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“Fascistas neoliberales”: mamarrachada conceptual

 

Tachar a la oposición de fascista y neoliberal al mismo tiempo es absurdo. La idea de un “fascista neoliberal” es  un adefesio semántico, una mamarrachada conceptual

 

@AAAD25

La neolengua chavista que hoy copa casi todos los espacios de poder en Venezuela se ha discutido mucho, con conclusiones por lo general desfavorables para ella. Desde todos o casi todos los puntos de vista es un ejercicio retórico despreciable. Ha degradado el discurso político nacional hasta convertirlo en gritería propia de un pleito entre borrachos, con insultos y groserías a la orden del día, ignorados olímpicamente por Conatel, a pesar de que son exclamados en horario no apto para menores en cadena nacional. Quienes lo vivieron (yo ni había nacido, pero me han contado), ¿recuerdan la reacción de escándalo cuando a Lusinchi se le ocurrió espetar frente a las cámaras un “Tú a mí no me jo…”? Eso no es nada frente a lo que ahora se escucha desde las tarimas en Miraflores y, para ser justos, las bocas de uno que otro dirigente opositor. En vez de avergonzarse, todos creen que se la están comiendo.

Está además la militarización del verbo. Toda forma de expresión de la vida civil tiene que ser metamorfoseada para que parezca salida de unas barracas. Así, por ejemplo, las bases del partido son “unidades de batalla”. Los cónclaves de figuras destacadas son “Estados Mayores”. Hay un “Estado Mayor de la Cultura”, que reúne a artistas e intelectuales oficialistas, y un “Estado Mayor de la Comunicación”, con periodistas.

¿Hay algo más incoherente que las artes, la filosofía y la prensa, reinos por naturaleza de la diversidad, actuando bajo lineamientos militares?

La cosa no pasaría de farsa de mal gusto si no se tratara de un síntoma de la pretendida imposición desde el poder político de una uniformidad vertical del pensamiento y la acción, con inquebrantables estructuras de orden y obediencia, en la que el disenso es un enemigo que debe ser exterminado.

Tal vez el peor aspecto de la neolengua revolucionaria sea su obsesión por cambiarle el significado a los términos, para armar un vocabulario con el que explotar la insuficiente educación que en gobiernos anteriores fue una falla, y que en este más parece un objetivo. La cuestión ya fue tratada en este espacio, con foco específico en la transformación roja endógena de la palabra “oligarca”. Esta vez se hará un examen similar con otros dos descalificativos predilectos del chavismo: “fascista” y “neoliberal”.

A ver. Con estos adjetivos el PSUV y sus aliados se refieren sistemáticamente a la oposición, y sobre todo a sus dirigentes. Es decir, para el chavismo quienes lo adversan son al mismo tiempo fascistas y neoliberales. Pero, la idea de un “fascista neoliberal” es un adefesio semántico, una mamarrachada conceptual. Porque resulta que el fascismo y el liberalismo son inherentemente antagónicos. Se rechazan sin posibilidad de conciliación. No pueden convivir. La presencia de uno implica la ausencia del otro. Advierto de una vez que me deshago del prefijo “neo” por considerar que su añadidura a la palabra original constituye una etiqueta vacía, usada peyorativamente por la izquierda radical trasnochada. En realidad hay personas liberales y ya. Aunque se inspiren en autores más modernos que los clásicos de esta corriente (Smith, Ricardo, etc.), dudo que se hagan llamar “neoliberales”.

No es por menospreciar a nadie, pero tengo la impresión de que si se le preguntara a quienes repiten los señalamientos de fascismo y neoliberalismo en qué consisten esas acusaciones, no sabrían responder más allá de que son “algo malo”. Y es que el discurso de los líderes chavistas no arroja mayores luces sobre lo que significan los descalificativos que usa. Se limita a relacionarlos vagamente con comportamientos universalmente repudiados: egoísmo, prejuicio, violencia, etc. Es así como dos opuestos pueden convertirse en sinónimos.

Solo hace falta una indagación superficial, pero independiente, de los conceptos de liberalismo y fascismo para revelar su falsa fusión. En tal sentido, revisar sus orígenes basta. Comencemos por el más antiguo de los dos, el liberalismo. Su génesis está ligada al ascenso, en Inglaterra, de la burguesía comercial en el siglo XVII, a la que en el XVIII se le añadió la naciente burguesía industrial. A diferencia del continente europeo (con la excepción notable de Holanda), en la nación insular fueron los burgueses, y no la monarquía absoluta, quienes desplazaron a la nobleza terrateniente feudal como estamento dominante.

En torno a la nueva aristocracia, cuyos valores eran diferentes a los de la anterior, surgió una filosofía que pregonaba principalmente el laissez faire (“dejar hacer”). Esto es la mínima intervención del Estado en la economía nacional, dejando a los emprendimientos individuales relacionarse libremente en el mercado bajo leyes de oferta y demanda. Las autoridades públicas controlan lo menos posible la producción y distribución de bienes y servicios. Para los liberales, esto no necesariamente deriva en las injusticias sociales denunciadas por el marxismo. Sostienen que bajo este régimen el esfuerzo permite hasta a la persona de orígenes más humildes salir de la pobreza, y que la libre competencia estimula el ahínco por el trabajo de calidad. Todo eso se traduce, según ellos, en una colectividad más próspera por el agregado de individuos que luchan por su beneficio individual.

Aunque el liberalismo originalmente se concentró en aspectos económicos, con el tiempo algunas de sus tendencias se extendieron a lo social. Ejemplos: la libertad de cultos dentro de un Estado laico y, más recientemente, la libertad de identidad sexual y de consumo de sustancias tradicionalmente prohibidas.

Toca su turno ahora al fascismo. A lo largo del siglo XIX, gracias a la industrialización, la burguesía fue ganando terreno político en el continente europeo, como antes lo hizo en Inglaterra. El resultado de la Primera Guerra Mundial fue la estocada final para las monarquías absolutas y las viejas aristocracias agrícolas de “sangre azul”. Es entonces cuando surgen los movimientos fascistas entre los sectores más conservadores de la población, como una reacción, no solo al comunismo que amenazaba desde Rusia, sino a la consolidación del liberalismo.

Los dolientes del antiguo régimen no concebían una sociedad flexible de clases sociales, en la que se podía ascender y descender gracias al dinero. Añoraban el viejo sistema de división férrea por estamentos. Criticaban la situación del proletariado en el marco del capitalismo liberal, pero no porque la burguesía lo explotara, como sostienen los marxistas, sino porque lo explotara para su ganancia individual, sin considerar las “necesidades de la nación”.

El fascismo concibió un sistema económico en el que conviven la propiedad pública y la privada, pero con esta última totalmente sometida a los intereses del Estado, lo que se traducía en los intereses del partido de gobierno (ya que los fascistas identifican exclusivamente su ideología con el bienestar de la patria, igual que ciertas personas). Ello implicaba regulaciones para todo. Es el corporativismo de Mussolini, emulado en Portugal y Brasil con el nombre de “Estado Novo”.

Para tener de su lado a los campesinos y trabajadores, el fascismo les vendió la promesa de un futuro de gloria y redención nacional, el destino de una raza superior de la que son parte. Lograrlo implicaba una épica en la que todos, desde el ejecutivo más alto hasta el trabajador más humilde, conocen su papel y están felices de representarlo. Las clases sociales, en vez de luchar entre ellas, armonizan y luchan contra el sistema financiero internacional y los enemigos internos (etnias inferiores, inmigrantes, degenerados homosexuales, etc.)

¿Es todo esto cónsono con los principios liberales? Obviamente no. Ambas formas de pensamiento se han considerado desde el principio una amenaza el uno para el otro. El fascismo incluso depuso su conflicto con los comunistas para que entre los dos exterminaran el liberalismo europeo. Así estalló la Segunda Guerra Mundial. Alemania y la Unión Soviética se lanzan a conquistar el Viejo Continente. Pero la traición anticipada de Hitler a Stalin volteó la tortilla y llevó a una alianza entre los soviéticos y las democracias liberales (Estados Unidos, Reino Unido y Francia), que sepultó a los regímenes Mussolini y Hitler.

Así pues, tachar a la oposición venezolana de fascista y neoliberal al mismo tiempo es absurdo. Dicho lo anterior vale la pena preguntarse si se la puede catalogar en al menos una de estas categorías. ¿Está la MUD dominada por el liberalismo? Para nada. No hay que ser politólogo para darse cuenta de que la mayoría de los partidos que la componen pregonan alguna forma de socialdemocracia. Tiene sentido. Desde la revolución de octubre de 1945 esa ha sido la filosofía política predilecta de los venezolanos. Solo el chavismo ha podido disputarle esta posición, no con mucho éxito desde al menos el año pasado. En todo caso pueden verse aproximaciones al liberalismo en Vente Venezuela, el partido de María Corina Machado. Porque este país nunca ha tenido una tradición liberal como fenómeno de masas. ¿No lo cree? Pregunte por ahí a la gente si estaría de acuerdo con la privatización de Pdvsa y la UCV. Apuesto a que pocos responderían afirmativamente.

¿Y el fascismo? Por favor. Si tiene dudas, relea los párrafos anteriores. Hablar de fascismo en la MUD es una necedad todavía mayor.

Disertar sobre las cuestiones de la neolengua puede parecer una nimiedad mientras el país atraviesa esta tragedia. Pero no lo es. Estamos ante un Gobierno que se toma en serio la tesis goebbeliana de la mentira convertida en verdad por haber sido repetida mil veces. Combatir esa retórica es una forma de lucha válida, y discúlpenme si yo también sueno como un civil de verbo militar al decir esto.

Nota del editor: este artículo, publicado previamente en julio de 2016, se actualiza hoy a propósito de la Ley Antifascismo, aprobada en primera discusión en la Asamblea Nacional oficialista.

Las opiniones emitidas por los articulistas son de su entera responsabilidad y no comprometen la línea editorial de RunRun.es

 
 
 
Alejandro Armas May 13, 2016 | Actualizado hace 3 semanas
Oligarcas gritones ante un espejo

Espejo

 

Este régimen aspira a ser tan, pero tan revolucionario que ha decidido revolucionar hasta el idioma castellano. Imagino que sus cabecillas pensarán que la patria de Bolívar y Chávez no debe arrodillarse ante el mandato de la Real Academia Española, ya que eso sería colonialismo lingüístico, una capitulación del verbo rebelde ante Rajoy y otros malvados que no han entendido que Venezuela ha decidido ser libre en todos los sentidos.

Ergo, se han dado a la antiimperialista tarea de retorcer a su antojo las leyes del idioma. ¡Y miren que en eso de deformar normas son buenos! Para muestra lo que hacen todos los días con la Constitución. Pero dejemos eso a los amigos jurisconsultos y enfoquémonos en nuestro asunto de la revolución del lenguaje.

A estas alturas es evidente que el proceso de transformación endógena hacia un español del siglo XXI tiene que darse en todos los campos. A nivel ortográfico y gramatical está más que patente en varios de los tuits de dirigentes y medios de comunicación del Estado. Un ejemplo: aunque son sustantivos comunes, los términos “pueblo”, “patria” y “comandante” siempre deben comenzar con mayúscula. Otro es la falta de límites en la lucha por execrar el machismo que caracteriza a la lengua adeco-burguesa. Eso es lo que permite hablar de “millones” y “millonas”. Haya o no un equivalente femenino previo, la norma se debe cumplir, y también a nivel textual, sin importar que colectivamente esta inclusión de los dos géneros implique un gasto mucho mayor en tinta y papel. Minimizar la tala de árboles es una excusa inaceptable para la consumación del nuevo modelo en todos los órdenes.

Sin embargo, es en el terreno semántico donde se han lucido los cultores de la nueva voz popular (“¡No, no es vox populi! ¡Dejen las palabritas raras para confundir, pitiyanquis!”). Así, a varias palabras se les puede dar significados totalmente diferentes a los que aparecen en los diccionarios. Muchos ya han pasado por esta metamorfosis, pero por alguna razón el procedimiento ha sido más marcado en un puñado de adjetivos, casualmente los predilectos de la militancia del PSUV para descalificar a sus adversarios.

Las alteraciones conceptuales son tales que epítetos que por naturaleza se rechazan pueden ser unidos en matrimonio y convivir en una misma persona. Vemos de esta forma que un oponente cualquiera de la línea oficial es a la vez “fascista” y “neoliberal”, a pesar de que el fascismo es inherentemente antiliberal.

Hoy quiero detenerme un poco en la acepción dada por el discurso oficial a otra palabra. Me refiero a “oligarca”. Antes de eso cabe una breve acotación sobre el impacto que puede producir toda esta “neolengua” chavista en el contexto de un gobierno que se ha adueñado de los medios del Estado y los usa sistemáticamente y sin ningún recato en la promoción de sus intereses y opiniones. A medida que ese (ab)uso crece y se reducen a una mínima expresión los contenidos que desafían la retórica miraflorina mediante acoso permanente, se facilita la imposición a la colectividad de una realidad interpretada únicamente desde el centro del poder (ojo, se facilita, pero no se garantiza). En ese mundo de las ideas, que no es el de Platón, a quienes disienten del Ejecutivo les construyen perfiles negativos disparatados, y se disimulan ciertas características nada halagadoras de las autoridades rojas rojitas.

Justamente es lo que pasa con el término “oligarca”. El PSUV y sus socios minoritarios del Gran Polo Patriótico lo usan para referirse a un grupo de personas de las clases sociales más pudientes, y que componen la inmensa mayoría de los oponentes del chavismo. Entre las características de estos viles sujetos está el clasismo, el racismo, el desprecio por la cultura y tradiciones venezolanas, la inclinación por the American way y, por supuesto, una conducta reaccionaria y violenta ante los deseos del pueblo encarnados en la autoproclamada revolución bolivariana.

Pero, cuando se logra alzar los oídos más allá de la “neolengua” gritada, es fácil darse cuenta de que, en realidad, los oligarcas no son tales. Un primer indicio lo aporta la etimología. “Oligarquía” viene del griego oligos, que significa “pocos”, y archos, que es “gobierno”. Es el gobierno en manos de pocos individuos.

La cultura helena fue la primera en Europa que filosofó sobre este concepto, en el marco de las reflexiones sobre las diferentes formas en que las sociedades humanas se organizan.  El gran aporte original proviene de Aristóteles, quien precisamente definió al ser humano como un animal político. El sabio de Estágira dividió los tipos de gobierno según la cantidad de personas que ejercen el poder: uno solo, unos pocos o todos. Pero además, para cada una de estas categorías concibió una dicotomía entre los soberanos que ordenaban para satisfacer los intereses de la colectividad, o solamente los propios. En ese sentido, la oligarquía está del lado negativo de la polaridad: es un gobierno ejercido por unos pocos, para el beneficio exclusivo de ellos. Se diferencia así de la aristocracia, en la que un puñado de individuos también concentra todo el poder, pero con el bienestar colectivo siempre como norte.

Otro griego, Polibio, entendió la taxonomía aristotélica como un ciclo en el que se pasa por la monarquía, la tiranía, la aristocracia, la oligarquía, la democracia y la oclocracia, para luego caer de nuevo en la primera ante el desorden que supone la última. Aunque este pensador llegó a Roma como un esclavo en el siglo II a.C., quedó fascinado con el Estado republicano que ahí se había instituido. Pensó que este había zanjado la disputa sobre cuál de las formas de gobierno concebidas por Aristóteles era la mejor, porque combinó las propiedades positivas de todas. Por un lado había una diarquía (a veces monarquía) establecida en el consulado, encargado de la administración pública. También estaba el Senado, una aristocracia a la que se consultaba sobre asuntos de primer orden. Finalmente, el pueblo organizado en comicios o asambleas democráticamente hacía leyes y designaba a ciertos funcionarios clave.

Desde luego, la constitución romana idealizada por Polibio tuvo su apogeo mucho antes del advenimiento de la corrupción de la república y la sucesión de la misma por un principado despótico y a menudo controlado por la guardia pretoriana. El sistema virtuoso se vino abajo por desequilibrios entre los poderes que fueron surgiendo poco a poco.

No obstante, la idea de un régimen mixto quedó congelada durante siglos para volver triunfalmente con la Constitución de Estados Unidos y, luego, la fundación de otras repúblicas modernas. En estas un monarca (Presidente) comparte el poder con aristócratas (parlamentarios) electos democráticamente.

Por desgracia, las tiranías y oligarquías también se han manifestado en muchas ocasiones a lo largo de los siglos XX y XXI. Es eso lo que nos lleva de vuelta a la Venezuela de hoy. Desde el 6 de diciembre queda claro que quienes gobiernan el país son una minoría no respaldada por el resto de la población. Si ella fuera virtuosa, se adaptaría a esta realidad, o daría paso a otro grupo de individuos que sí de respuesta oportuna a las exigencias de la mayoría de los ciudadanos. Pero nada de eso ha ocurrido. La cúpula oficial descarta furiosamente cualquier concesión ante el soberano y proclama que ahora y para siempre seguirá haciendo las cosas de la misma manera que más de medio país rechaza. La ineficiencia y la corrupción ya no pueden escudarse bajo el manto de una nación que apoya el proceder de las autoridades. Eso de que “el pueblo manda” es una consigna desfasada y hueca.

Entonces, ¿quiénes son los verdaderos oligarcas? La mayoría de los venezolanos manifestó su interés hace más de cinco meses, pero los líderes rojos, de Maduro para abajo, se niegan a atender el llamado. Se limitan a disimular, a hacer como si no pasara nada, a abusar del castellano para gritarle “¡Oligarcas!” a los sometidos a esta peculiar oligarquía.

@AAAD25