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#10DocumentosBolivarianos | Proclama de Guerra a Muerte, o la insensatez de un holocausto

Óleo que recoge la firma de Bolívar de la Proclama de Guerra a Muerte. Gráfica en Wikimedia Commons, dominio público.

@eliaspino

Las reacciones de la posteridad ante la Proclama de Guerra a Muerte, escrita por Bolívar y publicada en Trujillo el 15 de junio de 1813, impresionan por su timidez y su miopía. Un documento capaz de provocar reacciones escandalosas, o críticas sobradas de fundamento, ha encontrado una comprensión difícil de explicar.

¿No la leyeron con calma los historiadores del futuro, para plantarse en juicios benévolos que no captaron la atrocidad de su contenido? ¿Revisaron un documento anodino, en lugar de una disposición susceptible de provocar opiniones severas, o simplemente serias? Lo más atinado que han ofrecido como análisis es afirmar que el Libertador necesitaba partir en dos el sólido bloque de la población opuesto a la Independencia, encontrar prosélitos para una causa sin apoyo social, y por eso la publicación de la Proclama. Una comprensible estrategia política, por lo tanto. Sin embargo, como se tratará de ver a continuación, estamos ante un testimonio de ferocidad que no merece indulgencia, ni obedece a una búsqueda de clientela popular.

Estamos, además, ante una medida que ha pensado desde meses anteriores, si consideramos que tiene antecedentes en el Manifiesto de Cartagena comentado en nuestro artículo de la pasada semana.

El aludido texto anuncia una demolición que no detalla, pero que encuentra soporte en la decisión de 1813 a través de una orden de exterminio que debemos refrescar para que se capte la magnitud de la carnicería que Venezuela sufrirá por su mandato:

Españoles y canarios, contad con la muerte, aun siendo indiferentes, si no obráis activamente en obsequio de la libertad de la América. Americanos, contad con la vida, aun cuando seáis culpables.

Pero, al principio del documento, anuncia la restauración de la legalidad de 1811. Afirma: …“venimos a establecer los gobiernos republicanos que formaban la Confederación de Venezuela”. ¿Cómo puede cumplir lo que ofrece, cuando concluye con una fulminación que jamás pasó por la cabeza de los padres conscriptos? ¿Cómo puede, blandiendo una cuchilla, volver a la prudencia de los fundadores de la patria? ¿Cuál legalidad quiere restituir, si solo piensa en levantar patíbulos? Al contrario: topó con la manera, descubrimos ahora, de acabar con las “repúblicas aéreas” contra las cuales arremetió en Cartagena. En Trujillo desvela la fórmula: una manera panorámica y arbitraria de disponer la  inmolación y la benevolencia.

En Venezuela ya existe la guerra a muerte, iniciada por Monteverde y multiplicada por Boves cuando ejecutan acciones sanguinarias y desenfrenadas contra cualquier grupo o individuo atravesados en su camino, pero no la han convertido en decisión suscrita en un documento que ha de sentirse como orden terminante. Monteverde y Boves asesinan poblaciones a mansalva, pero se amparan en los códigos de la monarquía. Aseguran que los respetan, o no plantean objeciones sobre sus contenidos. Los pisotean a placer, pero no reniegan de ellos. Bolívar, en cambio, toma expresamente una decisión contraria a la legalidad que viene a restaurar, de acuerdo con lo que escribe al principio de la Proclama y con los deseos de sus patrocinadores del gobierno de Cartagena.

Vuelva usted a poner las cosas de Venezuela como estaban en 1811, ordena el presidente Camilo Torres cuando le da tropas y bagajes para una campaña militar. Pero el enviado hace exactamente lo contrario al promover un baño de sangre partiendo de una generalización insostenible, debido a la cual ordena un holocausto a través de pregón leído en plaza pública.

Un genocidio por orden superior y desplegado mediante altavoz, diríamos en lenguaje contemporáneo.

La Proclama de Guerra a Muerte es breve, apenas ocupa un par de páginas que no abundan en explicaciones, pero en texto anterior, publicado en Mérida el 8 de junio, Bolívar ofrece una justificación de su decisión, a través de la cual se observa cómo remite a un panorama de ardua comprensión. Veamos:

Todas las partes del globo están teñidas en sangre inocente que han hecho derramar los feroces españoles, como todas ellas están manchadas por los crímenes que han cometido, no por amor a la gloria sino en busca del metal infame que es su Dios soberano. Los verdugos que se titulan nuestros enemigos, han violado el sagrado de derecho de gentes y de las naciones en Quito, la Paz, México y recientemente en Popayán (…) sepultaron vivos en las bóvedas y pontones de Puerto Cabello y de la Guaira a nuestros padres, hijos y amigos (…) Mas esas víctimas serán vengadas, estos verdugos serán exterminados. Nuestra bondad se agotó ya, y puesto que nuestros opresores nos fuerzan a una guerra mortal, ellos desparecerán de América, y nuestra tierra será purgada de los monstruos que la infectan.

Según se pudo apreciar, habla de un conflicto universal entre la maldad de los españoles y la virtud de sus víctimas, sin contemplar matices. Resuelve que Venezuela se convierta en sede de una justicia sin fronteras, en un tribunal sin límites que lleve a cabo la venganza contra tropelías sucedidas en cualquier parte. Aquí se hará una purga continental de malvados, como si se tuviera el derecho de hacerla, como si de veras existiera ese enjambre de malvados y como si no hubiese  jurisdicciones e instancias establecidas para encontrar justicia. Solo un apego excesivo a las desmesuras del pensamiento ilustrado, que se vanagloriaba de pontificar sobre la humanidad entera en nombre de la Diosa Razón, puede servir de soporte a la descabellada pretensión. O los poderes que se atribuye el guerrero, que son apenas incipientes, pero a los cuales concede autoridad para disponer la vida y la muerte de los hispanoamericanos.

Hay pruebas suficientes sobre el terror que se apodera de la sociedad cuando se cumplen las disposiciones de la Proclama de Guerra a Muerte.

Baste ahora la referencia a unas órdenes perentorias del Libertador al comandante de la Guaira, enviadas en febrero de 1814: …“inmediatamente se pasen por las armas todos los españoles presos en esas bóvedas y en el hospital, sin excepción alguna”. Llega entonces a ochocientos la cifra de los cautivos y los enfermos que mueren por decapitación en el lapso de dos días, sin que aparezcan los seguidores que busca el hombre que ejerce el poder sin misericordia. Continúa la renuencia del pueblo frente a los planes de Independencia, o aumenta debido a las tajantes medidas. ¿No es suficiente el pormenor para mirar con otros ojos, más certeros, menos desprejuiciados, al autor de una sangría cruel e injustificada?

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