Un mayo anterior a Mayo 68, por Sebastián de la Nuez

 

Uno lo cuenta ahora y sigue sin creérselo del todo, como si formara parte de una leyenda que ha engordado con exageraciones y tergiversaciones al correr del tiempo.

Y resulta que no, no hay exageración ni tergiversación alguna.

Uno cuenta la historia a su manera, que es una mezcolanza arbitraria de lo que ha escuchado de otros —incluso de boca de alguno de sus protagonistas— más lo que deduce por propia cuenta, pero insistiendo en lo esencial, o sea, su condición de gesta inconducente, fútil, utópica, romántica y suicida. Ocho individuos queriendo invadir el país. Claro que esa no era la idea de Fidel Castro Ruz, él nunca habló de invasión, pero ese fue el nombre que le puso Rómulo Betancourt  o quien estuviera a su lado: una invasión por todo el cañón; una invasión cubana a Venezuela en mayo de 1967, en plena Guerra Fría.

Hace tres sábados aparecieron unas palabras del filósofo y sociólogo Jean-Pierre Le Goff en el suplemento Babelia que bien podrían servir para ilustrar aquel mayo anterior al Mayo Francés del 68: «El fenómeno fue positivo, pero no su legado.» Las dijo en una entrevista hecha para el suplemento sabatino de El País por Alex Vicente, y habló también del carácter del levantamiento como una gran puesta en escena, un psicodrama: una tremenda explosión simbólica. Se produjo paralelamente a la revuelta estudiantil una huelga general a la que se sumó el sector obrero y todo ello llevó a una crisis política que hizo tambalear a De Gaulle. De eso, durante este mes, se celebran o se conmemoran cincuenta años, pues además, como es sabido, el estallido no solo fue en Francia sino en otros países a uno y otro lado del Atlántico. Poco después incluso las voces de Mick Jagger —Los Rolling Stones— y John Lennon —Los Beatles— resonarían en alusión a las manifestaciones callejeras aquí y allá.

Esa lectura del sociólogo Le Goff, quien una vez —casi no podía ser de otro modo perteneciendo a esa generación, siendo un intelectual y simpatizando con la revuelta— fue maoísta, es la clave para entender el mayo anterior al del 68. Ese otro mayo, el del 67, lleva un nombre vernáculo, Machurucuto, y un apellido arbitrario pero apropiado: Revolución sin Pollo.

Machurucuto, para quien no lo sepa, es una larga franja de playa en la costa barloventeña, sitio ideal para tender un chinchorro entre dos cocoteros y echarse a ver pasar la vida. Norberto Fuentes cuenta en Dulces guerreros cubanos un ligero episodio, casi de pasada, relacionado con este otro mayo. Cuenta Fuentes que en 1967 llega a Cuba el grupo del venezolano Baltasar Ojeda (un experto en asaltar bancos, dicho sea de paso) y él es designado, junto con otros compañeros revolucionarios, como su instructor. Pero después los mueven (a los venezolanos) para pasar a ser instruidos por Tommasevich, «el cual se infiltra el 8 de mayo de 1967 por Machurucuto, siendo la operación un fracaso debido a la falta de preparación de la balsa (que debía dar apoyo de fuego al grupo de desembarco) de Briones. Debido a este fracaso y al escándalo que se creó se suspenden las operaciones del grupo de Baltasar Ojeda, y es entonces que nos llega el grupo de guatemaltecos de Rolando Morán.»

En fin, si la pradera latinoamericana no se podía incendiar por ese lado, ahí estaban los guatemaltecos para intentarlo por otro. Pero de que incendiarían Latinoamérica por algún sitio no cabía duda. El Che ya planeaba irse a la sierra de Bolivia. Acuérdense: todo foco guerrillero se crea para convertirse después en un ejército.

Sin saberlo a ciencia cierta, los guerrilleros venezolanos fueron peones de la estrategia de Fidel Castro en esa época: incendiar América Latina de subversiones. Hay una carta enviada por el Che a la reunión tricontinental en la que participaban movimientos revolucionarios de Asia, África y América Latina. Enero de 1966 en La Habana. El Che decía que había que crear tres, cuatro o cinco Vietnam en América Latina. Venezuela era la joya de la corona pues, dentro de la lucha subversiva en esta parte del mundo, contenía el cofre de las reservas petroleras. Y el líder cubano ya pensaba en la utilización del petróleo como un arma política.

Héctor Pérez Marcano, fastidiado por los achaques hoy debido a su provecta edad, recuerda cada detalle de aquella operación de la cual formó parte, que inicialmente contaba con 35 cubanos y quince militantes del MIR. Ojeda, el que menciona Fuentes, andaba en realidad por otro lado. También figura Luben Petkoff, quien ya había protagonizado un desembarco fracasado en 1966 por Falcón, junto con Arnaldo Ochoa, el hombre que sería fusilado el 13 de julio de 1987 por orden de Fidel Castro luego de haberle servido en Angola. Hubo incidentes en La Habana durante los preparativos para el desembarco por Machurucuto. La expedición se retrasó y se redujo el número de hombres que la integrarían, quedando finalmente en ocho, cuatro cubanos y cuatro venezolanos. Los cuatro cubanos eran oficiales del ejército revolucionario, con experiencia guerrillera y cargos importantes dentro del régimen. Uno de ellos, Raúl Menéndez Tomassevich, citado por Fuentes, era el segundo dentro del Ministerio de la Defensa, nada menos que el viceministro. Dice Héctor que las intrigas de Luben Petkoff estropearon los planes. Había rivalidad y estar con Fidel, cerca de él, era estar en la pomada. También se disputaban recursos. No se hablaba de invasión sino, antes bien, de infiltración para reforzar el cerro El Bachiller y el núcleo mirista en el oriente del país. Los del MIR, en principio, solo habían buscado entrenamiento para volver por tierra, vía Colombia, pero fue el mismo Fidel quien habló de desembarco: «Vamos a armar una operación similar a la que yo hice desde México, ¡un desembarco! Una cosa más efectiva y segura». Claro, todos estuvieron de acuerdo.

Pero ya fuera por culpa de Luben o por lo que fuera, terminaron yéndose estos ocho.

Y la operación fue un desastre.

¿Por qué? Porque en el grupo de los instructores se había infiltrado un agente de la CIA. Y la CIA había alertado al Ejército venezolano, aunque este se quedó esperando en vano pues la cosa había sido pautada para noviembre de 1966 pero no se dio en esa fecha. El Ejército venezolano estuvo aguardando, como caimán en boca de caño, en vano. Y siguió esperando después, emboscado, en enero, febrero y marzo de 1967, pero no fue sino el 8 de mayo cuando se produjo el arribo de la embarcación cubana, a las dos de la madrugada. De los cubanos, uno cayó al mar y se ahogó (y eso que era un hombre rana) mientras que dos fueron capturados vivos. Uno se ahorcó en el Sifa y otro fue ajusticiado, o asesinado, en el campamento antiguerrillero de Cúpira. El comandante Izarra atestiguó esto último. El cuarto cubano era Ulises Rosales, general de División, por entonces capitán. Sobrevive. Había cuatro cubanos más, tripulantes del barco que los trajo, pero ya eso es entrar en pormenores y lo explica mejor el propio Pérez Marcano en su libro de ganchoso título La invasión de Cuba a Venezuela: de Machurucuto a la revolución bolivariana. Lo interesante, a los efectos de este artículo, está en la dimensión simbólica de lo que viene después del desembarco, cuando Héctor Pérez Marcano, Moisés Moleiro y los otros dos miristas deambulan durante cien días por los montes de los estados Miranda y Guárico tratando de encontrar a sus compañeros de El Bachiller, quienes habían huido rumbo a Guatopo bajo el supuesto de que, siendo parque nacional, no se le ocurriría al Ejército buscarlos allá. Tuvieron razón. Se habían convertido en una banda macilenta y disminuida: los que se habían salvado de la metralla o de ser lanzados al vacío desde helicópteros, andaban enfermos y desmoralizados, o medio majaretas por los sustos y sufrimientos padecidos. Cien días buscando a ese grupo de 21 fugitivos desahuciados. Veintiún hombres en busca de su propio tiempo perdido a los que pudieron unirse finalmente los cuatro invasores luego de deambular durante cien días.

 

 

No, no hay exageración alguna: hay una épica de los perdedores que merece un sitio en la Historia. ¿Acaso ningún estudiante de la Sorbona jamás leyó aunque fuera una breve nota sobre esta gesta en alguno de esos periódicos tipo Le Matin o L´Humanité? ¿No habrá sido tocado por esa locura algún joven más allá del mar Caribe, no la habrá almacenado en su alma, esta descabellada y patética aventura, para desenfundarla un año más tarde como un sable en las calles de Francia?  A lo mejor, ese intento de invasión de ocho intrépidos latinoamericanos, en particular, animó a unos cuantos algunas de esas mañanas de Mayo 68 a montar una barricada en pleno Barrio Latino de París. Si ocho tipos torpes se las había jugado contra el imperio dentro de su propio continente, el Ejército local, la OEA, el TIAR y todo lo demás, ¿cómo uno, burgués estudiante parisino, no lo podía intentar contra el viejo De Gaulle?

Antes que Mayo 68 hubo un Mayo 67, alguna huella ha debido dejar. En Francia, lo ha dicho al menos la izquierda, Mayo 68 abrió las puertas de la modernización, haciendo posible un país más tolerante y democrático. ¿No puede uno imaginar que de algún modo —hasta cierto punto misterioso, desde luego— esta invasión de mayo 67 en Venezuela, y las demás acciones revolucionarias en suelo criollo, cruentas o no, fracasadas siempre, hicieron a su vez más tolerante al pueblo llano? Quizás el venezolano de a pie se hiciera de tal modo condescendiente que 31 años después dio a perdedores de oficio y resentidos por heredad todo el poder posible, toda la impunidad apetecida desde aquella época (o desde antes).

Ocho individuos desembarcando en una costa a las 2:00 am, simbolizando la batalla de David contra Goliat. De ellos quedarán cuatro que iniciarán una caminata a ciegas durante cien días con sus noches para reunirse con sus 21 compañeros en fuga. Hay una épica conmovedora, un petardazo simbólico  como aquel del cual habla Le Goff, una tragicomedia —mejor que un psicodrama, incluso— digna de encender la imaginación romántica en tiernas mentes estudiantiles. Los símbolos mueven y hacen que cambie el mundo.

Moisés Moleiro y Héctor Pérez Marcano recorriendo Miranda y Guárico con diez mil dólares en el bolsillo más diez mil bolívares de la época, dinero para apoyar la causa. Pero no podían comprar comida con eso ni con nada pues a su paso encontraron pura tierra arrasada. El Ejército venezolano aplicaba una táctica antiguerrillera, y esa táctica significaba, en la práctica, ranchos deshabitados, cero comida. Encontraban, los cuatro del MIR, papeles pegados en las puertas de las casitas de tablas y zinc donde el Ejército invitaba a sus moradores a defender la democracia.

Héctor y Moisés le recomendamos al partido la eliminación del frente guerrillero del cerro El Bachiller, y fusionarlo con el de oriente. El Bachiller llegó a tener hasta cien combatientes entusiasmados, entre los cuales estaban los legendarios hermanos Soto Rojas.

 

 

Todo formó parte de los graves errores que cometió la izquierda venezolana, en especial el MIR y el PCV. La lucha armada no tenía ninguna posibilidad en Venezuela. Quien lo tuvo claro desde el principio fue Rómulo Betancourt. Cuando le dijeron que se habían abierto unos frentes guerrilleros en Falcón y Lara comentó que aquello no tendría ninguna posibilidad: «Eso será como un arroz con pollo sin pollo», dijo. Se refería al hecho de que en aquella época el campesinado venezolano era netamente adeco, y toda lucha guerrillera partía de la incorporación de ese sector para ir construyendo un ejército revolucionario. Y, en efecto, el escenario que se les presentó fue limitado. No tendrían sino focos guerrilleros, pero todo foco se crea para convertirse después en un ejército. No sucedió nada de eso.

 

 

Y uno vuelve a contar la historia de este mayo que precedió al Mayo Francés, así que algo de antecedente tuvo y así puede considerarse en buena ley. Se cuenta esta vez desde una mirada actual, es decir, desde la perspectiva de la relación de los hechos referidos —y de su resonancia en el tiempo— con el ingrato presente. Hay algo en el desembarco de Machurucuto eternamente amarrado a este presente que ya tiene veinte años clavado en el alma del venezolano. Esa explosión que solo brindó tragicomedia y simbología, la del levantamiento o insurgencia al estilo castrista, todavía lleva potencia en sus maldecidas, aunque insumergibles, alas de plomo. Se revela en este duelo que no cesa. Uno, periodista, insiste, cuenta la aventura como hito y épica, contribuyendo así al disparate. Uno lo recuerda, el episodio, y se despierta un tufo a lo Joseph Conrad contando una saga en alta mar a finales del siglo XIX. A Jack London. A Emilio Salgari. Porque lo ha oído desde siempre y lo vuelve a escuchar de la propia voz de uno de sus protagonistas y suena como una triste canción repetida. Pero así es la gente, así es el periodismo: a uno le gustan las viejas canciones de amor no correspondido, tan melancólicas, tan trasnochadas.

 

@sdelanuez