Nicolás Maduro dijo el lunes pasado que confía en el triunfo de su partido en las elecciones legislativas fijadas para el 6 de diciembre, afirmando que será la batalla más difícil que le haya tocado, cargada de «obstáculos y dificultades gigantescas”, sin especificar la escasez, la inflación, el estancamiento de la producción o las importaciones. Afirmó que la Asamblea Nacional es un seguro para la estabilidad de todos los venezolanos, sin aclarar que la póliza solo tiene validez bajo su control, que para la diversidad no hay amortización en un régimen autoritario. Insistió en solicitarle al CNE un documento en el que todos los participantes se comprometan a respetar el resultado de las elecciones.
Pero, advirtió que si la oposición llegara a controlar la mayoría de la Asamblea Nacional, se desataría un proceso de confrontación social de calle que dejaría pálido al 27 de febrero de 1989. Nicolás convierte la tragedia del Caracazo en una amenaza procaz, como si nuestra violencia cotidiana fuese poca. Nicolás cree que Europa debe indemnizar a África y América por años de esclavitud, aunque su propio Gobierno ha garantizado la impunidad de los victimarios del Caracazo. Cree que puede repetirlo y resultar favorecido. En su tesis, el promotor será el pueblo, el que no se va a entregar, y justo por eso, él sería el primero en lanzarse a la calle a defender los derechos sociales. Lo que no ha hecho en 25 meses de gobierno, solo lo haría en el escenario de una derrota electoral. Además, el propio chavismo también tiene su admonición: la firma de una renuncia anticipada en caso de traición a la revolución. Separarse del pensamiento único es un riesgo que amerita sanción.