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Del Domingo de Ramos al Domingo de Resurrección
Venezuela atraviesa un desierto y un viacrucis, pero tenemos (de nuevo) la posibilidad de lograr una resurrección.

 

@juliocasagar

Si hay unos días que son la apabullante prueba de la volatilidad de la opinión pública, son los que van del Domingo de Ramos al Domingo de Resurrección. En ese pequeño espacio de tiempo, se concentran decenas de comportamientos que revelan las debilidades, miserias, traiciones, pero también las lealtades, el valor y la indulgente cualidad de reconocer los errores, enmendar y continuar la marcha.

Efectivamente, nos cuentan los evangelios que el Domingo de Ramos fue recibido Jesús en Jerusalén por una multitud que enarbolaba ramos de olivo y palmas. Aquel hombre de 33 años, carismático, que curaba los enfermos y que predicaba con parábolas que todos entendían, se había convertido en un fenómeno popular indiscutible.

Malas noticias para él. El establishment, ya advertido de su presencia, movió todos los resortes a su alcance para que aquel que se proclamaba el Mesías, y además hijo de Dios, no llegara muy lejos.

Con los rumores de su captura arreciando, Jesús cena con sus discípulos, por última vez. La conspiración y la traición de Judas estaban consumadas. Cuando llegan a aprehenderlo y después de una breve escaramuza, Pedro le niega tres veces antes de que cantara el gallo.

Ese día siguiente, luego de haber sido recibido triunfante el domingo anterior, ese mismo pueblo, instigado seguramente por activistas, le repudia. Escoge salvar a Barrabás antes que a él y pide a Pilatos que le crucifique. No había transcurrido ni una semana del recibimiento clamoroso.

Los días que siguen al suplicio y la muerte están igualmente cargados de significado, no solo profético, sino también humano. El miedo de sus seguidores ante el poder, la constancia y valentía de María y las mujeres que le acompañaron, la humillación y el suplicio del vía crucis, la ayuda obligada de Simón el Cirineo, retratan de cuerpo entero lo que suele ocurrir cuando el poder establecido se emplea, con toda su fuerza, para enfrentar una idea de cambio.

Es cierto que Jesús no fue un líder político. Lo dijo claramente cuando dejó claro que “había que darle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. De esa manera, sorteó una pregunta provocadora sobre si se debía pagar impuestos o no, lo cual era un tema político sumamente importante en un país que sufría la ocupación de un ejército extranjero y una obligación impuesta desde Roma.

Pero, de todas formas, su propuesta doctrinaria era claramente revolucionaria. Curaba los enfermos los sábados, desalojó los mercaderes del templo, pero sobre todo postuló una idea que era claramente una “ruptura epistemológica” con la tradición judía: refutó la tesis del “pueblo elegido” y pregonó que toda la humanidad era susceptible de lograr la salvación. Esa, quizás, fue una de las que más le generó la animadversión de las autoridades establecidas.

Ya todo lo narrado era suficiente para generar un cisma importante en la religión dominante en Judea, pero aún estaba por llegar lo más importante: su resurrección y lo que vino después.

No es nuestra intención escudriñar teológicamente (algo par a lo que no tenemos formación) este misterio del cristianismo, pero sí establecer el paralelismo humano con lo que ocurrió luego.

Veamos:

Lo primero que hace Jesús es reconvenir a sus discípulos con aquella lapidaria frase: “Por qué me buscáis entre los muertos”; admite la incredulidad de Tomas y le hace meter sus dedos en los agujeros de los clavos para que creyera. Pero, sobre todo, y esto es lo más importante, se dedica desde ese momento a volver a reunir a sus asustados discípulos para dar el paso necesario y garantizar, con ello, la supervivencia de su doctrina y su propósito.

¿Y cuál era ese propósito?

Pues el de organizar las ideas que había sembrado en toda su vida pública. Estaba convencido de que las ideas dejadas a su libre albedrío se las lleva el viento; que, si no fundaba una institución, si no organizaba a sus fieles, si no creaba una estructura jerarquizada con normas y con una narrativa común, su proyecto acabaría en pocos años. A lo sumo habría logrado crear una secta judía o una religión local sin mayor trascendencia.

Pasó días en esa tarea. Al día 50, ocurrió el Pentecostés. Ese día sus seguidores no solo se fortalecieron espiritualmente, sino que aprendieron lenguas extranjeras; recobraron el valor frente a la represión oficial y entendieron que había que salir al mundo entero a predicar la buena nueva.

Tampoco esto quedó al azar. Jesús quería dejar todo “atado y bien atado” y encomendó a Pedro (sí, al mismo Pedro que lo había negado tres veces y a quien perdonó su extravío) encabezar la organización que lo llevaría adelante. Le dijo: “Tu eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”

Organizar la Iglesia fue lo que ha permitido, entre otras cosas, que su institución haya durado más de dos mil años. Dos mil años en los que ha conocido errores, cismas, luchas internas y todos los tropiezos que las organizaciones humanas conocen, pero que le ha permitido mantenerse en pie, en medio de todas las borrascas.

Organizar la voluntad y las emociones es, entonces, una de las grandes lecciones de estos días tan importantes. No importa cuánta emoción tengas, no importa cuán atractivo sea tu mensaje. Para rematar la faena hay que organizar, organizar y organizar para ser eficaz, ganar y cobrar lo que te has propuesto.

Venezuela atraviesa un desierto y un viacrucis, pero tenemos (de nuevo) la posibilidad de lograr una resurrección. Volvemos a ver miradas con esperanza. Tenemos unas primarias donde las fuerzas democráticas decidirán quien encabezará esta aventura de libertad.

Estamos en un año particular: coinciden el Pesaj de los judíos; el Ramadán de los musulmanes y la Semana Santa de los cristianos.

Pidamos, entonces, al Dios de Abraham que nos permita reunir de nuevo a las familias y a las voluntades que sean necesarias para lograr ese cambio que nos es tan necesario.

TALITA CUMI

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