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#HistoriaDeMédicos | La tragedia de los lazarinos de Villa de Cura en 1835

Imagen: fragmento de la obra Madre de la india, de Oswaldo Guayasamín.

@eliaspino

Entre las penalidades que afligen a los enfermos en nuestro siglo XIX, que hemos venido relatando en artículos sucesivos, destaca el abandono de los pacientes de elefantiasis. Como se entiende entonces que la lepra es un mal contagioso, se suceden actos de discriminación y abandono que convierten a los enfermos en parias sin redención. De seguidas veremos un testimonio elocuente sobre ese horror.

De acuerdo con un Reglamento de Policía que data de 1831, y con disposiciones de las Diputaciones Provinciales, publicadas en 1832 y 1848, era obligatoria la  reclusión de los leprosos en lazaretos, o su aislamiento en espacios alejados de las poblaciones. Cuando los lazaretos no se podían construir, ni podían mantenerse por carencias presupuestarias, asunto que era habitual, los enfermos que vagaban en los campos, y aun en las ciudades por descuido de la autoridad, eran mantenidos en un apartamiento tan riguroso como el que detalla el siguiente documento de 1835, procedente de Villa de Cura:

La consternación creada por dos pacientes de elefancia o Mal de S. Antonio aparecidos en la Villa, ha encarecido su envío al terreno escogido. Ya alejados de la población, y sin que haya relación con las personas sanas, la policía mantiene un cercado, en el que residen 20 o más, que nadie ve porque no se permite que una persona que no pertenezca a la guardia, se acerque en la distancia de diez leguas. Cada semana son subministrados de alimento, como maíz y granos, que se meten por una apertura, con la ayuda de una lanza estirada, y ella también cumple la función de alejarlos del sirviente que los pasa. Se mete agua cada tres días, siguiendo el mismo procedimiento. El pueblo entrega, cada dos o tres meses, ropa en la capilla del Santísimo, que se lleva igualmente, pero que los recluidos no usan por (sic) los dolores de la avanzada elefancia sofocan los movimientos corporales. Están encerradas tres mujeres y una niñita, que conviven con los apestados, del sexo masculino, no teniendo manera de impedir el contacto, por estar prohibida la entrada y desconocer las maneras de estar en el confinamiento. No ha habido un olor de un muerto, desde 14 de septiembre del año próximo pasado, pero sigue muy insufrible la pestilencia, de las llagas esparcidas por el viento. No ha habido escapatoria, de ninguno de los lázaros, para interés de la población, y cumplimiento de las ordenanzas.

Ni siquiera tienen los enfermos un techo para protegerse de las inclemencias del tiempo. Así parece, pues la fuente solo habla de una especie de potrero sometido a una vigilancia tan puntillosa que, aparte de impedir la relación con las personas sanas, no permite que los policías se enteren de las cosas que suceden en el interior del tapial que los confinaba.

Apenas un subalterno protegido por una lanza se aproxima a la rústica clausura en la que permanecen execrados. Apenas en el lapso de tres días reciben consuelo para la sed y en períodos más prolongados pueden hacerse de unas ropas que seguramente no les sirven para nada.

Solo el hedor de las purulencias es la pista para suponer cómo evolucionan los “pacientes” en la jaula. El informe detalla un encierro que no debió provocar reacciones de misericordia, sino felicitaciones, pues el responsable lo escribe porque forma parte de un menester humanitario y legal que  deben conocer sus superiores.

Evidencias de este tipo ofrecen versiones de la historia de Venezuela que no se relacionan con las hazañas bélicas. Ni pueden servir de pedestal para las estatuas de los próceres. Nos invitan a un recorrido inusual que descubre estrecheces, penurias y vergüenzas que se han metido debajo de la alfombra para no estropear la estética de la casa, o ante las cuales pasamos de puntillas para evitar el escándalo. De allí la utilidad de divulgarlas en la actualidad. Por lo menos, aunque confinadas en sus límites, ofrecen la posibilidad de nuevos conocimientos sobre el pasado.