Una pequeña muestra de majestad perdida - Runrun
Alejandro Armas Feb 07, 2020 | Actualizado hace 3 semanas
Una pequeña muestra de majestad perdida

(@AAAD25)

No tener, no tener. No tengo ninguna duda de que Juan Guaidó no tenía hace cinco años ni la más remota idea de dónde estaría hoy. Hablamos de alguien que apenas estaba lanzando su carrera política. Un joven que venía del movimiento estudiantil y que compitió por una curul del estado Vargas. Sí sabía que no tenía (excusen la repetición; les juro que es hasta aquí) muchas esperanzas. El sistema estaba amañado y su litoral natal era, para colmo, una zona donde tradicionalmente el chavismo predominó. Aunque finalmente fue parte de la avalancha opositora que tomó la Asamblea Nacional, nadie estaba muy seguro de qué saldría de aquella Caja de Pandora y, por lo tanto, cabía estar preparado para lo inverosímil, nadie, ni siquiera el propio Guaidó, asumió que la persecución de otros en la jerarquía de su partido lo llevarían a tomar las riendas del Parlamento en condiciones tan peculiares, a convertirse en el principal líder de la disidencia y a conversar directamente con varios de los jefes de Estado más poderosos del mundo. De la política universitaria y los recorridos de campaña en Catia la Mar y Chuspa hay un trecho impensablemente largo hasta Capitol Hill, donde el Presidente de Estados Unidos y el Congreso norteamericano en pleno emitieron su aplauso.

Tengo 28 años, ocho menos que Guaidó. Todas nuestras vidas como adultos han transcurrido bajo el chavismo. Apenas tengo unos recuerdos muy vagos y difusos sobre un envejecido Rafael Caldera portando la banda presidencial. Ni hablar de Ramón J. Velásquez o Carlos Andrés Pérez, quien enfrentó el infame golpe del 4 de febrero (devenido en principal efeméride del régimen, que hoy ni sus seguidores celebran con entusiasmo, como quedó claro esta semana) cuando yo no había cumplido ni dos meses. Nunca me he sentido representado por quienes ocupan el poder en Venezuela. Imposible, cuando a mí y a otros millones nos ven como escoria prescindible desde Miraflores. Imposible, cuando ese poder ha sido usado para destruir las instituciones republicanas y democráticas. Imposible, cuando mi país se ha hundido en la peor decadencia política, económica, social y cultural de toda su historia, mientras quienes lo gobiernan ríen y bailan. Por lo tanto, la majestad que inspiran las figuras de autoridad nacionales, derivada de su representación de la soberanía popular, siempre me ha sido ajena, incluyendo sus manifestaciones allende nuestras fronteras… Hasta hace unos pocos días.

Por todo lo que relaté en el párrafo anterior, no imaginan lo refrescante que me resultó ver a Guaidó ser recibido con los honores conferidos a una máxima autoridad republicana. En Bogotá, Londres, Bruselas, París, Ottawa y Washington. Sobre todo en la capital norteamericana. No es baladí haber sido invitado al Discurso del Estado de la Unión, acaso el acto más solemne de la república más antigua del planeta aún en pie. Quienes están al tanto de la política estadounidense saben lo difícil que es que, hoy, demócratas y republicanos aplaudan al unísono. Fue un momento estremecedor. También lo fue la recepción de Guaidó en la Casa Blanca. Hasta el hecho de que se haya alojado en la Blair House, el edificio oficial destinado a los invitados del Presidente de Estados Unidos, transmite un mensaje. Un mensaje de majestad, y no de la majestad emanada de un monarca ante el cual hay que arrodillarse, sino, al contrario, de un servidor público con las más importantes responsabilidades, y que es reconocido como tal por sus pares de otras latitudes.

Es algo que se perdió en estos 21 años de revolución. Las formas han estado en perfecta concordancia con el fondo, por decirlo en términos coloquiales. La dignidad de las instituciones republicanas fue desplazada por la chabacanería. El líder populista tiene que lucir una cara despojada de distinciones, que lo haga una encarnación de la cotidianidad confianzuda, única en la que el trato soez es admisible, por su inherente relajación divorciada del trabajo en las más altas esferas del Estado. Paradójicamente, entre tanto, dicho líder es erigido como una deidad. Las deidades tienen poderes de los que los mortales no gozan y, ergo, privilegios de los que los morales no gozan. De eso se ha tratado la pérdida de la noción del servidor público, que pone al Estado a trabajar por la sociedad, en vez de usarlo como una mina de oro privada. Sin esa noción, tampoco existe la majestad que la rodea.

La ausencia la podemos ver también en las relaciones del régimen, no con quienes lo repudian, ¡sino con sus aliados! Con socios de los que cabría esperar un trato entre iguales. No lo hay. Me parece que he abordado el punto antes en esta columna. No importa, porque cabe ser reiterativo al respecto. Nicolás Maduro y los demás integrantes de la elite chavista se la pasan yendo a La Habana, Moscú y Pekín. En cambio, las visitas de las mayores autoridades cubanas, rusas o chinas a Caracas se pueden contar con los dedos de una mano. Hay una relación de dependencia muy obvia.

Pero no siempre fuimos así. Hubo una época cuando nuestros representantes tenían el barniz majestuoso, dentro y fuera del país, que les corresponde idealmente. Es fácil adivinar cuál fue ese período. Sólo en democracia la legitimidad legal y racional weberiana tiene aquel halo. Ciertamente, el primer jefe de Estado venezolano en viajar al extranjero, Isaías Medina Angarita, no era un demócrata, pero sí fue alguien que nos acercó a la democracia tanto como nunca antes se hizo, lo cual era bastante en una época en la que el internacionalismo liberal democrático todavía no se había globalizado.

Después de eso, hubo abundantes visitas oficiales de mandatarios venezolanos a otras tierras, siempre con el reconocimiento digno que estas figuras ameritaron. Rómulo Gallegos estuvo en Estados Unidos en 1948, al igual que su tocayo y pupilo Betancourt en 1963. Como Guaidó, Rafael Caldera fue invitado al Congreso norteamericano en 1970, y tuvo el honor de dar un discurso ante ambas cámaras. Carlos Andrés Pérez fue un activo viajero: estuvo en México en 1975; en cuatro naciones árabes, Irán y Austria, en 1977; en EE.UU., en 1990; y en Suiza, por el Foro de Davos, en 1992 (justo antes del golpe de febrero). Por su parte, Luis Herrera, acudió a Colombia en 1984, poco antes de concluir su mandato, mientras que Jaime Lusinchi viajó a Argentina, Uruguay, España y Portugal en 1986; a México, Dominica, Santa Lucía, Barbados, Granada y Guyana en 1987; y a Japón, Italia, Yugoslavia, Egipto y San Vicente y las Granadinas en 1988.

A diferencia del Estado paria y sin trato igualitario por parte de sus aliados que Venezuela es hoy, en democracia nuestra nación recibió numerosas visitas de los más diversos jefes de Estado y de gobierno. Célebre fue la de John F. Kennedy en 1961. Le siguió la del Presidente de Francia, Charles de Gaulle, en 1964 (se dice que quedó impresionado con el Paseo Los Próceres); el Presidente de Chile, Salvador Allende, en 1972; los reyes españoles Juan Carlos y Sofía, así como el Presidente de Senegal, Léopold Sédar Senghor, en 1977; el Presidente de Estados Unidos, Jimmy Carter, en 1978; el Presidente de El Salvador, José Napoleón Duarte, en 1984; el papa Juan Pablo II y los mandatarios de Uruguay y Países Bajos (Julio María Sanguinetti y Rudd Lubbers, respectivamente) en 1985; los jefes de gobierno de Trinidad y Tobago y Noruega (George Chambers y Gro Harlem Brundtland) en 1986; la reina holandesa Beatriz y los presidentes de Brasil, Perú y Guyana (José Sarney, Alan García y Desmond Hoyte, respectivamente) en 1987; los presidentes de México, España y Francia (Carlos Salinas de Gortari, Felipe González y François Mitterand, respectivamente) en 1989; el Presidente de Estados Unidos, George Bush, en 1990; de nuevo, el pontífice Juan Pablo II en 1996; y el Presidente de Estados Unidos, Bill Clinton, en 1997.

Ciertamente, también por Maiquetía entraron mandatarios autoritarios: Alejandro Lanusse (1972), Mohammad Reza Pahlavi (1975), Josip Tito (1976), Jorge Rafael Videla (1977), Hugo Banzer (1977), Chadli Bendjedid (1985), Zhao Zinyang (1985) y, por supuesto, Fidel Castro (1989 y 1997). Pero claramente son minoría ante los demócratas, y la diversidad ideológica de este conjunto despótico da cuenta de la independencia de la política exterior venezolana de aquel entonces. Algo muy diferente a lo que dice la propaganda chavista sobre los “lacayos del imperio”.

Pido disculpas si buena parte de este artículo tiene un formato enumerativo tedioso que rompe con el estilo ensayístico que toda columna de opinión debe tener. Quise ser acucioso (a pesar de lo cual no dudo que varios datos se me escaparon) resaltadno el punto sobre el reconocimiento del Estado venezolano, como un ente respetable, por las democracias del mundo durante la democracia. Yo no lo viví. Otros sí, y seguramente la novedad que para mí significó la gira de Guaidó, para aquellos más bien fue nostalgia por un pasado imperfecto, pero mucho mejor que el presente. Esta gira, me parece, nos ha dado algo más de ánimo sobre la posibilidad de que nuestro futuro también mejore.