Chilenos en Venezuela, protegidos y perseguidos
Hace unas semanas en este espacio se hizo una crítica a la forma en que son conducidas las relaciones internacionales de nuestro país. Hoy vuelve a ser pertinente abordar ese tema. No por la aparatosa cumbre del Movimiento de Países No Alineados. A principios de semana lo consideré, pero grandes internacionalistas como Giovanna de Michele, Kenneth Ramírez y Félix Gerardo Arellano ya han ofrecido explicaciones infinitamente mejores que cualquiera que yo pueda dar.
El chavismo se está quedando sin amigos en su propio vecindario. Uruguay cambió de parecer y se unió a los otros tres socios fundadores del Mercosur en desconocer la ocupación de la presidencia del bloque por Venezuela, y en advertir que el integrante caribeño será suspendido si no se pone al día con compromisos de admisión antes de diciembre. En la OEA, la Carta Democrática es un peligro latente. Prácticamente está engavetada, cierto, pero si una mayoría en el Consejo Permanente lo decide, volverá a salir, y eso no es para nada descartable.
Hay aliados incondicionales, como Bolivia y Nicaragua, pero cada vez son menos. No puede esperarse garantía de colaboración por parte de la mayoría de los países de la región. Por eso impresiona la torpeza con que la Casa Amarilla maneja este delicado juego geopolítico, en el que no puede darse el lujo de terminar de espantar a gobiernos otrora muy cercanos pero que ahora se muestran, en el mejor de los casos, recelosos.
Es el caso del toma y dame entre Venezuela y Chile a raíz de la detención del periodista Braulio Jatar, la cual, según denuncian algunos peritos en la materia, puede considerarse desaparición forzada. Los familiares del aprehendido han alertado que no han podido verlo, ni tampoco sus abogados. Además de la venezolana, Jatar posee ciudadanía chilena, y como corresponde hacer a cualquier Estado decente, la nación austral, mediante su Ministerio de Relaciones Exteriores, ha manifestado una profunda preocupación por el destino de su ciudadano y la voluntad de protegerlo. Por eso, la mencionada cartera se dirigió a su equivalente venezolana para exigir información sobre el estatus exacto de Jatar.
¡Más vale que no! Nuestra Cancillería emitió un comunicado no solamente rechazando la solicitud de Chile, sino su actitud “injerencista”. De ñapa señaló al ministro chileno de Relaciones Exteriores, Heraldo Muñoz, de “obedecer a los sectores más reaccionarios de la burguesía pinochetista”. En el sur reaccionaron, obviamente, con descontento. Su Gobierno rechazó categóricamente (sí, “rechazar” es una palabra que aparece hasta el hastío en el lenguaje diplomático) la acusación, expresó que en Venezuela “adelantan juicios” contra Jatar y garantizó que no desistirá en sus intentos de darle apoyo.
A los chilenos, que no han de estar acostumbrados a la calidad de la argumentación que típicamente sostiene los señalamientos del chavismo, les debió resultar desconcertante la manera en que, desde al otro lado de Sudamérica, alguien pretendió revelarles la verdadera identidad “ultraderechista” del señor Muñoz. Si él funge como canciller, ello se debe naturalmente a que fue designado para ese cargo por la presidente Michelle Bachelet, una militante del Partido Socialista. Primera curiosidad en la lógica roja. Es verdad que el socialismo chileno tiene poco que ver con el del PSUV, pues tiene muchas más características de socialdemocracia que de marxismo populista autoritario. Pero de ahí a creer que Bachelet nombraría a alguien del pinochetismo más rancio para una posición tan importante hay mucho trecho.
La propia historia personal de la Presidente expone aún más lo infundado de la acusación contra Muñoz. Su padre, Alberto Bachelet, fue un militar que llegó a ser muy cercano a Salvador Allende durante su gobierno. Lo detuvieron tras el golpe de Pinochet, y luego lo torturaron hasta matarlo al igual que a cientos de otros dirigentes del entorno del Ejecutivo anterior. A la propia Bachelet, entonces una muchacha de 23 años, y a su madre, las pusieron presas y también las torturaron, aunque luego consiguieron que las enviaran al exilio. Con este horripilante pasado a cuestas, cabe volver a preguntarse: ¿Es factible que la mandataria haya puesto a alguien que obedece a ese sector de la política chilena responsable de los crímenes contra ella y su familia a orientar su política exterior?
Ya que apuntamos el retrovisor a ese período tan oscuro de la historia de Chile, cabe recordar otro episodio vinculado fuertemente con Venezuela para apreciar cómo han cambiado las cosas. Al chavismo le encanta recordar a las víctimas de esos aquellos horrores como si tuviera el monopolio de la moralidad para hacerlo. Sin embargo, hay ciertos detallitos que omite para su conveniencia. Por ejemplo, el caso de Orlando Letelier, quien fue ministro de Defensa, del Interior y, como Muñoz, de Relaciones Exteriores. Todo eso durante el trienio de la Unidad Popular de Allende.
Estuvo entre los primeros detenidos tras el asalto al Palacio de la Moneda y no se salvó de los gorilas torturadores mientras estuvo tras las rejas. Pero, a diferencia de Alberto Bachelet y muchos otros, no murió ahí. ¿Por qué? Desde sectores de la comunidad internacional hubo movimientos de presión para que lo liberaran, en los que el Gobierno de Venezuela tuvo un papel protagónico. Desde Caracas fue enviada una comisión para tratar el tema directamente con Pinochet. Tuvo éxito: Letelier fue liberado y partió al exilio con su familia.
Adivinen quién encabezó las gestiones en Santiago. Fue el entonces gobernador de Caracas, Diego Arria, el mismo al que el chavismo ha satanizado como un fascista tal que haría palidecer a Mussolini. Arria había entablado una amistad con Letelier cuando ambos trabajaban en el Banco Interamericano de Desarrollo.
La historia no termina ahí. A Letelier, por desgracia, lo alcanzó el brazo de la dictadura en Washington, donde se había radicado. Agentes de la terrible Dirección de Inteligencia Nacional, la policía secreta pinochetista, le pusieron una bomba en el carro, en 1975. Como las autoridades chilenas se negaron a permitir que sus restos fueran enterrados en su país, Venezuela volvió a intervenir. En nuestro suelo lo sepultaron, con honores. Ahí permanecieron hasta su repatriación a Chile, acabada la dictadura. Todo esto ocurrió durante el primer gobierno de Carlos Andrés Pérez, parte de esa “Cuarta República” que el chavismo se empeña en equiparar con la tiranía de Pinochet en cuanto a la campaña genocida contra la izquierda latinoamericana emprendida por esta última.
Así pues, esa Venezuela se la jugó para proteger a alguien que ni siquiera era su ciudadano, porque los Derechos Humanos no tienen frontera. La de hoy se niega a permitirle a Chile que haga lo mismo con quien este sí tiene obligaciones constitucionales. Es pertinente preguntarse si el vecino del sur tomará medidas más contundentes. Como dijo un amigo, el sociólogo Rafael Quiñores, sería justicia poética que la voz cantante la lleve senadora Isabel Allende, hija de Salvador, senadora y presidente del Partido Socialista, que ha manifestado su rechazo a la detención de Antonio Ledezma y se ha reunido con Mitzy Capriles y Lilian Tintori. Si, mientras, nuestra Cancillería sigue reaccionando como hasta ahora lo ha hecho, solo cabe esperar más aislamiento para el país.