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Elecciones, fantasías y expectativas realistas

@AAAD25

Henos de nuevo aquí, con la polémica comicial acaparando lo poco que queda de discusión política en Venezuela. Los argumentos a favor y en contra de participar en lo que en este país llaman “elecciones” hace tiempo que son los mismos. Ya aburren, y como voz (de poco alcance) en ese debate, me incluyo. Parece mentira que tantos negados a votar mientras el chavismo gobierne y tantos defensores del sufragio sin importar las condiciones sean tan ágiles esquivando el quid de la cuestión: el voto como herramienta para el cambio político solo tiene sentido como parte de una estrategia que trascienda la jornada electoral y pueda valerse del evento como catalizador de un proceso de presión que desemboque en transición negociada. Es decir, ni el voto ni la abstención en sí mismos constituyen un avance.

Por desgracia, la dirigencia opositora venezolana no ha sido capaz de desarrollar tal estrategia, cosa que no ha cambiado. Entonces, ¿para qué molestarnos siquiera con el asunto de las elecciones regionales y locales convocadas para finales de este año?

Bueno, lo que sucede es que los interesados en lanzar candidaturas, así como los cabecillas y comentaristas de la oposición prêt-à-porter, se han dado a la tarea de propagar la noción de que ganar algunas gobernaciones y alcaldías, sin importar la carencia de un plan como el ya aludido, sería un logro para la causa por la restauración de la democracia constitucional venezolana. Es la asimismo manida narrativa de “los espacios”.

Puedo imaginar que la causa de tal mensaje es el temor a nuevos fiascos que expongan por enésima vez la debilidad del sector “voto o nada”, como la candidatura presidencial de Henri Falcón o el desempeño paupérrimo de la oposición prêt-à-porter en diciembre pasado. Y no obstante, esta vez pudieran contar con un número mayor de personas (aunque me atrevería a decir que no muy mayor) dispuestas a seguirles la corriente, debido a la frustración con la inercia de la oposición que encabeza Juan Guaidó.

El razonamiento es tentador, pero ilusorio. Cuando los cuatro gobernadores “autoexcluidos” de Acción Democrática se juramentaron ante la “Asamblea Nacional Constituyente”, no fue un saludo a la bandera para luego desconocerla. Fue el fin de las gobernaciones como espacios funcionales de resistencia al régimen, cosa que no tardó en extenderse a las alcaldías. Desde entonces, una regla tácita de la política venezolana marcada por la simulación de democracia es que todo aquel que quiera ser gobernador o alcalde ajeno a la elite gobernante debe abstenerse de fomentar la oposición a Miraflores y de permitir que sus jurisdicciones sean refugios para la organización de protestas contra el régimen.

Esto es básicamente “despolitizar” los gobiernos regionales y locales que caigan en manos de personas que no militen en el PSUV y sus organizaciones satelitales. Quitar lo “político” de los entes político-administrativos. En efecto, a los titulares solo se les permite hasta cierto punto administrar sus estados y municipios, y digo «hasta cierto punto» porque el chavismo siempre se reserva la prerrogativa de intervenir hasta en dicho ámbito cuando quiera, mediante la figura no electa popularmente del “protector”.

En el mejor de los casos, algunos funcionarios podrán dar declaraciones públicas contra la elite gobernante, sobre todo en cuanto al control paralelo de los territorios que ellos deberían administrar. Tal es el caso de Leidy Gómez, la gobernadora del Táchira. Pero a pesar de la estridencia, es solo retórica. No hay acciones que verdaderamente inquieten al régimen.

Así que pueden olvidarse de un gobernador como lo fue Henrique Capriles en Miranda cuando se elevó al papel de líder máximo de la oposición. O de alcaldes como Enzo Scarano, Carlos García, David Smolansky y Warner Jiménez.

La era de las gobernaciones y alcaldías rebeldes se acabó. Con las protestas de 2014 y 2017, la elite gobernante vio cuán incómodas pueden ser y decidió no tolerarlas.

Por eso, casi todos los alcaldes que se atrevieron a desafiar terminaron presos o exiliados. Los aspirantes a sucederlos vieron el peligro y por eso ya no hay jefes de gobierno regional y local dispuestos a emularlos.

Recapitulando, si un ciudadano común me dice que va a votar en las próximas elecciones porque cree que un alcalde fuera del PSUV quizá (subrayo el “quizá”) hará un mejor trabajo recogiendo la basura, se lo creo. O porque valora la gestión recreativa en su municipio y desea preservarla (hasta yo admito no me gustaría nada ver el Centro Cultural Chacao forrado con gigantografías de Hugo Chávez). Todos esos son argumentos válidos. Pero no acepto que alguien pretenda venderme expectativas más grandiosas o épicas que esos asuntos mundanos. Si alguien me invita a votar o, peor, me increpa por no querer hacerlo aludiendo a “los espacios de resistencia”, lo voy a desestimar riéndome.

Posdata para los que quieren votar aun ateniéndose a las razones limitadas: tengan en cuenta las aspiraciones del régimen. Es razonable suponer que a la elite gobernante no le importará ver unas pocas alcaldías en otras manos. Sobre todo aquellas que nunca ha ganado y que por tanto nada aportan a su propaganda (e.g. El Hatillo en Miranda y Diego Bautista Urbaneja [Lechería] en Anzoátegui). Después de todo, ello respaldaría la simulación de democracia. Igual argumento pudiera extenderse a las gobernaciones, con el agravante de que, por abarcar los estados más territorio y ser depositarios de mayores recursos, son blancos más apetecibles para la elite. En cualquier caso, un mapa principalmente rojo es el escenario más probable. Vaya la advertencia para que después no se estén lamentando de haber creído en pajaritos preñados.

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