Ikabarú, síntoma de un mal incurable - Runrun
Alejandro Armas Nov 29, 2019 | Actualizado hace 3 semanas

“Caracas es una burbuja”, dicen. Un lugar donde no se va tanto la luz y el acceso al agua es mucho mayor, comparado con el resto de Venezuela. Sus mercados están repletos de productos de primera necesidad. El acceso a los papeles verdes estampados con los rostros de norteamericanos ilustres es todo lo que hace falta para pagar por estos bienes. La clase media local (especie en peligro de extinción más grave que el que compromete la supervivencia de rinocerontes y cóndores) que se procura la moneda “imperial” puede hacer las transacciones vitales en cadenas tradicionales de proveeduría alimenticia. Otros, más acomodados, pueden hacerlo en los infames bodegones. ¿Qué puede significar el vocablo “Ikabarú” para los habitantes de este domo hídrico? Bien pudieran hablarles de Maribor o de Kandahar, sin que un término los intrigue más que el otro. Para el observador agudo de la cartografía caraqueña, “Ikabarú” es solo una de varias calles que bordean la ladera sobre la que fue erigida la urbanización Colinas de Bello Monte.

Bueno, resulta que esa arteria vial, trazada en lo que el arquitecto Inocente Palacios deseó que fuera un Parnaso del trópico, lleva el nombre de una de las comunidades más remotas de Venezuela. El aislamiento de Santa Elena de Uairén, en el extremo sureste, es bien conocido. Pero, para llegar a Ikabarú hay que rodar unas cinco horas desde aquel poblado fronterizo. Es una localidad en el territorio habitado principalmente por indígenas pemones, en el estado Bolívar, el más rico en minerales de Venezuela, que el régimen chavista decidió convertir en su nueva fuente principal de ingresos luego de haber degollado, cual Quirogas del Caribe, a la gallina de los huevos de oro negro.

Ikabarú es todo aquello que Caracas, incluso esa Caracas que también sufre la calamidad estructural criolla, no es. Un pueblo paupérrimo, sin servicios relativamente eficientes ni bodegones para los privilegiados. Porque los privilegiados no viven ahí. Solo los desesperados por sobrevivir se aventuran a este rincón de las entrañas de Venezuela. Los dispuestos a adentrarse en una selva tan salvaje y peligrosa como las que pululan en los relatos románticos de Kipling y Burroughs. Por unos gramos de oro se exponen a pandemias que habían sido extirpadas de Venezuela, pero tuvieron un regreso triunfal gracias a la decidia chavista. También se exponen a vivir en una tierra sin ley. O mejor dicho, donde la ley es la que imponen quienes incidentalmente manden en una sección cualquiera del territorio, sean bandas dedicadas al delito común, guerrilleros colombianos o miembros de las Fuerzas Armadas venezolanas (y ni estos se apegan al Estado de Derecho).

Sirva la alusión a las armas para entrar en materia nuclear de este artículo, tras un preámbulo por cuya extensión pido disculpas. La semana pasada ocurrió una masacre en Ikabarú. Al menos ocho personas fueron abatidas por una ráfaga de plomo. La identidad de los perpetradores sigue siendo un enigma. Diferentes testimonios señalan a miembros de una banda hamponil o a organismos públicos de “seguridad”. Como sea, el derramamiento de sangre es responsabilidad del Estado y de quienes ocupan sus instituciones, por acción u omisión.

Los años 70 y 80 fueron buenos para los aparatos de propaganda de la extrema izquierda latinoamericana. Pudieron incorporar a su lista de himnos temas de Silvio Rodríguez, Alí Primera y Mercedes Sosa. Pero también muchas de las canciones del poeta de la salsa, Rubén Blades. “Pablo Pueblo”, “Plástico” y “Tiburón”, solo por nombrar algunas. Uno de estos ñángaras tiene que explicarme por qué insisten en respaldar un régimen bajo el cual ocurren las desgracias narradas en “Plantación adentro”, otro de estos temas.

Veamos cuál es la situación en el llamado “Arco Minero”. ¿Violencia contra indígenas empobrecidos? Sí. ¿Explotación de recursos naturales que solo beneficia a unos pocos dentro de Venezuela? Sin duda. ¿Venta de estos recursos a extranjeros asociados con la elite gobernante, sin ningún beneficio para las masas locales? Por supuesto. Parece un catálogo de las denuncias de Eduardo Galeano en Las venas abiertas de América Latina, fundamento de 99% del discurso chavista. Y sin embargo, todo ocurre en revolución.

El chavismo reclama para sí mismo el monopolio sobre la bandera de los derechos de los pueblos indígenas (y de cuanta causa noble haya sido alguna vez concebida). Asegura ser el único gobierno que ha hecho algo por la suerte de las comunidades amerindias venezolanas. Más que eso, se identifica como promesa indiscutible de prosperidad para ellas. Ha elaborado un discurso recargado de resentimeitno étnico, en el cual los indígenas son unas pobres víctimas de los venezolanos con rasgos europeos más marcados (identificados invariablemente con  la oposición), ignominia de la que fueron resctados por el chavismo, a cambio de lo cual se espera de ellos absoluta lealtad. Todo esto con el propósito de incorporarlos a milicas, “colectivos” y cualquier otro cuerpo que mediante la movilización, violenta de ser necesario, haga de vanguardia del proceso revolucionario… O, lo que es lo mismo, vele por los intereses de la elite gobernante.

Para ser justos, esto no es algo que el chavismo inventó. La extrema izquierda latinoamericana, de la que el chavismo es parte, lo ha hecho desde mucho antes del 4 de febrero de 1992. Con los fines de reclutamiento descritos en el párrafo anterior, se ha identificado como la única que puede enmendar siglos y siglos de injusticias, racismo y explotación. Por eso su retórica invoca tanto las atrocidades cometidas contra indígenas durante la colonia, al punto de cometer la locura de “someter a juicio” iconoclasta una estatua de Cristóbal Colón. Por eso también se cree la única con derecho a rememorar otras barbaridades, como la Campaña del Desierto en Argentina, especie de limpieza étnica que barrió con los nativos de la Patagonia en el siglo XIX. O la Masacre de Cataví, homicidio en masa de mineros bolivianos en 1942.

Esa misma extrema izquierda es la que calla ante una matanza en un pueblo igualmente minero, pero ajeno al Altiplano de mediados del siglo XX (o al de Jeanine Áñez, para efectos de lo que a estos ñángaras les interesa destacar). Como está en Venezuela, no le conviene subir el tono. Ni siquiera le perturba que la masacre en Ikabarú no sea la primera de su naturaleza. En febrero de 2019, varios pemones fueron ultimados por militares por tratar de recibir la ayuda humanitaria que tan desesperadamente necesita Venezuela.

Aunque no cabe esperar nada del régimen y sus apologistas, me sorprende la reacción limitada del venezolano corriente ante los hechos en Ikabarú, incluso entre aquellos que frecuentan las redes sociales y tienen acceso a lo que los medios tradicionales censuran. Hubo mucho más indignación hace apenas tres años por la matanza en Tumeremo, un hecho similar. Quienes vivimos en las grandes ciudades de Venezuela o en el extranjero no podemos hacernos la vista gorda ante las aberraciones que cada cierto tiempo se dan en Guayana. La Paragua, Tumeremo e Ikabarú son síntomas de la explotación delictiva de nuestros recursos naturales. Un mal que, como la nueva epidemia de malaria, es incurable mientras sigamos gobernados por la misma gente.