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Ezequiel Zamora

#CrónicasDeMilitares | El entierro secreto de Ezequiel Zamora
Al general Ezequiel Zamora lo enterraron con sigilo bajo tres árboles en el patio de una casa abandonada

 

@eliaspino

Como se sabe, el general Ezequiel Zamora murió durante el sitio de la ciudad de San Carlos, el 10 de enero de 1860. Fue un suceso que provocó consternación en el bando federal. Pero también sospechas, porque se llegó a pensar que había sido asesinado por una facción de oficiales federales descontentos con su jefatura, o por órdenes del general Juan Crisóstomo Falcón, líder formal de la revolución.

Sobre el tema ha circulado abundante bibliografía para los aficionados al trabajo de los detectives, que no se trajinará ahora. Solo se acudirá a la descripción del general Antonio Guzmán Blanco, testigo presencial de la muerte del célebre caudillo, para ver cómo se procuró mantener en silencio, mientras se pudiera, un asunto de trascendencia para la evolución de la guerra.

Guzmán, quien entonces es el secretario general de Falcón, está con Zamora cuando una bala le entra por un ojo y lo mata inmediatamente. La trascendencia del episodio lo lleva a redactar una descripción muy leída en su tiempo, En defensa de la causa liberal, a cuyos detalles acudiremos para conocer el tratamiento del trascendental episodio en una primera instancia. Pero veamos antes el relato de la caída del héroe federal, en plena actividad para la toma de San Carlos. Escribe Guzmán:

Zamora sostenía un encontrado monólogo, del cual oí: ´Sí… allí… dos… muy bien… ahora mismo´. Mientras se decía él estas palabras, veía alternativamente hacia las guerrillas que peleaban y hacia el flanco descubierto. Como en uno de esos movimientos tocó con su hombro el mío, yo di un paso lateral a la derecha para no estorbarle y diciendo ´Ca…´ cayó sin acabar de articular la palabra, doblando las rodillas y descendiendo su cuerpo de espaldas en mis brazos.

Cuando al sujetarle vi que una bala le había entrado por el ojo derecho y sentía el torrente de sangre ardiente que le salía por el occipucio, bañándome el brazo izquierdo con que lo sujetaba, comprendí al instante que ya era cadáver el héroe de Tacasuruma, de Quisiro y El Palito, de San Lorenzo y Santa Inés, El Corozo y Curbatí; alma del hasta entonces victorioso Ejército Federal».

Dejó el cadáver al cuidado de un valiente guerrillero de apellido Piña, ordenándole que impidiera el acceso de soldados al lugar. Y corrió a buscar a don Juan Crisóstomo, su jefe.

El general Falcón se quedó estupefacto… ´!Qué desgracia, Santo Dios!´, exclamó. La intensidad de la mirada con que me vio, la expresión nerviosa de su boca, la consternación de toda su noble fisonomía, me impidieron decirle nada más».

Pero seguramente tomaron la decisión de hablar sobre la pérdida con el general Trías, para que continuara en la dirección de las operaciones en desarrollo, como hizo, y para proceder al ocultamiento del cuerpo que todavía estaba caliente. Guzmán ordenó a Piña que lo tapara del todo con su cobija, especialmente la cara, y después se apresuró a actuar como sigiloso enterrador. Leamos lo que escribió en su Defensa de la causa liberal:

Aprovechando las horas del día que quedaban, busqué los útiles e instrumentos del caso y cuatro soldados de Nutrias y Libertad, de aquellos primeros que tomaron las armas en tiempos de Espinosa, y escogí por último el patio de la casa, que me pareció preferible, porque los habitantes de esta habían emigrado y, además, se encontraba fuera del tráfico de las líneas de ataque. El patio tenía, afortunadamente, tres árboles que afectaban un triángulo isósceles, y podían servir en todo evento de señales el día que allí hubieran de sacarse los restos del Valiente Ciudadano.

Como a la una de la madrugada abrimos la fosa, depositamos el cadáver y lo cubrimos con tierra muy pisada. La sepultura, como sus alrededores, los regamos con los despojos y basuras de los corrales inmediatos, y estuvimos los cuatro soldados y yo durante una hora pisando y repisando estas basuras y despojos para que a la claridad del día la simple vista no pudiera sorprender el secreto.

Acto continuo, regresé al campamento y puse en manos de cada uno de los cuatro soldados una boleta retirándolos a su casa y recomendándolos a todos los jefes y ciudadanos del tránsito que estaban al servicio de la Federación.

Muy temprano, antes del toque de diana, salieron y los acompañé para sacarlos del campamento hasta el paso real del río San Carlos».

Una operación urgente y confidencial, como se ha visto. Un trabajo conveniente para que, en un trance importante de la contienda, no se sintiera la ausencia del guerrero más talentoso y admirado de la causa federal. El ardid funcionó durante el tiempo necesario para evitar que no se perdiera el entusiasmo por la revolución, y para que pudiera Falcón asegurar una jefatura sin disputa. No se pudo evitar la maledicencia provocada por la inesperada muerte, debido a que solo elementos federales estaban en las cercanías del hecho, y por un oficio funerario tan insólito, pero las aprensiones se disiparon mientras la guerra seguía su curso hasta la derrota del gobierno central.

#CrónicasDeMilitares | El general Zamora tenía esclavos
Ezequiel Zamora se ocupó en su momento del abolicionismo monaguero (1854), pero desde la perspectiva de los propietarios…

 

@eliaspino

Muchos historiadores han considerado a Ezequiel Zamora como adalid de las causas populares, como una especie de adelantado del socialismo y de las revoluciones populares en el siglo XIX. Gracias a esa celebridad fraguada en numerosas hagiografías, el régimen chavista lo ha elevado a la cima de la santidad revolucionaria al proclamarlo como pilar de su ideología. Su sacrificio en la Guerra Federal, una muerte llena de sospechas y la cual se atribuyó a propósitos reaccionarios, a fuerzas de la cúpula distanciadas de la causa de los campesinos y los peones más humildes, ha cementado su pedestal de paladín de las reivindicaciones del proletariado. El libro de Adolfo Rodríguez que frecuentamos cuando buscamos verdades sobre el personaje (La llamada del fuego, Caracas, Academia Nacional de la Historia, 2005), despedaza el mito.

En anterior artículo llamamos la atención sobre la primera participación de Zamora en guerras civiles, a la altura de 1846 contra la administración del presidente Soublette tutelada por Páez, en la cual, de acuerdo con los biógrafos más entusiastas, proclamó la liquidación del latifundio, el reparto de las tierras entre los labriegos y la igualdad de los hombres todavía pendiente de establecimiento legal. ¿Sucedió así? ¿Hizo tales propuestas el hombre  a quien se conocerá como General del Pueblo Soberano? Los testimonios recogidos por Rodríguez sobre su conducta de 1854, cuando el presidente José Gregorio Monagas decreta la abolición perpetua de la esclavitud, siembran sólidas dudas sobre el asunto.

Enviado a Ciudad Bolívar como comandante militar, Zamora participa en los actos que organizan los representantes del gobierno para festejar el decreto de abolición. El 16 de abril acompaña al gobernador de Guayana y a los altos cargos civiles y religiosos a un tedeum, después del cual se lanzan salvas de cañonazos y se realiza una corrida de toros. También acude a dos terneras muy concurridas y a un concierto de violín en el cual se ejecutan composiciones de Beethoven, Kommer y Donizetti. No habla entonces en las funciones, permanece callado, apenas aplaude y levanta la copa, quizá porque solo esté pendiente de la noticia de su ascenso que todavía no ha llegado de Caracas. La nueva lo ilumina en marzo, cuando el correo anuncia su elevación a General de Brigada.

Puede entonces ocuparse del asunto del abolicionismo monaguero, pero desde la perspectiva de los propietarios.

El 4 de junio comparece ante la Junta de Abolición de Ciudad Bolívar, para gestionar indemnización por las propiedades que han dejado de existir debido a la medida. Presenta documentos que lo acreditan como dueño de las esclavas Juana Nepomucena y Nieves, las dos de 36 años, valoradas cada una en 300 pesos porque gozan de buena salud; y de los manumisos Francisco María y Candelario, que pueden valer entre 60 y 150 pesos que espera sean considerados por la tesorería. Como en anterior intento se le había negado el trámite de indemnización de tres adolescentes porque no tenía “las escrituras correspondientes”, aprovecha la ocasión para presentarlas. En ellas se prueba ahora que también han sido sus siervos Rafaela, de 5 años, junto con Bonifacio y Jacinto que estaban cumpliendo los 15. En noviembre otorga poder a José Manuel García, su primo, para que gestione en la oficina de abolición el pago por dos esclavas que no pudo reclamar en la gestión anterior. La cuenta se eleva así a 9 “piezas”.

Mal año este 1854 para don Ezequiel, tanto para su bonanza material como también para su fama. Pese a sus flamantes insignias del generalato, no solo debe ponerse entonces a esperar el pago de unas propiedades que atesoraba, y ante cuya existencia no había mostrado señales de incomodidad, sino también a desear que los candorosos revolucionarios del futuro no supieran que las tuvo.  

#CrónicasDeMilitares | Zamora arrepentido
“Estos sentimientos mal coordinados son la expresión de mi corazón arrepentido que acaba de salir de la sombra oscura del error y del engaño (…) volví a ver la ilustración de jefes y jueces que se acercaban a la presencia de este mismo reo…”, expresa Zamora ni corto ni perezoso ante el temor a la pena de muerte

 

@eliaspino

En 1845, cuando aumenta la beligerancia entre godos y liberales, un pulpero de Villa de Cura, poco conocido, se levanta en armas. Se llama Ezequiel Zamora, apoya la candidatura presidencial de Antonio Leocadio Guzmán, calificada de subversiva por el gobierno, y se hace de un liderazgo capaz de encontrar seguidores en la población que habita y en lugares aledaños. En septiembre de 1846 sale a dar batalla apoyado por capitanes populares que agitan la bandera del reparto de tierras, la igualdad de los hombres y la abolición de la esclavitud. Una fama que pronto se multiplica hace que cuente con un numeroso contingente de campesinos que se baten contra el ejército en cuya cabeza sobresale el general Páez, figura dominante desde 1830. Finalmente es derrotado, pero apenas inicia su carrera.

Todo sucede cuando va a empezar la gestión de un nuevo mandatario, José Tadeo Monagas, convocado por el Centauro para que calme las desatadas pasiones; y mientras don Antonio Leocadio, un político que ha llegado a la cima de la popularidad por sus escritos en el periódico, es condenado al patíbulo por sedicioso. Se espera el mismo destino para el pulpero alzado, quien acapara los comentarios de la prensa y los rumores de los corrillos por el atrevimiento de sus consignas y porque los sectores populares comienzan a describir su épica con entusiasmo. En medio del aprieto, Zamora escribe en El Centinela de la Patria, en la entrega del 3 de mayo, un texto titulado Reflexiones, a través del cual pretende justificar sus actos y del que veremos unos fragmentos a continuación.

Después de dar cuenta de la conmoción que sufre al entrar a su calabozo, no demora en hacer el panegírico de Páez. Afirma, ni corto ni perezoso:

Grande fue para mí la noche que entré al cuarto de mi prisión, veía que se dirigía hacia mí el padre de la patria, S.E. el General en Jefe. Mi corazón lleno de júbilo le contemplaba y le admiraba, yo mismo me decía: si éste fuera el tiempo de la antigüedad, los venezolanos harían un templo y la erigirían una estatua adorándole como el Dios de la clemencia».

El hombre fuerte había pasado por la cárcel, en efecto, pero solo para asegurarse de que el reo estuviera debidamente aprisionado. Que el reo se animara a proponerle laureles se comprende porque podía correr la misma suerte de Guzmán, su líder y candidato. Y porque, según agrega, las circunstancias lo habían llevado de nuevo a la ecuanimidad. Veamos:

Estos sentimientos mal coordinados son la expresión de mi corazón arrepentido que acaba de salir de la sombra oscura del error y del engaño, y entra por segunda vez aunque agobiado por el peso de los grillos, tomando los suaves rayos de la aurora y claro día, esto es, volví al seno de mi pueblo, volví a ver tantos objetos que encantaban mi vista; y, en fin, la ilustración de jefes y jueces que se acercaban a la presencia de este mismo reo».

La cárcel le ha devuelto la claridad, lo ha sacado del extravío, especialmente por las virtudes de quienes se encargarían de contenerlo y juzgarlo.

Pero, ¿estamos ante un buen argumento para recibir benevolencia y obtener la libertad? No, tal vez. De allí que Zamora trate de librarse de culpas buscando en la prensa subversiva los motivos de su alzamiento. Escribe:

No era yo el mismo Zamora que en tiempos pasados me desesperaba por arrojarme entre las líneas de los malhechores que trataban de perturbar el orden público, la moral y la equidad, no era yo el mismo que siempre obediente al gobierno me gloriaba cuando se me ocupaba, el mismo que hoy conoce que se dejó arrebatar por la prensa desmoralizadora».

Cambia el rumbo de su vida por los periódicos liberales que pasaban ante su vista y que comentaba a su manera con los clientes de la pulpería. Una imprenta “desmoralizada” lo había llevado a un entendimiento erróneo de la realidad y a la subversión que debía pagar con la vida. Ahora lo entiende, quizá demasiado tarde, pero no tiene más planteamientos capaces de conmover al juez. No serán suficientes porque es condenado a muerte, pero entonces esos suplicios terminales pueden cesar por orden superior.

Para alejarse de la tutela de Páez, el flamante presidente Monagas perdona a Guzmán a cambio de un destierro perpetuo. Después lleva el caso de Zamora a una sesión del Consejo de Ministros, cuyos miembros  le conceden benevolencia a cambio de diez años de prisión. Todo está descrito con detalle en un libro de Adolfo Rodríguez, La llamada del fuego, que ha servido de guía para lo que están leyendo (Academia Nacional de la Historia, Caracas, 2005). Pero falta un curioso pormenor: quizá sin el arrepentimiento desembuchado en la víspera, el prisionero escapa antes de que suceda su traslado a otro penal. Apenas está empezando una historia que alcanza su clímax durante la Guerra Federal.

Elias Pino Iturrieta Ago 05, 2020 | Actualizado hace 4 semanas
La crisis de la Guerra Federal

El caballo rojo (1974), de Pedro León Zapata. Óleo sobre tela, 70.5 x 85.5 cm. La imagen acompaña el artículo Los caballos de Zapata, publicado Letralia.

@eliaspino

En 1867, Ricardo Becerra, un pensador de la vanguardia liberal, lamenta las matanzas de la Guerra Federal. Después de observar los resultados catastróficos del gobierno del Mariscal Falcón, sugiere una especie de borrón y cuenta nueva para volver a los tiempos del centralismo establecido cuando se funda la república. Becerra dirige El Federalista, periódico célebre de la época, afecto a las corrientes triunfales y leído con fruición por los seguidores del oficialismo, pero descubre desde su atalaya un panorama oscuro que lo conmueve hasta el extremo de mostrar su arrepentimiento por haber figurado entre los animadores del conflicto.

Guzmán Blanco se ve obligado a contestarle, porque se trata de un vocero capaz de provocar reacciones impredecibles; y a su testimonio, difícil de subestimar, acudimos ahora para aproximarnos a la segunda tragedia de la historia de Venezuela, después de la guerra de Independencia

La Guerra Federal, que trascurre entre 1859 y 1863, lleva a la sociedad a una calamidad parecida a la que funda la república.

La trascendencia de la conmoción se resume en el número de hechos armados que se desarrollan entonces en todos los rincones del mapa, menos en los Andes.

La muralla de las cordilleras salva a una región que espera su entrada en la política nacional por la puerta grande, mientras el resto del territorio es presa de la desolación.

Entre batallas de importancia y escaramuzas, los historiadores cuentan 2000 encuentros que dejan un saldo de 200.000 cadáveres en un lapso de cinco años. Datos suficientes para calcular la estatura de los perjuicios que se ciernen sobre la colectividad, y que parecían de difícil retorno después de casi cuarenta años de convivencia relativamente atemperada.

En el terreno de la economía la situación se traduce en una agricultura en cenizas, que se había alejado del abismo después de la desmembración de Colombia, y en una parálisis del comercio parecida a la que predominó hasta el triunfo de Carabobo contra los realistas. El joven arcediano Antonio José de Sucre, sobrino del héroe de Ayacucho y a quien esperan horas tumultuosas frente a  los liberales, afirma en 1866 que la situación obligaba a comenzar la vida desde su principio, como si antes no hubiera existido nada constructivo.

El país había intentado un experimento de gobierno que congeniaba con los adelantos del siglo y con el establecimiento de costumbres burguesas; un ensayo de deliberación que se quería alejar de la violencia, una administración que al principio se distancia del escándalo y detiene la corrupción de los políticos, una tradición de pensamiento solvente sobre los problemas esenciales, pero la Guerra Federal echa las contribuciones al rincón.

Un conglomerado de soldados harapientos reclama ahora el puesto que le ha negado el proyecto liberal, pero lo hace en términos amenazantes.

Sus gritos de “muerte a los blancos” y de “muerte a los que saben leer y escribir”, salidos de las huestes de Ezequiel Zamora y repetidas por las partidas realengas que florecen a partir de 1862, auguran situaciones de enfrentamiento que apenas se habían abocetado. Ahora pretenden posiciones de vanguardia los representantes del pueblo “feberal” y los gritones de la “feberación”, para iniciar un proceso cargado de desafíos cada vez más riesgosos para el republicanismo que ha buscado establecimiento trabajosamente. En medio de la conflagración los conservadores se dividen mientras el viejo Páez cae en la tentación de la dictadura, para que una pieza fundamental de la balanza del poder se vuelva polvo.

Los godos encuentran reemplazo en los caudillos del pueblo “feberal”, líderes sin mayores luces pero sustentados en muchedumbres lugareñas y en la influencia del coraje físico, que desestabilizan la marcha de los asuntos públicos hasta la llegada del siglo XX, cuando sus desmanes y sus años los vuelven rivales endebles para el castrismo y el gomecismo salidos de unas montañas virginales.

Como añadidura, durante el gobierno del Mariscal Falcón, ya concluida la Guerra Federal, suceden más de un centenar de combates a través de los cuales la anarquía se ensaña con una comarca muerta de hambre. Un pronunciado dislocamiento conduce al retorno del octogenario José Tadeo Monagas a la casa gobierno.

La vuelta de un dictador despreciado y derrocado en la víspera inicia un lapso de rapiña y mediocridad, el “Gobierno Azul”, breve por fortuna, gracias a cuyo paso podemos entender la magnitud del sumidero a que llega entonces Venezuela.

Un hijo y un sobrino del anciano soldado se disputan el poder, sin más credenciales que sus familiares agallas y solo con la fuerza de una soldadesca grosera. Las calles de Caracas son tomadas por bandas de alborotadores, los llamados “lyncheros”, que siembran el pánico sin que nada les estorbe. Es tal la confusión, son tales la pobreza de la discusión política y la falta de luces, que la autonomía de las regiones planteada como causa de la conflagración termina en un ensayo de centralismo que no estaba en el programa, y que hace befa de las búsquedas del pasado reciente.

Si alguien piensa que en la actualidad pasamos por una crisis jamás experimentada, el  esbozo que ya termina puede quitarles la idea.

La cadena de las crisis

La cadena de las crisis

 

Las opiniones emitidas por los articulistas son de su entera responsabilidad. Y no comprometen la línea editorial de RunRun.es

El señor Octavio Lepage, por Carolina Jaimes Branger

OLepage

 

En estos tiempos tan extraños, cuando en vez de honrar a los constructores de la patria, se hace lo propio con los destructores, tenemos que volver la mirada hacia quienes con su vida dieron ejemplo de civilidad, honor y sobre todo, honradez. Hacia quienes dedicaron su vida a cimentar la democracia. Hacia quienes vivieron de acuerdo a lo que proclamaron.

Aunque ya no me asombra nada de lo que hace este régimen, encuentro que es una bofetada al pueblo la apología que se ha hecho de Ezequiel Zamora, un matón rico, esclavista, violador de niñas y otros tantos calificativos a cual peor. El ejemplo no puede ser Zamora. Al menos, no debería serlo. Lo malo es que Zamora es el espejo donde se ven los altos jerarcas del chavismo.

Mi abuelo Buenaventura Jaimes una vez cuando era senador por el estado Táchira asistió a un evento donde había sido invitado a dar una conferencia. Fue presentado por el moderador como “el señor Buenaventura Jaimes”. Acto seguido, una de las organizadoras se disculpó: “no es el señor, es el doctor Jaimes”. Mi abuelo tomó el micrófono y dijo: “no se preocupe, señora. Me ha gustado mucho que me llamaran “señor”, porque en Venezuela era más fácil ser doctor que ser señor.» Eso lo repitió siempre. Y es que la palabra “señor” involucra muchas cosas. Dieciocho acepciones tiene en el Diccionario de la RAE, pero me refiero específicamente a la cuarta: “persona que muestra dignidad en su comportamiento o aspecto”. Dignidad. Una palabra cada vez más desaparecida del escenario venezolano.

Quiero hablar de Octavio Lepage, en esta búsqueda de referentes de dignidad. Octavio Lepage fue un señor en toda la extensión de la palabra. En su libro “La conjura final”, Javier Conde hace unas muy sesudas entrevistas a quien nos dejó hace poco, pero cuyo legado de discreción, ponderación, honestidad, reflexión y objetividad nos acompañarán siempre.

Lepage tuvo tres ejes en su vida: sus afectos, su pasión por la política y su amor por la vida.

Sus compromisos afectivos con su familia, sus amigos y sus copartidarios fueron muy fuertes. Como pareja apreció en su esposa a la amiga y compañera. Verónica Peñalver de Lepage fue la mujer perfecta para el animal político, pero con méritos propios: fue Procuradora de Menores, Miembro del Consejo de la Judicatura, vocera de los temas de las mujeres, una activista tenaz en la lucha clandestina y hasta el último día compartió la pasión política con su marido.

Octavio Lepage nunca ejerció su profesión de abogado, porque se dedicó en cuerpo y alma a la política. Nació en Santa Rosa, cerca de Anaco. Estudió en Barcelona, donde vivió con unos tíos. Fue el primer secretario de AD en la clandestinidad cuando tenía apenas 24 años. Y se alejó del partido para darle paso a la gente más joven. Sus últimos años los dedicó a reflexionar y a escribir sobre el país.

Vivió la vida intensamente con inteligencia, equilibrio, discreción. Buscó el placer en cada cosa, pero invariablemente sobrio. Siempre tuvo una enorme sensibilidad hacia su entorno.

Me alegra que se le hayan rendido los honores que a otros políticos serios no les rindieron en la Asamblea Nacional. Sus amigos de toda la vida lo despidieron con hidalguía. Carlos Canache Mata en la AN, en el cementerio Marco Tulio Bruni Celli y Alfredo Coronil. La misa fue oficiada por Monseñor Adán Ramírez, quien al terminar la homilía dijo: “Hombres como éste no se lloran, se aplauden”. Salió del cementerio en hombros de sus compañeros de partido, que cantaban el himno de AD. Y el aplauso por el señor Octavio Lepage fue atronador.

@cjaimesb

La historia arreglada de una revolución retorcida, por Antonio José Monagas

ZamorayMaduro_

Cuando la historia se conoce por compendios o resúmenes, su interpretación no pasa de ser una fábula de desencajado movimiento. Es cuando su observación resulta tan fustigante como decepcionante. Se convierte en una brutal deuda de cultura, moralidad y ética que sólo puede pagarse exaltando impúdicamente la ignorancia, la infamia y la violencia. Por eso, cada sistema político ajusta sus tensiones e intenciones a lo que la significación del pasado llega a permitirle en aras del maniqueísmo al cual un gobierno supedita sus criterios de gestión. Y en eso, el populismo demagógico es un referente de primera línea. Aunque también, en orden de “méritos”. Pero más aún, el totalitarismo cuya asociación con el despotismo, incita las más oscuras, incongruentes y descarriadas formas de escribir la historia. Desde luego, siempre a juicio del autócrata a cargo del régimen en ejercicio.

Es ahí donde la arrogancia de un gobernante déspota, da paso a la petulancia ya que desde ella, se arroga la capacidad de subordinar el tiempo al presente. Así  presume que el régimen bajo su dirección, puede (a su antojo) elaborar la historia. Y en efecto, así lo realiza pero abusando de la mediocridad. O sea, no más allá de la altura que alcanza un gusano sobre el suelo mientras se arrastra en busca de la próxima migaja que conseguirá en pos de su efímera subsistencia.

Por eso muchos críticos aciertan cuando afirman que “la historia se repite”. Y aunque no explayan sus argumentos para remarcar la susodicha hipótesis, no es difícil inferir que la razón del susodicho desliz se halla tanto en la carencia de fundamentos que avalan pretensiones gubernamentales de ridícula calaña, como en la necesidad circunstancial de arrinconar situaciones y condiciones en el pretérito más reaccionario. Aunque en ese mismo remoto pasado, se encuentra el lugar más retrógrado donde se enquistan objetivos políticos que sostienen proyectos ideológicos tan recalcitrantes, que se justifican ante realidades de retorcido desarrollo.

En medio del desaforo que tal cuadro de contradicciones genera, es posible que la memoria histórica con la que cuenta una nación para comprender su presente y construir su porvenir, pueda perderse entre las desvergüenzas que se acumulan como resultado del hostigamiento a la dignidad de un pueblo. Más cuando esa memoria se procesa en el olvido de los hechos y finaliza en la indiferencia ante los mismos. O como explicaba Tucídides, historiador y militar ateniense: “la historia es un incesante volver a empezar”. Entonces no cabe duda de que la historia se verá repetida tantas veces como infructuosos reparos en la consciencia republicana y democrática pueda tener o haber en tan humillada población.

He ahí la respuesta mediante la cual puede inferirse que los problemas que abruman una sociedad y por tanto a un país entero, tienen su razón en la desmemoria histórica a partir de la cual no sólo cabe toda confusión, olvido y apatía como parte de la conducta colectiva nacional. También, la patraña, el soborno y el chantaje aplicados como recursos de un gobierno intolerante que adopta actitudes intransigentes ante las exigencias que le son demandadas por necesidad y derecho.

El caso Venezuela, bien explica lo anterior toda vez que las irreverencias de un gobierno inmodesto se han asociado a la idea de acomodar la historia de Venezuela para entonces justificar el descalabro que la ineptitud, la soberbia y la ignorancia de sus gobernantes han causado al país. Así se tiene que después de las recriminaciones que el finado presidente militar hizo contra el prócer de la Independencia y quien fuera en tres oportunidades presidente de la República, José Antonio Páez, acusándolo injusta y alevosamente, hizo lo mismo contra Francisco de Miranda. A éste eximio venezolano, internacionalmente reconocido, lo inculpó de exabruptos que sólo un mezquino aficionado a la historia es capaz de infundir.

Ahora, el actual gobernante, además de repetir la lección instruida por su maestro y predecesor político, la exageró al sumar nuevas determinaciones. Ello, lejos de hacer ver algo comedido, terminó ridiculizando lo poco de historia que expuso en los argumentos anunciados y utilizados a manera de justificación. Así exaltó irrealmente, la figura de Ezequiel Zamora, toda vez que pretendió indultarlo (post mortem) de cuanta arbitrariedad cometió en nombre de un “liberalismo” el cual adaptó en función de reivindicaciones que fustigaba en medio de viscerales conflictos demostrativos de los agudos choques políticos que caracterizaron la situación de “guerra federal” que, para mediados del siglo XIX, vivía Venezuela.

En el fragor de tan cuestionados hechos, sólo queda apegarse a lo que una historia escrita desde la ecuanimidad, o desde su lado correcto, puede ofrecer. Más, si quienes pretenden arrogarse ínfulas de moralidad, son capaces de interpretarla en toda su extensión, forma y sentido. O como expresó el dramaturgo francés, Jean-Baptiste Poquelin, o mejor conocido como Molière, “nosotros no participamos de la gloria de nuestros antepasados, sino cuando nos esforzamos en parecérnosles”.

Y como en verdad no resulta fácil resolver una inecuación de alta complejidad sin la capacidad matemática, entonces tampoco será sencillo parecerse a lo que en esencia no se es ni por condición, estructura, figuración o emulación. Y en política, equivocaciones de esta naturaleza devienen en ilusas presunciones basadas en el engreimiento que insufla el poder. Sobre todo, cuando el ejercicio del poder tiene por base intelectual y emocional, un cerebro vacío, lleno de roña o convertido en ruinas. Tanto que muchas veces, por exhibir lo que no se pudo construir, o no se ha podido erigir, se acude a historias que resultan de la invención interesada. Es el caso de la historia arreglada de una revolución retorcida.

Alejandro Armas Feb 03, 2017 | Actualizado hace 2 semanas
Barbarie y mamarrachadas

ZamorayMaduro_

 

Venezuela lleva tres años consecutivos con su producto interno bruto en caída libre. Es decir, desde hace por lo menos 36 meses nuestra economía produce cada vez menos. Afortunadamente, nos dicen desde Miraflores, tenemos un gobierno más colmado de buenas intenciones que la Madre Teresa de Calcuta, Oskar Schindler y Mahatma Gandhi juntos. Por eso, quienes están a cargo no paran de repetir que bajo su conducción seremos más temprano que tarde una potencia productiva. Todo un reto, dado el pasado inmediato, pero cualquier adversidad es superable con el espíritu y el plan correctos. El espíritu lo proclaman todos los días, falta el plan. ¿Qué es lo más sensato que se  puede hacer cuando la productividad está en el subsuelo y se quiere que despegue hacia la estratósfera? ¿Decretar arbitrariamente días no laborables, en los que no se produce  nada? Me van a perdonar el término un tanto informal para este tipo de textos, pero esa línea de acción solo puede calificarse como una mamarrachada.

Dicen que lo que mal empieza, mal termina, y es que ese desfile “cívico-militar”, usado como pretexto para que nadie trabaje por un Presidente que se jacta de sus orígenes “trabajadores”, tiene en sus propios orígenes, en su razón de ser, algo profundamente errado. A saber, la santificación de Ezequiel Zamora y su elevación al empíreo de los hombres y mujeres más ilustres que ha dado esta tierra entre la Guajira y el delta del Orinoco.

Para ser justos, el culto a esta quintaesencia del caudillismo decimonónico no brotó del cerebro de Hugo Chávez. Lo comenzó Guzmán Blanco, que al igual que Zamora militó en las filas del llamado “partido liberal”, y a quien la canonización de uno de sus confederados que ya estaba tres metros bajo tierra solo podía ser políticamente conveniente. El estado Barinas por un tiempo se llamó “estado Zamora” y todavía hay un municipio con ese nombre en varios estados del país. Incluso en la ya consolidada república civil, Carlos Andrés Pérez le rindió honores con un decreto de 1975 que creó, en esa misma entidad llanera, la Universidad Nacional Experimental de los Llanos Occidentales Ezequiel Zamora.  Pero es con el chavismo que Zamora alcanza un lugar predilecto en el panteón de la patria, como una de las tres raíces del árbol cuyo tronco, según Chávez, fue el sustento de su movimiento, junto con Bolívar y Simón Rodríguez.

Pero, ¿realmente puede considerarse a Zamora como un predecesor del chavismo? Por un lado no, por el otro sí, y aquellos aspectos en los que coinciden son los más oscuros. Comencemos por los contrastes. Habría, según el PSUV, un vínculo evidente entre las proclamas atribuidas a Zamora sobre una redistribución de la tierra que acabara con el latifundio y entregara el suelo a los campesinos pobres que realmente lo trabajan, y la substitución de la propiedad agrícola privada por una propiedad colectiva o comunal idealizada por el maoísmo, el guevarismo y, en efecto, el chavismo. Tal deseo de las masas encarnadas en Zamora como líder, nos dicen, habría sido la causa de la Guerra Federal  y se habría consumado de no ser porque una bala traidora hubiera acabado con la vida del general en San Carlos (insisto, esto es de acuerdo con el relato oficialista; nunca se supo con seguridad quién mató a Zamora).

La prueba estaría en la consigna “Tierra y hombres libres” y en los cantos guerreros “Oligarcas, temblad. Muera la libertad”, cuya melodía hoy se escucha en las insufriblemente repetidas cuñas de propaganda gubernamental. Pero estos alaridos son apariencias que engañan, razón por la cual la exposición del recuerdo de Zamora limitada a ellas ante la colectividad ha sido tan conveniente para Chávez y sus sucesores.

Es un sinsentido asumir al vencedor de Santa Inés como un precursor de aquellas ideas de la extrema izquierda rural. Zamora fue uno más de una serie de caudillos castrenses venezolanos, por lo general ya acomodados en sus haciendas antes de alzarse, pero que veían en la toma del poder una oportunidad para aumentar sus riquezas, con el pillaje durante la campaña y con la corrupción tras la victoria.

Desde luego, como Zamora nunca llegó a Caracas, es imposible saber si hubiera completado este ciclo arquetípico del militar de la Latinoamérica del siglo XIX, caricaturizado por García Márquez en El otoño del patriarca. Sin embargo, su vida desafortunadamente no arroja muchas luces a favor la hipótesis contraria de que hubiera sido un verdadero revolucionario en el poder. No era parte del mantuanaje criollo, como Bolívar, pero nunca fue un hombre pobre. Prosperó como comerciante primero y, vaya contradicción, gran terrateniente después. Y como buen terrateniente venezolano antes de 1854, fue propietario de esclavos.

Tampoco se le conoce obra escrita significativa que de testimonio de que estuviera imbuido de ideas ilustradas, aunque supuestamente se codeaba con personas cultas. No hay que confundirse en ese sentido por su militancia en un “partido liberal” que se oponía a un “partido conservador”. Excepto por unos pocos detalles, esta divergencia no se trataba de una contraposición de ideologías, sencillamente porque la mayoría de quienes integraban estos partidos no eran políticos de grandes convicciones intelectuales o filosóficas, sino los militares de provincia descritos previamente. Al momento de la rebelión sus tropas no eran guerrillas que luchaban por ideales colectivos, sino sus propios peones, en condiciones de miseria deplorable, seducidos por la promesa de ascenso social si contribuían de forma destacada a una causa victoriosa o, por lo menos, por el saqueo de haciendas y ciudades tomadas en campaña.

El vacío ideológico de estos hombres quedó inmortalizado en una cita, irónicamente, del que tal vez más luces tenía: Antonio Leocadio Guzmán, cuyos incendiarios artículos en la prensa fueron una gran influencia en el joven Zamora. Me refiero, desde luego a “Si ellos (los conservadores) dicen centralismo, nosotros (los liberales) decimos federalismo. Si ellos dicen federalismo, nosotros decimos centralismo”. Pocas expresiones son tan elocuentes de la sustitución de una oligarquía por otra que realmente fue el motor de las guerras civiles del siglo XIX, la Federal incluida, muy a pesar del “oligarcas temblad” zamorano. Tampoco se debe omitir que la legislación redactada por los conservadores desde Caracas favoreció un sistema de usura que arruinó a varios terratenientes rurales. La lucha por la derogación de estas leyes fue uno de los grandes motivos del surgimiento de la oposición “liberal” de la que Zamora era parte. Pero, de nuevo, esta es una motivación que va más de la mano con el beneficio económico de una parte de la minoría propietaria y rica, y no de una solución a los padecimientos de las masas.

Por cierto que, aunque estos caudillos a las grandes ideas políticas les dieran un uso más bien utilitario, no por eso dejaron de ser sus banderas. Los liberales con Zamora a la cabeza esgrimían el federalismo para Venezuela, algo que iba en contraposición directa con el férreo centralismo abrazado por Bolívar. De haber vivido dos décadas más, el Libertador habría tenido en Zamora un enemigo más de su proyecto nacional. Fusionarlos a los dos en ese árbol de las tres raíces chavista es otra mamarrachada.

Suficiente con las diferencias. Veamos ahora en qué sí se parecen Zamora y el chavismo. Para ello hay que recordar una de las proclamas más siniestras de nuestra historia republicana, un llamado a las huestes de Zamora para que mataran a todos los blancos y a todos los que supieran leer y escribir. No fue el “general del pueblo soberano” quien pronunció estas palabras. A veces son atribuidas a uno de sus lugartenientes predilectos, Martín Espinoza, y otras a una especie de brujo entre las filas de este último, llamado Tiburcio. Sin embargo, que se sepa Zamora nunca rechazó tal barrabasada, sino que la consintió como estímulo macabro a una tropa que, como ya se vio, estaba conformada por peones analfabetos, casi todos pardos o esclavos negros con menos de una década de haber sido liberados. Razones sobraban para que estos estuvieran descontentos con su situación, pero cuesta ver lo heroico en cómo esa ira fue canalizada. En efecto, fueron muchos los que murieron bajo aquella regla.

Al igual que Zamora y sus subalternos, el chavismo ha azuzado un resentimiento producto de la exclusión social, cuando pudo haberlo aliviado con políticas económicas y sociales que realmente combatan la pobreza. Ese resentimiento puede dar paso a un odio ciego dirigido contra todo aquel que no comulgue con el proceso, el cual necesariamente es un traidor y un apátrida al cual, para meterlo en cintura, todo vale. Pero también es un odio ciego contra la inteligencia porque ella es el caldo de cultivo para la duda sobre lo correcto, para el intercambio de ideas producto de esta incertidumbre y, finalmente, para el debate democrático y plural. Nada más opuesto al proceder del hombre de acción, del militar que se impone a sangre y fuego gracias al apoyo de un pueblo convertido en la tropa que lo sigue sin osar nunca cuestionar su autoridad.

Los caudillos como Zamora y el chavismo comparten un culto a la guerra, al gobierno por las armas, a la violencia contra lo opuesto o simplemente diferente. Eso es barbarie, una forma degenerada de hacer política que se ha dado de forma persistente en Latinoamérica y que ha sido denunciada desde Domingo Faustino Sarmiento hasta nuestro compatriota Carlos Rangel. Y donde hay barbarie, como acertadamente lo vio Gallegos, no puede haber civilización. Hace siglo y medio los portadores de este mal se deleitaban con la idea del exterminio de todo ser letrado. Quienes se proclaman como sus sucesores hoy tienen a las escuelas y universidades del país es las condiciones más deplorables que se pueda imaginar, pero se da prioridad a la formación de leales militantes. Otra mamarrachada, pues.

@AAAD25

D. Blanco Feb 02, 2017 | Actualizado hace 7 años
Vil febrero, por José Domingo Blanco

FEB

 

¿Cuántos niños hospitalizados por desnutrición hubieran podido comer si, con el monto que se invirtió en la comparsa en homenaje a Zamora, se hubiesen comprado las fórmulas lácteas, las vitaminas y los medicamentos que se requieren para salvarlos? ¿Cuánto dejó de producirse en Venezuela por el capricho de unos comunistas en homenajear a este neo prócer en torno a quien han tejido mitos patrióticos? ¿Estamos en el país como para que empresas, comercios e industrias se paralicen porque el régimen se antojó celebrar los doscientos años del natalicio de Zamora?

En Venezuela la gente está muriendo de hambre: ¡nuestros niños están muriendo por falta de comida! La desesperación lleva a familias enteras a hurgar en la basura. No me lo cuentan: lo veo a cada instante. Es la escena que encuentro cada vez con más frecuencia–y que seguramente ustedes también habrán tenido la triste oportunidad de contemplar- en los lugares donde mercados, centros comerciales o edificios depositan sus desechos.

Si este régimen, en vez de jugar al Carnaval anticipado, dejase de disfrazarse y celebrar pendejadas, e invirtiese ese presupuesto que destinó en la celebración del bicentenario de Zamora en atender las necesidades básicas de la población más desprotegida, los niños de San Félix, o los de Maturín, o los de Maracaibo o los de cualquier rincón del país, no estarían muriéndose por falta de alimentos.

Porque, los niñitos de los segmentos más pobres de la población tienen la piel pegadita a los huesos. Y el llanto se les apaga porque, los alaridos de hambre no pueden ser atendidos por sus madres con la frecuencia que ellos demandan. Porque, a pesar de que el régimen se empeña en ocultar las cifras, la desnutrición y la mortalidad infantil aumentan. Porque en mi país, la gente está muriendo porque no tiene qué comer y, si encuentra, no tiene –o no le alcanza- el dinero para pagarlo. Mientras Nicolás y sus allegados lucen atuendos con los que no logran disimular la gordura; la extrema delgadez de los venezolanos se pasea de un basurero a otro, dejando a un lado la vergüenza y cediendo a la desesperación.

¿Por cuáles calles circulan los personeros del régimen? ¿En qué hospitales públicos atienden sus problemas de salud? ¿En qué Bicentenario o Mercal hacen sus compras? La ceguera ideológica los mantiene encerrados en su burbuja de confort y riqueza; una burbuja desde donde imponen su comunismo acomodaticio y reprimen a quienes se atrevan a decir que en el país ocurre todo lo contrario a lo que ellos se afanan en promover. Porque la pobreza y el hambre los envalentona. Un pueblo ocupado en sobrevivir, no se transforma en una amenaza. Pero, negar lo que ocurre e impedir que los problemas se difundan, no cambia la realidad que estamos viviendo.

Este primero de febrero en Venezuela, según datos de Conindustria se dejó de producir cerca de 143 millones de dólares. Un dinero que, hoy más que nunca, se necesita para resolver la crisis económica que sufrimos; pero, sobre todo, el problema de hambre que está matando a nuestra gente. Dejar de trabajar por decreto presidencial, es restarle a la prosperidad oportunidades. Es aupar desde el Estado el retraso, la desidia, la flojera, la improductividad. Es ponerle más combustible a esa inercia que el régimen fomenta, para transformar a los venezolanos en autómatas ofuscados en las filas para obtener el carnet de la Patria o una bolsa Clap. Porque el hambre comienza a doblar las rodillas, incluso de quienes en algún momento se opusieron a este régimen. Porque el régimen encontró en el hambre la forma más expedita de control y subyugación.

Exaltar la figura de Zamora, hacerle una comparsa llena de disfraces y carrozas, aviones surcando el cielo y militares marchando, costó dinero: ¡mucho dinero! Un dinero que el Estado despilfarra en estupideces, sin orden ni prioridades, demostrando que su realidad es la antípoda de lo que el resto de los venezolanos vemos en las calles y padecemos a diario. Porque ahora también gastarán dinero -mucho dinero, el dinero de todos nosotros- en la conmemoración del 4F, sin importar que, en las esquinas de Venezuela, el hambre se da la mano con la violencia, en una alianza perversa, sin precedentes, que está matando a la población de menos recursos, que cada vez es más numerosa. Porque la prioridad del régimen no son los bebés desnutridos que se multiplican en los barrios del país, sino exaltar la fallida intentona golpista dándole matices heroicos: donde Chávez, es el Bolívar del siglo XXI y el 4F, el día que se alcanzó la nueva independencia de Venezuela.

Los déspotas dirigentes tratan de cambiar la historia poseídos por ideales enfermizos; implantando un reino de terror sin cultura. Como dice C.J. Cela: “a la desgracia, no se acostumbra uno, porque siempre nos hacemos la ilusión de que la que estamos soportando, la última ha de ser”. Venezuela, secuestrada, lucha por no perder la razón. Y con esperanza de sobrevivir, le dice a la oposición: “no pagues el rescate”.

@mingo_1