Nuestro pecado original - Runrun
Alejandro Armas Ene 18, 2019 | Actualizado hace 3 semanas
Nuestro pecado original

CUANDO LOS VENEZOLANOS ANGUSTIADOS por la hiperinflación, la escasez, el descalabro de los servicios públicos y la delincuencia sanguinaria elevan las manos al cielo, invocan alguna deidad (o, con actitud más mundana, sueltan una o varias obscenidades) y se preguntan cómo fue posible que se permitiera que el país cayera en manos de la elite oficialista a la que atribuyen sus tormentos, hay un factor histórico muy poco recordado, dada su trascendencia. En esos momentos de amargura justificada, es bastante común señalar las elecciones presidenciales de 1998 e incurrir en un  reparto furibundo de culpas comiciales, a estas alturas un tanto ridículo, que a veces apunta hacia los pobres y otras hacia la clase media. Entre individuos específicos, Rafael Caldera es probablemente el más denunciado de todos por ordenar el sobreseimiento a quien terminaría siendo su sucesor. Los intelectuales de la época y los medios de comunicación son otros acusados habituales. Rara vez alguien se detiene a considerar el impacto que tuvieron las sentencias de la Corte Suprema de Justicia que abrieron las puertas a Hugo Chávez para que se deshiciera de la Constitución de 1961 por mecanismos que la misma no contemplaba. Esas sentencias cumplen 20 años y, desde un punto de vista más politológico que jurídico, serán el objeto de la tercera entrega en este conjunto de artículos consagrado a reflexionar sobre las dos décadas de hegemonía chavista.

La redacción de una nueva Carta Magna fue la propuesta bandera del ex golpista fracasado devenido en candidato presidencial. Pero Chávez, hombre de acción y (como buen militar) poco dado para las diatribas y negociaciones que seguramente hubiera requerido reformar la Constitución vigente, prefirió otro camino. Invocó un supuesto poder que radicaba en la colectividad ciudadana y que le permitiría a esta “darse a sí misma” una nueva ley fundamental. El argumento era que, como la soberanía reside en el pueblo, este dispone de facultades por encima de la Constitución como “poder constituyente”. Un mejunje de distorsiones de las teorías políticas de Hobbes, Rousseau y otros autores clásicos. Todo lo que había que hacer era consultar al pueblo si favorecía o no la propuesta presidencial.  Si bien este proceder fue bastante democrático y no dejaba el proceso en las manos de Chávez, hay que tener en cuenta que el mandatario disponía de su arreo populista: esperaba que su voluntad se identificara con la del “pueblo constituyente”, que dicho pueblo fuera una extensión de sí mismo. El líder castrense encarga una misión a su tropa y pretende verla ejecutada.

La Ley Orgánica del Sufragio y Participación Política de 1997 autorizaba que se consultara a los ciudadanos en referéndum a propósito de asuntos de trascendencia nacional. Chávez planteó que un plebiscito de esta naturaleza sirviera para que el pueblo se exprese con respecto a la convocatoria de una asamblea constituyente. No obstante, una respuesta colectiva afirmativa no podría ser vinculante, ya que la Carta Magma no permitía tampoco la formación de una constituyente por esta vía. De manera que la papa caliente fue arrojada a las puertas de la Corte Suprema de Justicia, en la avenida Baralt de Caracas. Se le preguntó a la Sala Político-Administrativa del máximo tribunal de la República si un referéndum consultivo cuyo resultado diera el visto bueno a la idea de Chávez bastaría para que en efecto el llamado se materializara. La sala debió responder con un rotundo “no”. Una república de ciudadanos libres se mantiene sana mediante el equilibrio entre la democracia y el Estado de Derecho. Por mucho que se pregunte al pueblo, este no puede estar por encima de las leyes. Porque ello supondría que son los hombres, y no las leyes, quienes ordenan, lo cual tiene nombre: tiranía. Tiranía de las mayorías si se quiere, pero tiranía al fin.

Pues bien, en vez de rechazar la idea de que los ciudadanos podían ordenar la formación de una constituyente, la sala emitió dos fallos plagados de ambigüedades y que no daban respuesta a la pregunta. Un galimatías que para efectos prácticos equivalía a no decir nada. Chávez respondió con una aplicación política del refrán “El que calla, otorga”. Así que el referéndum fue convocado por decreto. Hubo varios intentos de introducir recursos de nulidad contra esta medida en la Sala Político-Administrativa, pero todos fueron declarados inadmisibles por dicha instancia, lo cual ahonda su responsabilidad en lo que ocurrió después. Así, la Constitución vigente fue lacerada.

Se ha dicho que los magistrados de la Sala Político-Administrativa actuaron como lo hicieron debido al clima de opinión predominante en aquel entonces. Buena parte de las elites económicas, intelectuales y mediáticas del país estaban montadas en el tren de Chávez. Este acababa de ganar las elecciones presidenciales y gozaba de alta popularidad (aunque la muy baja participación tanto en el referéndum para convocar la constituyente como en las elecciones para las curules de la misma pone en duda cuán grande era el apoyo firme a este proceso en particular). Es decir, había una especie de atmósfera irresistible que influyó para que los jueces de la sala omitieran lo que la Constitución disponía. No importa. Ello no excusa a los magistrados por sus decisiones. Ese 19 de enero se hizo un daño enorme a la República (Aquí me permito una digresión: Entre los autores de las sentencias hay alguien actualmente identificado con un sector de la oposición que se presenta a sí mismo como única disidencia verdadera, lo cual no tendría nada de malo, si no fuera porque sus compañeros de militancia son bastante dados a descalificar como “abajofirmantes” a personas cuya opinión no comparten, por el hecho de haber colocado sus autógrafos en la infame carta de bienvenida a Fidel Castro de 1989. Cabe preguntarse si esas firmas, aunque lamentables, fueron más dañinas que las de los fallos emitidos una década después).

Pero, no es mentira que la ciudadanía en pleno tuvo una cuota de responsabilidad. Nunca se debió tolerar que la Carta Magna fuera vulnerada como ocurrió entonces. En vez de un grupo de personas respaldando activamente el planteamiento chavista y una mayoría indiferente o pasivamente favorecedora, el cuadro tuvo que haber sido uno de protesta ante los intentos de arrasar con la institucionalidad del Estado. Este fue el pecado original de la sociedad venezolana, el germen del desmantelamiento progresivo del Estado de Derecho, cuyas consecuencias hoy seguimos padeciendo. De acuerdo con el gran politólogo argentino Guillermo O’Donnell , las repúblicas democráticas son mucho más vulnerables a caer en las manos arbitrarias de líderes cesaristas si sus instituciones son débiles. Es por ello que cada ciudadano tiene el deber, en sentido kantiano, de velar por ellas. Esta es una condición sine qua non para la virtud pública.

En Venezuela, como producto de la seducción populista en un contexto de crisis en las condiciones de vida, nada de esto ocurrió. Instalada la Asamblea Nacional Constituyente, la entidad se atribuyó a sí misma la soberanía absoluta, en virtud de ser electa por el “pueblo constituyente”, y empezó asumir competencias de los poderes públicos existentes, de nuevo sin importar lo que la Carta Magna aún vigente decía. Pocos lo denunciaron.

En 2017, Nicolás Maduro llevó este nefasto juego político a otro nivel, al convocar una constituyente sin siquiera preguntar al pueblo su opinión al respecto. Bajo esa premisa, un mandatario puede refundar el Estado tantas veces como quiera, dejando a los ciudadanos solo el derecho a decidir quiénes redactarán las sucesivas leyes fundamentales (asumiendo que los respectivos procesos comiciales sean justos). Como Juan Vicente Gómez, quien mandaba a formular y desechar constituciones según le conviniera, pero con un paupérrimo camuflaje democrático en este caso. La entidad resultante lleva año y medio operando sin que se sepa casi nada sobre el texto que se le encargó, ni cuánto tiempo le tomará (la ANC del 99 estuvo activa alrededor de un semestre). Más bien se ha concentrado en ejercer los poderes que, con el mismo argumento retorcido de la soberanía transferida, le han permitido legislar, fijar fechas de votaciones e incluso impedir la juramentación de funcionarios electos por la ciudadanía. Esta es la tesis de la “supraconstitucionalidad”, según la cual el “poder constituyente” tiene soberanía absoluta y está por encima de la Constitución. Ya vimos lo que en realidad significa la facultad para ignorar las leyes. Palabras pomposas no pueden disimular esa realidad. Para justificar tales despropósitos, la elite oficialista cita a Carl Schmitt, quien ciertamente no fue un amigo de la democracia liberal y deliberativa, pero lo hace omitiendo los aspectos que sí son democráticos en su teoría, como expuso Ramón Escobar León en un reciente artículo.

En una Venezuela que haya recuperado su libertad y su democracia, no podemos olvidar la importancia del Estado de Derecho. Más nunca debemos permitir que un demagogo abuse del sufragio para avanzar proyectos que tienen mucho más que ver con sus intereses particulares que con los derechos civiles. Las instituciones son fuertes cuando sus ciudadanos velan por ellas. Así, son la garantía de que líderes potencialmente autoritarios que llegan al poder democráticamente no podrán abusar de su autoridad. Hoy, varias sociedades en América y Europa tienen el reto de defender sus instituciones. Los venezolanos lo tuvieron en 1999 y no pasaron la prueba (yo era un niño entonces y por eso hablo en tercera persona). ¿Habremos aprendido la lección?

 

@AAAD25