El Nobel de la polémica, por Alejandro Armas
Alejandro Armas Oct 14, 2016 | Actualizado hace 3 semanas
El nobel de la polémica

jmsantos

 

Escribo el domingo esto que el lector tiene en frente, un poco antes de lo habitual para un espacio divulgado cada viernes. A veces sucede así, en un intento por echar luces sobre algún hecho inesperado que estimule la opinión pública y un gran número de personas se pregunta qué hay detrás. Eso fue lo que ocurrió cuando en la madrugada del viernes pasado se supo que el presidente colombiano, Juan Manuel Santos, había sido reconocido con el Premio Nobel de la Paz.

Me llamó la atención que entre las reacciones a la noticia que escuché o leí por parte de venezolanos, desde familiares y amigos hasta extraños en redes sociales, el rechazo fue una mayoría aplastante. Incluso abundaron las condenas furibundas, como si el laureado no fuera un jefe de Estado extranjero sino uno de los jerarcas rojos criollos a los que casi todos sus conciudadanos los responsabilizan por la ruina nacional actual.

Lo cierto es que a muy pocos opositores venezolanos les agrada Santos, y hoy la enorme mayoría de los venezolanos es opositora. Les resulta inaceptable el silencio que el mandatario vecino ha guardado con respecto a los atropellos del chavismo, en comparación con las duras críticas que hacía y hace su predecesor, Álvaro Uribe. Muchos de estos venezolanos, por cierto, tienen al líder del Centro Democrático en un pedestal, solamente por el tono que mantuvo hacia Chávez, y rezan porque uno igual a él aparezca de este lado del Arauca para que aguerridamente sustituya a Maduro en Miraflores, sin tener ni la más remota idea de cuáles fueron los aspectos positivos y negativos de  los ocho años de Uribe como gobernante de Colombia.

La otra cara de esa moneda en la que el perfil de Uribe aparece coronado por una aureola angelical es el repudio absoluto, no solo a Santos como ya se dijo, sino a las FARC. Este es un punto que hay que tratar con guantes de seda. Sobran razones para condenar a la guerrilla, desde sus vínculos con el narcotráfico hasta los secuestros y masacres como la de Bojayá (en 2002, con un saldo de 120 muertos). Pero entre estos venezolanos no se observan posturas similares ante los horrores que en medio del conflicto ha perpetrado el Estado colombiano y los paramilitares. Ello probablemente sea un coletazo más de la polarización dentro de Venezuela: si las FARC son aliadas del chavismo, todo lo que hagan necesariamente es perverso e, inversamente, todo lo que se haga para combatirlas tiene que ser benéfico.

Por todo lo anterior se volvió bastante común en las últimas semanas escuchar a compatriotas manifestando que, de ser colombianos, habrían votado por el “No” en el plebiscito del penúltimo domingo. Es la misma razón de la indignación que produjo la entrega del Nobel de la Paz a Santos. “Pero, ¿por qué?”, es la pregunta que tanto suena. La verdad sea dicha, incluso si se considera el juicio a los actores del drama neogranadino a través del lente de la polarización venezolana extrapolada, estas reacciones son comprensibles.

El Nobel de Paz es un premio bastante controvertido. Siempre lo ha sido. Una ironía que un reconocimiento a las gestiones por la paz sea tan polémico, si se considera la etimología de este adjetivo. Viene del griego polemos, que significa “conflicto”.

No pasa igual con sus hermanos, vástagos del inventor de la dinamita. En las categorías dedicadas a dos de las Tres Marías (física y química), excepto por los sesudos debates que las ciencias naturales pueden producir entre esa pequeñísima comunidad de Einsteins, Gell-Manns y Curies, ¿quién va a cuestionar las contribuciones de los genios a esos estudios? Algo parecido pasa con la medicina. En cuanto a la economía, por tratarse de una ciencia humanista, hay quizás cabida para más desacuerdos, pero de nuevo en un ambiente bastante restringido a la academia. Siguiendo la misma escala pasamos a la literatura, terreno complicado para la opinión, dado el imperio de la subjetividad sobre los juicios estéticos.

Pero el Nobel de Paz, siempre o casi siempre, está vinculado de alguna forma a la política, a la res publica, la “cosa de todos”. Toca aspectos más cercanos a la colectividad. Por eso es mucho más frecuente que alguien fije posición ante su entrega, y como en esa colectividad conviven todo tipo de criterios, inevitablemente surge la controversia.

Veamos solo unos ejemplos de laureados con este honor que hasta el Sol de hoy han producido muchos más desencuentros que Santos. En 1973, los galardonados fueron el secretario de Estado norteamericano, Henry Kissinger, y el ministro de Asuntos Exteriores de Vietnam del Norte, Le Duc Tho, por las largas negociaciones que pusieron fin a las hostilidades entre sus gobiernos en esa pesadilla de lucha en la jungla que inspiró a Francis Ford Copolla y Oliver Stone, por solo nombrar a dos. Mientras que el vietnamita no aceptó el premio, por considerar que la verdadera paz no había llegado al Sureste Asiático, el estadounidense no podía ocultar la euforia.

Pero detengámonos en el momento: 1973, mismo año del golpe contra Salvador Allende en Chile y comienzo de la dictadura sangrienta de Augusto Pinochet. Desde hace tiempo se conoce el papel que tuvo el gobierno de Richard Nixon como promotor del asalto al Palacio de la Moneda. Kissinger, encargado de las relaciones internacionales de Estados Unidos entonces, fue uno de los operativos clave.

Ahora vayamos a las antípodas de América, al Medio Oriente. En 1978, el presidente egipcio, Anwar Al-Sadat, y el primer ministro israelí, Menachem Begin, recibieron el Nobel de Paz por el primer acuerdo permanente entre el Estado judío y uno de los países árabes que más activamente buscaron la destrucción de la entidad hebrea. Algo sin precedentes, y ciertamente digno de celebrar, por ser la primera vez que Israel y uno de sus vecinos musulmanes pactaron la normalización de sus relaciones.

Igual hubo comentarios airados. Muchos recordaban que entre mediados y finales de la década de 1940, cuando se instituyó Israel, Begin era el líder de Irgun, un grupo sionista paramilitar responsable de algunas de las peores matanzas de palestinos en la historia, incluyendo la masacre de Deir Yassin de 1948 (107 muertos).

Al otro lado de esa querella sin fin que ha sido el conflicto árabe-israelí hay otra ilustración más. Yitzhak Rabin y el recientemente fallecido Shimon Peres, entonces primer ministro y ministro de Relaciones Exteriores de Israel, respectivamente, así como el jefe de la Organización para la Liberación de Palestina, Yasser Arafat, fueron los laureados del Nobel de Paz de 1994, por los Acuerdos de Oslo. Por primera vez ambos bandos reconocieron el derecho de los otros a existir como Estado soberano.

Sin embargo, hasta hacía casi nada, Arafat le había dado el visto bueno a una serie de ataques terroristas contra civiles israelíes y judíos en general ejecutados por los distintos grupos militantes que integraban la OLP. Colectivamente, estos incidentes suman cientos de muertos. Algunos fueron particularmente dantescos, como el secuestro del barco de placer Achille Lauro en 1985, en pleno crucero. Un anciano judeoestadounidense en silla de ruedas fue acribillado a tiros y arrojado por la borda.  También la toma de un autobús en medio del desierto del Neguev, tres años después, por hombres armados, que asesinaron a dos mujeres israelíes trabajadoras, madres.

En todos estos casos, estoy seguro de que habrá quienes todavía condenen y defiendan la entrega del Nobel de Paz a estos hombres. De modo que lo que pasa ahora con Santos no es nada nuevo. Pero a diferencia de sus predecesores, el presidente colombiano todavía tiene la oportunidad de hacer de su galardón lo menos controvertido posible. ¿Cómo? Aprovechando los dos años que le quedan como jefe de Estado para que la victoria del “No” no  (valga la cacofonía) signifique la continuación de una guerra que ya ha acabado con demasiadas vidas, como temen quienes apoyaron el “Sí”. Será todo un reto, puesto que las FARC, guste o no, deben seguir en las negociaciones, pero también se tiene que considerar, y mucho, las exigencias delos que rechazaron el acuerdo fraguado en Cuba. Ojalá la balacera se detenga y ese pueblo hermano tan querido pueda vivir sin tanta sangre derramada. Desearle lo mejor al otro, aun cuando uno se encuentra en su hora más oscura, vale para las personas, y los países también.

 

@AAAD25