carlos en medio de lo que pudo haber sido y no fue, es otra historia. Aunque sea la misma.

***

Ahora, después de viejo o poco antes de serlo, escribe novelas porque dice que no hay mejor forma de contar una realidad tan esperpéntica como la venezolana; o sea, que ningún instrumento narrativo puede con eso excepto la novela. Cosa perfectamente plausible; la dibujó hace años el ensayista marabino Miguel Ángel Campos cuando escribió que, si la realidad que nos toca en suerte resulta más desquiciante que cualquier ficción, debe abordarse «desde los intentos parciales y, en consecuencia, fallidos; es la única posibilidad de reconocerla desde dentro».

Esa de Campos es una verdad como un templo. Desde hace tiempo, algunos se han preguntado, en tono de reclamo, dónde está esa gran novela venezolana de estos tiempos, la que debe recoger el summum de la debacle, la postración del pueblo, la oscura deriva del populismo militarista. ¿Dónde, ah? Hay quienes esperan por la Cien años de soledad venezolana, o aluden como referente La guerra del fin del mundo con el protagonismo de un Conselheiro de verruga y bemba.

No, no la habrá. Habrá, desde luego, estos intentos dispersos por atrapar esa realidad: tal vez parezcan atrabiliarios o fallidos, pero eso es lo que hay. Claro, tales intentos fallidos podrán ser, en su limitada medida, lúcidos y entretenidos. Con esas dos virtudes bastará. Gran marcha hacia el abismo se detiene, a trechos, en el «rascabucheo». Eso es, rascabucheo puro y duro, solaz esparcimiento criollo que te afloja las alcabalas morales. Esa manera un poco obscena de ponerse pesado, pasarse de la raya, magrearse en público. En fin, esa cosa medio adeca o medio cuartelaria. Gran marcha hacia el abismo no pretende escapar del rascabucheo sino, antes bien, hacer crónica escarnecida del poder hermanado al rascabucheo. De eso trata esencialmente la novela: poder sin gloria, poder y banalidad, poder e idiosincrasia. Poder y bragas. Poder desnudo que huele feo.

Comienza con un individuo metiendo su pistola Glock en la gaveta derecha de su escritorio. Ese individuo es fiscal general de la República, antes fue guerrillero y asaltante de bancos. La novela se nutre de personajes que contienen rasgos sumados, el autor los ha entresacado de protagonistas reales de la historia reciente. Materia prima del país que hemos sido y seguimos siendo (esta no es una novela de marcianos).

Ese guerrillero reconvertido en juez gracias a la democracia, ¿será acaso un poquito Clodosbaldo Russián? Ese José Virgilio Pérez-Torreja que se ha inventado Carlos, casi tan hipócrita como José Vicente Rangel y de esfínteres relajados, ¿no sigue allí de cuerpo presente en la Venezuela de 2023? Una frase retrata a José Virgilio y a José Vicente a la vez, qué casualidad: «El principal capital de la revolución somos sus dirigentes y los recursos empleados en nuestro bienestar es inversión en la revolución».

***

Todo, todo, escrito por otro Carlos, el intruso agazapado que ha estado estos años tomando nota mientras el primer Carlos, ajeno y algo azorado ante las circunstancias de su país, trabajaba como un descosido porque tal vez así alejaba sus fantasmas. Si un autor no es capaz de disociarse, sus personajes serán de palo, se disolverán en la nada, vendrán cortados por la misma tijera. Se colige que Carlos amaneció disociado un día y el intruso o advenedizo se puso a escribir. Tenía antecedentes de periodista, por cierto, en la revista Primicia. En esa ocasión, ya asomado el otro Carlos, entrevistó al ministro Jorge Giordani durante sus mejores tiempos del eje Orinoco-Apure y toda aquella monserga. Sin necesidad de enfrentamientos, Carlos le demostró al país lector que el ministro chavista no era sino un obtuso iluminado. Lo que hizo fue preguntas. El ministro puso entusiasmo en ser Chacumbele.

Giordani, ay, siguió siendo ministro, la revista Primicia cambió de manos y luego desapareció. El país marchó por los derroteros que gente como Giordani le marcaba. Ese fue un primer Carlos asomado al periodismo, que siempre es como asomarse un poco a la narrativa.

En Gran marcha hacia el abismo no hay catarsis ni reivindicación ni esperanza. Hay descripción de un suicidio colectivo, voluntad del escritor demorado por retratar la cara del poder hecha de lascivia e incontinencia.

***

Victoria De Stefano escribió hace tiempo El desolvido. Esa es una palabra que ella inventa y ese pequeño libro es una colección de tragedias derivadas de la sedición y el salto ciego a la utopía. Los venezolanos de la diáspora son expertos en desolvido. El poeta Vicente Gerbasi sabía del tema y lo expresó en Mi padre, el inmigrante. El poeta hablaba del llanto en la memoria, el venezolano desterrado de hoy sabe lo que es eso. La memoria de Carlos es crítica y cínica, poco nostálgica, poco romántica. Todos en el destierro somos protagonistas del desolvido.

Adriano González León es Adriano González León y Carlos Blanco es Carlos Blanco; pero Andrés Barazarte, el que va en el autobús del País portátil asumiendo un pasado que también es pasado colectivo, y Baldomero Perdigón, el guerrillero-fiscal de Gran marcha hacia el abismo, se parecen bastante.

Uno lee a Carlos y se pregunta una vez más cuál es el país que vamos siendo.

Hay toneladas acumuladas de fracaso colectivo, lo que no es necesariamente colectivo son los peñascos en el río, repartidos aquí y allá, a los que alude Carlos cuando habla de su propia novela. Son los pedazos de una realidad fragmentada. Por eso ha optado por la novela: lo que encuentras en ese río son trozos esparcidos. Con eso, desde la ficción y solo desde la ficción, es decir, del intento fallido al que se refiere el marabino Miguel Ángel Campos, señala una realidad que de otro modo es innombrable. Un ensayo es un edificio macizo e impoluto, eso no hubiese servido.

***

La película basada en País portátil (de Iván Feo y Antonio Llerandi, 1979) creó una imaginativa escena final donde Barazarte se atrinchera para enfrentarse a sus enemigos, supongo que la Guardia Nacional de Leoni: inteligente solución que visibiliza el histórico compromiso inútil con la Utopía. Al lado del atrincherado van apareciendo sus antepasados lejanos y cercanos, formando un coro rebelde, suicida, perfectamente idílico. Matar o morir en su propia ley, he allí la imagen épica de la revolución que nunca cuaja.

La versión fílmica de Gran marcha hacia el abismo podría terminar con una panorámica sobre la esquina de Carmelitas, focalizando la fachada del Banco Central donde varios furgones de transporte de valores esperan. En tomas alternadas, primeros planos de los protagonistas de la novela ―don Emilio Rugeles, José Virgilio y Amanda, Andrés Taranco, Juan Rogelio Sánchez, etcétera― acercándose para asaltar las reservas en oro o divisas. La última bacanal. El guerrillero-fiscal, que aguarda su mordida metido en un carro, será la primera víctima de la jornada.

Son venezolanos estos protagonistas de Carlos, el país sigue siendo portátil.

La autora norteamericana Willa Cather, muy admirada por Truman Capote, decía que un escritor que quiera hacer literatura artística debe tener dos poderes: poder de observación y poder de descripción. La descripción del viejo Bar Basque en La Candelaria, con Rómulo Betancourt en una de sus cuatro mesas, es de antología. Hay pasajes, párrafos o imágenes en esta novela que revelan chispa y curiosidad. Lo demás es feroz inclemencia: Amanda estaba dispuesta a entrenar a su cornudo marido para hacerlo presidente; en una reunión estratégica y ante un asesor en marketing político de Brooklyn inventa el eslogan perfecto: ofrecer nada. Durante la campaña electoral, José Virgilio se mirará ante el espejo para comprobar la rotundidad de sus nalgas.

Este de Carlos Blanco es otro intento fallido por juntar los peñascos en el río, que nadie espere el Aleph. Todos los otros intentos que se han hecho y se harán, serán indefectiblemente eso: intentos parciales y por tanto fallidos. La reunión de ellos dará, en el futuro, alguna respuesta más o menos convincente: ¿qué más puede esperarse desde un entorno donde los fiscales una vez fueron asaltantes de bancos en nombre de una revolución de antemano perdida? «Antes asaltaban bancos, luego asaltaron el Estado. Para los antiguos combatientes, la Historia era una carga académica demasiado pesada», dice alguien en alguna página, no importa cuál.

Sí, es otro intento fallido y por eso mismo, precisamente, vale la pena leerlo.

Las opiniones emitidas por los articulistas son de su entera responsabilidad y no comprometen la línea editorial de RunRun.es