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Opinión

El ciclo del pensamiento económico

Pensamiento económico, por Alejandro Armas
Alejandro Armas
15/05/2020

@AAAD25 

Debo confesar que, cuando la pandemia de covid-19 estuvo en buena medida confinada a las riberas del Yangtzé, con unos pocos casos en Bérgamo y Seattle, estuve entre los muchos que reaccionaron con escepticismo ante los primeros vaticinios de que el virus transformaría el mundo. Fui un troyano incrédulo más, de cara a las visiones de Casandra. Como mucho, pensé entonces, aumentaríamos considerablemente nuestro consumo de jabón de manos. Vaya lección de humildad que los dioses olímpicos nos tenían preparada a los mortales, por seguir con la analogía helénica. Llevo dos meses sin casi aventurarme más allá del umbral de uno de esos infamemente compactos apartamentos neoyorquinos. Junto con millones de personas igualmente bajo una suerte de arresto domiciliario, aprovecho el confinamiento para meditar sobre el porvenir de todas aquellas actividades que se ven comprometidas por el esfuerzo para contener el coronavirus. Hay gente que pudiera desistir de los viajes en avión que no obedezcan a asuntos de vida o muerte. Otros que siempre han ido al trabajo en tren o autobús, quizá preferirán una bicicleta. Habrá incluso quien no le vea sentido a ir del todo a una oficina, tras descubrir que la tecnología contemporánea le permite desempeñar todas sus funciones laborales desde el hogar.

Sí, el mundo muy probablemente cambiará de forma drástica. Ese cambio no será en ningún ámbito tan marcado como en la economía. Ya lo estamos viendo. El planeta se está hundiendo en la peor crisis económica global desde la Gran Depresión que finiquitó el primer tercio del siglo pasado. En casi todos los países, el aparato productivo se encuentra paralizado o moviéndose a algo que no llega ni a media marcha. Las empresas, grandes y pequeñas, han visto sus fuentes de ingreso esfumarse de la noche a la mañana, mientras que sus costos operativos básicos (sueldos, alquileres, etc.) no han ido a ninguna parte. Todas han suplicado a sus respectivos Estados que les briden ayuda con urgencia, para no fenecer. Los parlamentos y los bancos centrales han asumido un papel protagónico en el esfuerzo por reducir cuanto sea posible el desmadre financiero.

El incremento súbito de la intervención del Estado en la economía a nivel global no ha sido interpretado de forma unánime. Socialdemócratas y populistas de izquierda, en primer lugar, gritaron “¡Te lo dije!” y plantearon que las consecuencias de la epidemia expusieron los vicios de un statu quo mezquino y negligente, que abandona a su suerte a los humildes cuando las flechas se tornan coloradas y apuntan hacia abajo. Ha pasado antes, pero no con esta magnitud de desempleo y empobrecimiento, recalcan. Por tanto, saludan el nuevo rol del Estado, pero advierten que debe ser el preludio para algo más permanente, en aras de una prosperidad más inclusiva en el largo plazo.

Por el contrario, los liberales ven con recelo y alarma la situación. Están convencidos de que el progreso material de las últimas décadas, que ha beneficiado a ricos y pobres, se debe al laissez-faire. Para ellos, que dicho beneficio se manifieste de forma desigual es irrelevante, puesto que de otra forma todos estarían peor. Así que la crisis económica generada por el covid-19 no es más que un pretexto de estatistas irresponsables para dar al traste con un sistema que debe ser preservado… Y al parecer están teniendo éxito. “¡Cuántos keynesianos por todas partes!”, escribió recientemente en Twitter Antonella Marty, una de las nuevas voces liberales más prominentes en América Latina.

Hay indicios de que, para bien o mara mal, guste o no, estamos ante el fin del segundo apogeo del liberalismo como paradigma económico predominante.

Digo “segundo”, porque esa filosofía ya ha pasado por un génesis, una cumbre y una caída. De hecho, si entramos a una nueva era de Estados del Bienestar amplios, sería confirmación de que la historia del pensamiento económico, al menos desde la Revolución Industrial, no avanza de manera lineal, sino cíclica. Es más similar a la cosmología hindú y mitológica escandinava, que al relato horizontal de las religiones abrahámicas. En este ciclo, el liberalismo y el estatismo moderado se rotan en la posición de paradigma hegemónico, pero sin abandonar nunca el modo de producción capitalista. Mismo sistema, con distintos grados de regulación. Ello echa por tierra la interpretación marxista y materialista del progreso lineal hegeliano en la historia de las ideas. El socialismo “científico” fracasó en su predicción del desplazamiento del capitalismo por el comunismo como sistema económico final. Todos los experimentos marxistas colapsaron (e.g. URSS), fueron clausurados discretamente (e.g. China y Vietnam) o se quedaron estancados en una etapa autoritaria que se suponía transitoria (e.g. Cuba). En cambio, el capitalismo se ha mantenido en pie aunque, repito, alternativamente bajo regímenes más o menos liberales o socialdemócratas.

En fin, en el referido ciclo, el paradigma dominante es aquel sobre el cual, en un momento dado, reposa el grueso de las políticas económicas de los gobiernos en los países desarrollados. Aquello que los franceses llaman pensée unique. Sus entusiastas, cuando llegan al poder, lo defienden con celo e intentan fortalecerlo, mientras que sus detractores, en igual posición, se limitan a criticarlo tímidamente y a dar pasos no muy grandes en la dirección contraria. Solo las crisis de gran magnitud, cuando el paradigma hegemónico se vuelve incapaz de explicar y, sobre todo, de resolver los problemas agobiantes, producen un cambio de paradigma.

Como dije, el origen del ciclo se produjo en el contexto de la Revolución Industrial, en la Europa de la segunda mitad del siglo XVIII y principios del XIX. Correspondió a la etapa de la irrupción del capitalismo. A medida que las revoluciones burguesas suplantaron el antiguo régimen, las ideas liberales reemplazaron el mercantilismo de las monarquías absolutas. Esto es lo que ha pasado a ser conocido como liberalismo clásico, apuntalado por pensadores como Adam Smith, Thomas Malthus, David Ricardo y Jean-Baptiste Say. Gran Bretaña, no en balde la cuna de la Revolución Industrial y una de las primeras tumbas del absolutismo, fue la principal promotora de este sistema basado en el laissez faire. Pero a lo largo del siglo XIX se expandió hacia Francia y  buena parte de Europa. También fue acogido en la joven república norteamericana.

Con altibajos, este fue el paradigma predominante hasta principios del primer tercio del siglo XX. El desplome de Wall Street y la Gran Depresión lo hirieron gravemente. Las tesis de John Maynard Keynes revolucionaron entonces las políticas públicas. En Estados Unidos, el New Deal de Franklin D. Roosevelt estableció un Estado mucho más activo en las relaciones socioeconómicas, con impuestos elevados y políticas de ayuda social bastante generosas. En el Reino Unido, el triunfo de los laboristas en 1945 inauguró un Estado del Bienestar amplio. Asimismo, los países nórdicos poco a poco desarrollaron sus célebres Estados del Bienestar. La Conferencia de Bretton Woods estableció un orden  monetario internacional marcado por las tasas de cambio fijas. Este fue el apogeo del keynesianismo, con un estatismo moderado, muy afín a la socialdemocracia y alejado del liberalismo clásico, sin tender tampoco hacia el colectivismo marxista. Los intelectuales de centroizquierda recuerdan este período con especial afecto y lo ven como un modelo.

Por un tiempo, las economías regidas por este sistema marcharon viento en popa… Hasta que llegaron las crisis de los años 70. El paradigma keynesiano no supo cómo tratar la estanflación: crecimiento económico poco o nulo, inflación elevada y desempleo alarmante. Desde hacía tiempo, economistas liberales como Milton Friedman y Friedrich Hayek advertían que el sistema estaba condenado al fracaso, y este fenómeno al parecer les dio la razón. No sorprende entonces el triunfo político de figuras como Ronald Reagan y Margaret Thatcher, quienes, muy influidos por la nueva oleada de pensamiento liberal en las universidades, desmantelaron en distintos grados el Estado del Bienestar en sus respectivos países, redujeron los impuestos, acabaron con varias regulaciones económicas y debilitaran a los sindicatos, bastante fuertes durante la edad de oro del estatismo moderado. Otras naciones se encaminaron por la misma ruta. El liberalismo (desde entonces despectiva y tontamente llamado “neoliberalismo” por sus críticos en la izquierda) había vuelto, triunfante.

El paradigma liberal se ha mantenido vigente desde los años 80. Desde entonces, el mundo ha experimentado un crecimiento económico apabullante, aunque la desigualdad se ha agrandado drásticamente. La llamada “Gran Recesión” global de finales de la década de 2000 fue un golpe duro, pero no produjo el cambio drástico que algunos auguraron. Lo que estamos viviendo ahora es diferente. La crisis producida por el coronavirus a todas luces será mucho más dañina que la generada por la burbuja inmobiliaria estadounidense. El statu quo liberal está siendo sacudido como nunca antes desde 1929. Como vimos, las expectativas de un “Estado salvador” y muy activo en la economía vuelven a estar en boga. Aún está por verse si es algo pasajero o si, efectivamente, es otra vuelta del ciclo, en cuyo caso cabe esperar un papel estelar para economistas de la vieja guardia centroizquierdista como Joseph Stiglitz y Paul Krugman, así como de la nueva generación que integran Thomas Piketty, Emmanuel Saez y Gabriel Zucman, entre otros.

Digo que “aún está por verse” porque el consenso liberal es un hueso duro de roer, y no será desplazado sin que sus defensores en los gobiernos den la batalla. Además, es posible que la crisis sanitaria y económica, en vez de catapultar a teóricos de centroizquierda, profundice el auge del nuevo populismo ultraconservador que tanto ha avanzado en Europa y Norteamérica y que, si bien coquetea con el estatismo apelando a un nacionalismo exacerbado, es bastante hostil a todo lo que huela a izquierda. Recordemos que la Gran Depresión no solo engendró el New Deal. También precipitó el ascenso del Tercer Reich. Como, son tiempos interesantes, que uno desearía estar experimentando fuera de los confines de su residencia. Yo, mientras tanto, sigo en mi apartamentico de Queens, observando, meditando y escribiendo.

 

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