Ahora sí, el nuevo orden mundial
Veo imposible que el planeta vuelva al statu quo ante bellum con respecto a la invasión rusa de Ucrania
Las segundas décadas de los dos últimos siglos han sido de guerras cuyos desenlaces trastocaron de manera significativa las relaciones entre Estados que las precedieron. Las batallas de Leipzig y Waterloo pusieron fin a un sistema intermitente y mutante de alianzas cuyo objetivo había sido contener la expansión francesa desde tiempos de Luis XIV. Las conflagraciones en Ypres y Verdún terminaron de sepultar los últimos avatares del ancien régime e inauguraron una extensión de la gran geopolítica, fuera del Viejo Continente, y por todo el mundo.
Seguramente, cuando las multitudes salieron a celebrar en la madrugada del 1 de enero de 2010, pocos quisieron que se repitiera el patrón. Porque, si bien a veces la guerra es inevitable y al menos desde Agustín de Hipona tenemos argumentos que la justifican bajo ciertas condiciones, hay que estar mal de la cabeza para desear una. Sobre todo, si tiene la magnitud de las aludidas en el párrafo anterior. Resulta que al siglo XXI no le tocó en su segunda década la experiencia traumática, sino en la tercera. Tal vez nunca tenga el alcance geográfico de sus predecesoras, y esperemos que sea así. Pero sí tendrá el mismo efecto transformador del orden internacional.
Veo imposible que el planeta vuelva al statu quo ante bellum con respecto a la invasión rusa de Ucrania. Esta vez, hablar de un “nuevo orden mundial” no es asunto de orates paranoicos obsesionados con George Soros y Bill Gates, ni de quienes los satirizan.
Yo no soy experto en materia militar, ni me hago pasar por tal solo con una lectura de Sun Tzu y de los comentarios de Julio César como credenciales. De broma conozco el enroque y otras jugadas básicas del ajedrez. Así que yo no puedo decir cómo acabará esta guerra.
Las señales de que Putin tenía la ambición de restaurar el rol de Rusia como potencia mundial, con zona de influencia propia e impacto en tierras distantes, tienen ya casi dos décadas y media. Vimos la primera cuando Rusia se aprovechó de un conflicto étnico en Georgia para invadirla y arrebatarle territorios. Pero hacer algo parecido a un Estado que es vecino de miembros de la Unión Europea y de la OTAN, y que además aspira a ingresar a ambas organizaciones, es como dejar un carrito chocón y montarse en un Ferrari de Fórmula 1.
Al invadir Ucrania, pese a las advertencias de sanciones fuertes y de aislamiento que hasta ahora se han cumplido, Putin da a entender que está mucho más dispuesto a correr riesgos con tal de lograr sus objetivos geopolíticos.
También que no tolerará que países en lo que él considera su zona de influencia le den la espalda para estrechar lazos con el mundo democrático, lo cual por lo general conlleva compromisos de liberalización y democratización propios. Como escribió la periodista rusa Masha Gessen en un artículo reciente en The New Yorker, el morador del Kremlin no puede permitir que los ucranianos tengan la esperanza de vivir en una república democrática, so riesgo de que esa esperanza se contagie a los propios rusos, y a Putin se le alborote la cosa en su propia casa.
Prefiero un hegemon democrático
Veo imposible que el planeta vuelva al statu quo ante bellum con respecto a la…
Tal vez la pretendida reencarnación del zar Iván el Terrible pensó que este era el mejor momento para entrar en acción. Para eso pasó años preparando a la economía rusa, reduciendo su dependencia del dólar y dirigiendo exportaciones hacia mercados más amigables a sus designios autoritarios. Además, el planeta entero sigue lidiando con las pesadillescas consecuencias de la pandemia de covid-19. Y varios de los países que integran la némesis del Kremlin, la OTAN, atraviesan crisis de polarización que entorpecen sus acciones internacionales. Sobre todo en Estados Unidos, líder de facto de la alianza atlántica.
Ah, pero a la hora de la verdad, la anfictionía de países europeos y norteamericanos, junto con varios de sus socios en otras partes del mundo, reaccionaron con una cohesión que, si bien es imperfecta, ha sobrepasado las expectativas. Puede que la provisión de material defensivo a Ucrania, así como la lluvia de sanciones sobre el gobierno ruso, no detengan a Putin, pero lo obligarán a pagar un costo en términos de pérdidas materiales enormes.
No solo eso. Países que se han caracterizado desde el fin de la Segunda Guerra Mundial por la neutralidad estricta empiezan a replantearse sus posiciones. En Suecia y Finlandia gana terreno la perspectiva de ingreso a la OTAN. Cuando Joe Biden, en su discurso anual de rendición de cuentas en Capitol Hill, dijo que “hasta Suiza” se unió al coro de agentes contra el expansionismo ruso, el adverbio de inclusión asombrosa no estuvo de más.
La nación helvética es famosa e infame por su secreto bancario y su aceptación de dineros de origen turbio. Hasta oro manejado por los nazis pasó por sus bóvedas. Justo ahora una filtración periodística de documentos del banco Credit Suisse da fe de cómo los fondos de la corrupción en varios países subdesarrollados, incluyendo a Venezuela, terminaron ahí. Sin embargo, esta vez la patria de Guillermo Tell se plegó a sus vecinos europeos imponiendo sanciones a la elite gobernante rusa.
Y hablando de nazismo (del de verdad, no del que el aparato de propaganda del Kremlin y sus loros caribeños atribuyen al gobierno ucraniano), Alemania también se está despertando del letargo castrense producido por el recuerdo tormentoso de su pasado facho y militarista. La idea de tensión con Rusia es particularmente mortificante para los teutones, debido al sentimiento de culpa por las atrocidades genocidas de la Wehrmacht y las SS en la Operación Barbarroja, la invasión de la Unión Soviética por el Tercer Reich. No obstante, ahora el canciller alemán, Olaf Scholz, anunció un aumento del gasto defensivo a 2 % del producto interno bruto.
Así pues, todo indica que el nuevo orden mundial en el que estamos entrando es uno de años, y quizá décadas, de alta animosidad entre un Kremlin desafiante y renegado, por un lado, y una alianza de democracias que intenta frenarlo, por el otro. Dicha animosidad será especialmente alarmante en Europa Oriental, donde chocan. Putin pretende que la OTAN se retire de donde ya entró. El peor escenario es que se atreva a agredir a un vecino miembro de la alianza atlántica (e.g. las repúblicas bálticas), como hizo con Ucrania. Todo eso bajo el riesgo permanente de una hecatombe de plutonio.
El vaticinio de Francis Fukuyama sobre un triunfo irreversible de la hegemonía democrática global, vástago de la absurda tesis hegeliana sobre el “fin de la historia”, hoy luce menos creíble que nunca. Hemos perdido la inocencia que nos dejó el fin de la Guerra Fría… Si es que hubo un fin, en vez de una tregua.
Quedan muchas preguntas pendientes, que el tiempo irá respondiendo. Para empezar, el papel de China, que de seguro será determinante. Su conducta ambigua ante la invasión de Ucrania no nos permite aún verlo con claridad. Una interrogante mucho más inquietante es la suerte de aquellos países que no cuentan con el privilegio de la membresía de la OTAN, ni de una alianza defensiva alternativa con las democracias desarrolladas. Sobre todo, los que las potencias autoritarias reclaman para sí: Moldavia, Georgia, Taiwán, etc. Ahora son mucho más vulnerables a las garras de Moscú y Pekín.
Para cerrar este artículo, que nunca quise escribir, una perogrullada ética: todos debemos apostarle al triunfo de las democracias en esta nueva era, y hacer lo que esté a nuestro alcance para lograrlo. No los invito a ello. Los exhorto. Vamos, pues.
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