Hipocresía, por Gonzalo Himiob Santomé
Gonzalo Himiob Abr 02, 2018 | Actualizado hace 6 años

 

Son unos niños. Los dos mayores, niño y niña, que parecen ser los líderes del grupo, no parecen tener más de doce o trece años. Aunque la verdad es difícil saberlo; están desnutridos, empequeñecidos, enjutos, y podrían ser un poco mayores, aunque en ningún caso pueden tener más de quince o dieciséis años. Los que los ven todos los días, ahí, al lado de sus oficinas, a veces cuentan seis, a veces ocho. Los chamos se han construido y comparten una especie de rancho de bolsas y cartones que no aguantará un golpe de lluvia pero que de momento les funciona como refugio y como baño, allí defecan, orinan y pasan sus noches y las primeras horas de sus mañanas. Lo que hacen con sus días nadie lo sabe con certeza, pero a la escuela no van, eso es seguro. Seguramente mendigan en los alrededores, “pescan” oro en el Guaire o en las sucias quebradas que le tributan o se dedican a delinquir. Paradójicamente, están en la urbanización El Rosal, que si no estuviéramos sufriendo esta crisis que nos agobia, sería ahora algo así como el centro financiero de Caracas, la capital de uno de los países con las mayores riquezas naturales del mundo.

Acostados al pie de un árbol que está en la jardinera de unos de los lujosos edificios de oficinas que llenan la zona, sin importarles nada más y apenas cubiertos por una sábana sucia, el niño y la niña “más grandes”, tras desperezarse, se abrazan y se besan. Sin pudor alguno, al cabo de unos cuantos jugueteos ella, que luce apenas mayor que mi hija, aun en primaria, comienza a tener sexo con su compañero, que debe tener más o menos su misma edad. Es de día, la gente transita a pocos metros de todo aquello por las normalmente muy concurridas calles cercanas, pero nada de eso es obstáculo para ellos. Uno de los miembros de la pandilla, uno de los más pequeños, sale de pronto del rancho improvisado y contempla la escena hipnotizado y con calma. No es nada nuevo para él. El pequeñín, para sumar tragedia a la escena, enciende mientras tanto un cigarrillo, que entre sus dedos luce desmesurado e intruso, y espera. Es posible que tenga hambre, que esté esperando instrucciones o que necesite irse a hacer lo que sea que siempre hace cuando se despierta, pero no los va a interrumpir. Sabe que puede ganarse un pescozón por cortar la nota, o quizás confunde el apremio sexual de sus compañeros de faena con algo parecido al amor, tan ausente de su vida como su madre o su padre, e instintivamente se queda prendado del acto. Es muy difícil saber qué puede estar pasando por su mente, lo que sí está claro es que toda la escena, y lo que implica, está mal, muy mal.

Todo termina rápidamente. Como si se tratase de parpadear o de respirar los dos apasionados amantes acaban su faena y de inmediato se levantan. Le dicen quién sabe qué al muchachito que los contemplaba y despiertan a todos los demás, hablan unos minutos y todos se van. Llegada la noche regresan, y comienza el ciclo de nuevo.

Esta historia no es producto de mi imaginación, no es una versión novelada de la cotidianidad venezolana, y allí está su más dolorosa característica: Es real. Ocurrió hoy lunes, después de la Pascua de Resurrección, acá en Caracas, pero puedo adelantar que muchos de mis lectores, al leerla, me comentarán que ven a diario situaciones similares, o peores, en todo el país.

Una amiga me escribió temprano en la mañana. Desde su oficina, fue la testigo directa y estupefacta de la escena, una que sus compañeros de trabajo ya habían visto varias veces. A diferencia de los peatones que impasibles y como aletargados pasan al lado de esos muchachitos todos los días, no han permanecido indiferentes, han llamado a las autoridades para pedirles que se ocupen de esos muchachos, han incluso intentado, infructuosamente, hablar con ellos. Nada ha funcionado hasta ahora. Lo peor es que tras meditarlo un poco no hay tampoco mucho que se pueda hacer. Darles comida es un paliativo temporal, y pedirle al gobierno, que no tiene la infraestructura, ni la disposición, ni la capacidad, para ocuparse de ellos o para brindarles cobijo puede resultar peor como remedio que la propia enfermedad. Lo más que puede lograrse, eso les han respondido, es que algunos policías les obliguen a marcharse de allí, lo que implica que se instalarán en otro lado, o incluso que se los lleven detenidos, pero eso los condenaría a ser devorados y luego vomitados de nuevo a la sociedad por un “sistema de protección” que ni es sistema ni va a protegerlos, pero nada más.

“Esto es una bola de nieve que luego no tendremos manera de parar”, me dice, atribulada, mi amiga. Y tiene razón, como razón tenía Tomás Moro en su “Utopía”, publicada en 1516, cuando planteaba la misma inquietud, porque la (in)humanidad parece estar condenada a tropezar siempre con las mismas piedras, de esta manera: “Porque, decidme: Si dejáis que sean mal educados y corrompidos en sus costumbres desde niños, para castigarlos ya de hombres, por los delitos que ya desde su infancia se preveía tendrían lugar, ¿qué otra cosa hacéis más que engendrar ladrones para después castigarlos?”.

Y ahí está el detalle. No solo estamos permitiendo, por acción u omisión, a fuerza de desnutrición, de maltratos, de indiferencia y de abandono, que toda una generación se vea privada de las herramientas que necesitará para enfrentarse al mundo cuando llegue, si es que llega, a la edad adulta. Esos niños que no son alimentados, educados ni protegidos como corresponde desde que nacen no podrán desarrollarse ni física ni mentalmente como deben desarrollarse. En los primeros años, la desnutrición no solo incide en el crecimiento y en la talla de los infantes, sino que afecta de manera negativa e irreversible (acá sí cabe el adjetivo) su cerebro y con ello, su desarrollo cognitivo. Se nos avecina toda una generación de personas disminuidas, enfermas, limitadas física y mentalmente y, más allá, terriblemente resentidas, porque si el daño físico y mental que esta situación les hace ahora es permanente, y eso es una tragedia, también lo es el daño moral y emocional que nuestra grave crisis les está causando. Estos niños, que ahora vemos con lástima y preocupación, a la vuelta de unos años serán los adultos delincuentes a los que ya no veremos, ni trataremos, con la misma empatía, y son demasiados.

Estos niños son el saldo en rojo más doloroso y triste (y peligroso a mediano y a largo plazo) de una “revolución” que no lo ha sido más que de nombre y que al final ha terminado siendo sino un conjunto de “experimentos” de los que solo unos pocos, poquísimos, han sacado provecho. Una “revolución”, mejor decir “involución”, que no se ha cansado de justificar sus exabruptos hablando de “humanismo” y de “dignidad” mientras con sus hechos demuestra que si algo está alejado de sus consideraciones es el más elemental respeto a la dignidad humana. Un sistema de poder, que no de gobierno, en el que lo importante es el nombre, a más rimbombante (o cursi) mejor, que se le pone a las cosas, que no la solución verdadera de nuestros problemas, en el que no importa que todo se derrumbe adentro de la casa mientras la fachada luzca “bonita” y “progre”. Mientras esta realidad se niega a diestra, y especialmente a siniestra, lo vemos con los enfermos, que no obtienen las medicinas que necesitan para sobrevivir, con los adultos mayores, que mueren en las largas colas que se les obliga a hacer para recibir las migajas que les da, cuando se las da, el gobierno, y con nuestros niños. Niños que, como el de mi historia, sin tener ni la edad ni los pulmones para ello, se fuman un cigarrito mientras sus amigos, que deberían estar aprendiendo y jugando, tiran en plena calle antes de salir a procurarse su subsistencia, por las buenas o por las malas.

Esos niños que protagonizan mi entrega de hoy son la prueba de que así ha sido Venezuela desde que llegó Chávez al poder, puro nombrar, pero no lograr, puro prometer, pero no cumplir, pura forma, pero ninguna sustancia. En definitiva, pura hipocresía. El mismo Chávez, apenas ganó las elecciones en 1998, en un discurso en el Ateneo dijo: “Declaro que no permitiré que en Venezuela haya un solo niño de la calle: si no, dejo de llamarme Hugo Chávez Frías”. A mí no se me olvida. Espero que a ustedes, en estos tiempos cruciales en los que está por definirse el futuro de nuestra nación, tampoco.

 

@HimiobSantome