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La rebelión metafísica de los niños rata
Siempre he creído que los autócratas y quienes los consideran mandatarios ideales son en esencia como niños (rata)

 

@AAAD25

El título de este artículo no es preciso. No lo es porque los aludidos no son menores de edad. Dedicar un texto a la reprensión de niños sería ridículo. Hablo más bien de adultos con ciertos rasgos psicológicos infantiles. De esos sujetos que son malos perdedores y que montan en cólera cada vez que son derrotados hasta en el más banal de los juegos. Hablo de esos sujetos que tienen una necesidad incontenible de hostigar a quienes no piensan como ellos (ojo, casi siempre de forma digital, porque lo que tienen de ira les falta en temple). Hablo de esos sujetos que sienten que tienen un derecho a que les den todo lo que quieren.

Esos son los niños rata, que, insisto, son un problema mayúsculo cuando dejaron biológicamente la puerilidad pero no mentalmente. Como yo no soy psicólogo, no voy a hablar exhaustivamente de las patologías que los llevan a comportarse así. Solo quiero poner la lupa sobre el rasgo específico que sí está relacionado con mi campo de estudio: la mentalidad autoritaria.

Siempre he creído que los autócratas y quienes los consideran mandatarios ideales son en esencia como niños.

Se comportan de forma impulsiva, tienen poca empatía hacia otras personas y ven el mundo en blanco y negro, poblado solamente por héroes y villanos arquetípicos, como en los cuentos de hadas o los cómics de superhéroes.

Si vieron la película estupenda de Taika Waititi Jojo Rabbit, recordarán que su protagonista es un niño en el Tercer Reich, aspirante a las Juventudes Hitlerianas, y con un amigo imaginario que no es otro que el propio Führer, o mejor dicho una versión conductualmente pueril del mismo. Ese Hitler de mentira representa el cúmulo de prejuicios, egoísmo y pulsiones antisociales del propio niño. Afortunadamente (¡alerta de spoiler!), el muchacho supera todo eso, lo cual es simbolizado al final del filme con la defenestración del amigo imaginario. Pues bien, los adultos que ansían gobiernos autoritarios son ese mismo niño, si nunca hubiera ejecutado el acto final. Si nunca hubiera madurado psicológicamente. Su inocencia infantil se convirtió en mediocridad adulta. Jamás se molestaron en distinguir entre lo admisible y lo inadmisible. Desarrollaron la banalidad del mal arendtiana, y ya sabemos la clase de personajes tétricos que la portan.

La rebeldía adolescente es “romantizada” (me sorprende que el verbo no haya sido reconocido por la Real Academia Española) como un fenómeno creativo y liberador, pero también amonestada por sus consecuencias destructivas y hasta autodestructivas. Para algunos púberes, la rebeldía se convierte en un bien en sí mismo, sin propósito utilitario claro. Tienen un impulso a desafiar no solamente a autoridades concretas como padres y maestros, sino también reglas y mandatos abstractos. A burlarse de lo que está “bien”. Deliberadamente tratan de ofender a la sociedad, de escandalizarla, de dar a entender que para ellos nada es sacrosanto e inviolable.

Las más de las veces lo hacen con jugarretas, actos vandálicos menores o discursos nauseabundos. Mientras no lleguen a manifestaciones extremas con efectos harto dañinos, esta inmoralidad es señalada pero también perdonada, habida cuenta de la socialización incompleta de los infractores, con la esperanza de que con el tiempo aprenderán a hacer juicios éticos por cuenta propia.

Lamentablemente no siempre es el caso, y he ahí a nuestros niños rata adultos. Ellos mantienen lo que Camus llamaba “rebeldía metafísica”. Su alzamiento, o la pretensión de alzamiento, no es contra estructuras específicas de poder opresivo. Es más bien contra todo el orden moral mediante el cual las sociedades viven de forma civilizada, el cual se aspira a sepultar bajo una avalancha de nihilismo.

Se permite todo, todo se puede y, por lo tanto, la única ley es la del que tiene más poder.

La consecuencia lógica de este nihilismo, en la política, es la mentalidad autoritaria. Es así como se llega a la conclusión de que la tiranía es aceptable y hasta deseable. Los niños rata sienten que la humanidad les debe lo que ellos desean, y que solo hace falta que ellos, o alguien que los represente, tome el poder y lo use para cobrar. Quien se atraviese debe ser quebrado o eliminado. Porque no hay respeto por la dignidad del ser humano. No hay respeto por ninguna de las virtudes políticas, como la libertad, la igualdad y la justicia.

Mientras no llegan a ese punto, se limitan a fantasear en voz alta. A falta de fuerza bruta, su pequeña rebelión metafísica es retórica, con el consabido propósito de escandalizar. Los vemos entonces inundando las redes sociales de mensajes glorificando la violencia arbitraria y el extremismo político, así como hostigando sistemáticamente a quienes sí tienen escrúpulos morales y valoran la democracia y el Estado de derecho.

Las redes sociales son un ecosistema ideal, pues los algoritmos los ponen en contacto unos con otros. De esa manera forman comunidades virtuales que los radicalizan aun más. Se vuelven turbas digitales que atacan el disenso en conjunto y que se dejan llevar por ese frenesí de rebaño en estampida furiosa. La atrofia de su capacidad de juicio empeora. Pierden cualquier independencia de criterio que les quedaba. Dejan de ser individuos para volverse “hombres-masa” en rebelión, diría Ortega y Gasset.

En la medida en que los valores evolucionan hacia la aceptación y reivindicación de grupos tradicionalmente discriminados, vemos a nuestros niños rata metafísicamente alzados yendo por supuesto en contra de esa tendencia. Su odio se expresa en mensajes misóginos, racistas, homofóbicos, etc. Pero también vemos a algunos de ellos intentando usar aquella causa justiciera como trampolín para otra mentalidad autoritaria. Esa que pretende linchar retóricamente y condenar al ostracismo social y profesional a todo aquel que, con o sin intención, cometa hasta la más mínima desviación con respecto a nociones identitarias dizque “progresistas”.

No todo aquel que asume este comportamiento de troll da el gran paso para convertirse en un activista a favor de las ideologías radicales y del despotismo. Pero es evidente que hay una línea muy delgada entre aquellas personas que, como adolescentes en un patio de recreo, quieren lucirse como “raticas” irreverentes, y aquellas que ya se entregaron al lado más oscuro de la política. Asimismo, de la agresividad virtual a la física hay pocos pasos, sobre todo cuando los números compensan la cobardía del acosador solitario.

Si usted tiene familiares o amigos que ya alcanzaron la mayoría de edad pero retienen conductas de niño rata, encárelos. Con sensibilidad a cualquier inquietud que tal vez los motive a actuar así, pero también con tesón. No solo estará ayudando a un ser querido, sino que también estará contribuyendo con una esfera pública más sana.

Las opiniones emitidas por los articulistas son de su entera responsabilidad. Y no comprometen la línea editorial de RunRun.es

Alejandro Armas Ene 28, 2022 | Actualizado hace 1 mes
La gran claudicación liberal
Liberales, no se adhieran al conservadurismo populista esperando que los salvará de la izquierda. Es un atajo ilusorio. Mejor es asumir el desafío de adaptarse a los nuevos tiempos

 

@AAAD25

Bueno, la posibilidad de un referéndum revocatorio contra Nicolás Maduro fue rematada antes incluso de lo esperado. A juzgar por la última rueda de prensa de la Plataforma Unitaria (vaya que la MUD tiene más avatares que Vishnu y Shiva juntos), la coalición opositora entró en modo de preparación para las elecciones presidenciales de 2024. Aunque en Venezuela nunca se sabe, no hay sucesos de política nacional relevantes en el horizonte. En consecuencia, este es un buen momento para prestar atención a otros asuntos.

Este es un artículo que espero lean sobre todo los militantes del liberalismo. Espero que el título les haya llamado la atención. Desde hace tiempo, tengo una inquietud que les incumbe. Me pregunto, ¿qué son esas malas juntas? ¿Qué hacen de pronto llamando a ver conferencias de Agustín Laje o videos del recientemente fallecido Olavo de Carvalho? ¿Cómo es que ven en Vox lo que España necesita?

Comenzaron de manera discreta, como quienes no quieren la cosa. Pero ahora lo reconocen de manera ruidosa, lo cual valoro, en aras de la honestidad que en la esfera pública nos permite saber con quiénes estamos hablando. Así ha sido, pues, la formación de una gran alianza entre liberales y conservadores, vista sobre todo en el Occidente desarrollado y reproducida con menor notoriedad en Latinoamérica, como suele ocurrir con todo lo que nos llega desde el norte.

Antes que nada, quiero aclarar qué es lo que no me inquieta. No tengo casi nada de conservador y casi siempre me encontrarán en una posición contraria a lo que un conservador cree. Pero tampoco me parece que el conservadurismo sea en sí mismo peligroso e indigno de pertenecer al debate público. Ergo, no todo acercamiento entre conservadores y liberales es algo malo. De hecho, más o menos eso era el Partido Republicano estadounidense en tiempos de Ronald Reagan, así como su coetáneo, el Partido Conservador británico dirigido por Margaret Thatcher. Aunque uno tenga profundos desacuerdos con estos campeones de la derecha finisecular, es difícil verlos, o a lo que representan, como una amenaza para la política civilizada.

Pero, como sabemos, el conservadurismo en Europa y Norteamérica ha dado un giro inquietante en este primer cuarto del siglo XXI. Se ha vuelto en demasiados casos colérico, populista, paranoico, intolerante y autoritario. De los argumentos dignos de discusión pasó a los bulos conspirativos. De admirar a Reagan y Thatcher a venerar a Donald Trump y Viktor Orbán.

Es con este conservadurismo reaccionario e intransigente que algunos liberales quieren tender puentes.

Algunos van más allá y pretenden ser una fusión de ambas ideologías, la ya “memificada” identidad del “liberal en lo económico y conservador en lo social”. Me parece problemático por varias razones, obviando el hecho de un pacto con enemigos de la democracia. Pero antes, ¿cómo se llegó a esto?

Tengo una hipótesis. No es ningún secreto que los héroes intelectuales del liberalismo por siglos consagraron el grueso de sus estudios a la economía: Adam Smith, Friedrich Hayek, Milton Friedman, etc. Aunque sus premisas básicas, en el nivel más abstracto, tienen mucho más que ofrecer, al liberalismo se le asocia principalmente con temas económicos como regulaciones financieras, impuestos y emisión monetaria. Ello les aseguró un papel preponderante en los grandes debates políticos en aquellos países que se desarrollaron más que otros en los 250 años que median entre la Revolución industrial y el fin del siglo XX.

Pero cuando esas sociedades avanzaron hacia la era de los servicios, las grandes tecnologías y la economía del conocimiento; y en paralelo alcanzaron un grado de desarrollo por el cual las necesidades básicas del grueso de la población quedaron cubiertas, las polémicas económicas quedaron relegadas a un papel secundario. El protagonismo lo cobraron los asuntos socioculturales. Eso lo supieron aprovechar dos corrientes ideológicas. A saber, la nueva izquierda posmarxista, con sus articulaciones identitarias y anticapitalistas sugeridas por el matrimonio Mouffe-Laclau; y el conservadurismo, que ha reaccionado para preservar como sea las viejas convenciones sociales que aquella busca destruir. El liberalismo, en cambio, por su obsesión atávica con la economía, ha quedado un poco relegado.

Así que, al verse incapaces de movilizar suficientes apoyos por cuenta propia, muchos liberales han decidido abrazar a los conservadores, que tienen más resonancia popular, para hacer frente al enemigo común izquierdista. Eso, insisto, no siempre es malo. Pero sí lo es cuando los aliados conservadores pertenecen a la variedad populista y antidemocrática. Aunque no puedan manifestarlo en público en aras de preservar el pacto, sospecho que a algunos de estos liberales les incomodan no pocos aspectos de sus “compañeros de lucha”, y de que no se les acercarían si sus propias circunstancias fueran más favorables. En otras palabras, el pacto es una especie de claudicación.

Ahora sí, veamos cuáles son los grandes problemas del contubernio indecente. El primero es que va contra la esencia misma del liberalismo, que no es otra cosa que anteponer la libertad del individuo como virtud para la vida en sociedad. No hay ninguna diferencia entre avalar que el Estado, un ente colectivo, dicte a los individuos qué precio deben fijar al producto de su trabajo, y avalar que ese mismo Estado dicte a los individuos con quién pueden contraer matrimonio civil partiendo del sexo biológico como criterio y en atención a las preferencias de una comunidad religiosa, otro ente colectivo.

El mejor postulado sobre la validez o invalidez de la restricción de la libertad individual nos viene de las propias filas del liberalismo. Me refiero al “principio del daño” de John Stuart Mill, el cual sostiene que solo es válido hacerlo cuando esa libertad produce un perjuicio empíricamente verificable en otros.

Martha Nussbaum, filósofa estadounidense contemporánea, partió de este principio para cuestionar la “política del asco”, que supone la imposición de un orden social que restringe la libertad del individuo no para prevenir un daño empíricamente verificable, sino el disgusto moral de un colectivo humano que obedece a consideraciones metafísicas o espirituales. Por ejemplo, la legislación restrictiva con fundamento religioso que el conservadurismo a menudo promueve. Todo eso debería ser inadmisible para un liberal pleno.

El segundo problema radica en la efectividad de la alianza. Puesta en práctica ha demostrado ser un negocio de retornos irregulares, en el mejor de los casos. El populismo ultraconservador no está manteniendo a la izquierda fuera del poder en demasiados casos como para que se le considere un éxito seguro o casi seguro. Trump fracasó en su intento de reelección aunque fue peligrosamente más lejos que cualquiera de sus predecesores tratando de evitar ceder la Casa Blanca a un rival.

Al otro lado del Atlántico, la ocupación de gobiernos por partidos afines se limita a un puñado de países en Europa Oriental de poco peso geopolítico. Ni hablar de Latinoamérica, donde el subdesarrollo dificulta que las cuestiones socioculturales marquen la pauta política. Y es que hasta en Chile, una de sus naciones más prósperas, la nueva izquierda encarnada en Gabriel Boric se impuso sobre José Antonio Kast, la opción conservadora. En Brasil, Jair Bolsonaro muy probablemente será aplastado por Lula da Silva en las presidenciales de este año.

Por último, el tercer problema atenta contra el interés propio. Al ser el socio minoritario en la coalición, el componente liberal está en franca desventaja a la hora de planificar una agenda gubernamental. Tiene las de perder cada vez que sus posturas chocan con las del socio fuerte. Peor aun es el riesgo inherente a colaborar con la elevación al poder de un factor autoritario. Una vez que este desmantela las estructuras democráticas del Estado, puede darse el lujo de prescindir del apoyo mayoritario y desechar a sus colaboradores si le resultan incómodos. También puede atravesar transformaciones ideológicas a su antojo. Un gobernante autoritario que hoy tiene creencias socialmente conservadoras y económicamente liberales, mañana pudiera despojarse de cualquiera de estas dos facetas.

Como sujeto sin militancia ideológica pero creyente en que el liberalismo ha sido de las corrientes de pensamiento que más han contribuido con la civilización moderna, mi consejo a todos los liberales es que no acepten la claudicación. No se adhieran al conservadurismo populista esperando que los salvará de la izquierda. Es un atajo ilusorio. Mejor es asumir el desafío de adaptarse a los nuevos tiempos y a las nuevas preocupaciones.

No tengo dudas de que el liberalismo tiene mucho que ofrecer, sin abandonar sus principios, a grupos histórica e injustamente marginados. Si lo consiguen, dejarán de ponérselos en bandeja de plata a la izquierda identitaria. Y aunque en el grueso de Latinoamérica todavía no se han consolidado a la cabeza del debate público los mismos temas que en el Occidente septentrional, para allá vamos nosotros también, poco a poco. En latitudes más frías, ya es tarde. Pero acá hay una oportunidad para el liberalismo de afincarse en estos asuntos y estar listo para abordarlos de cara a las masas antes incluso de que se masifiquen. No desperdicien esta oportunidad, amigos liberales.

La guerra contra Occidente

La guerra contra Occidente

Las opiniones emitidas por los articulistas son de su entera responsabilidad. Y no comprometen la línea editorial de RunRun.es

Asdrúbal Aguiar Dic 20, 2021 | Actualizado hace 1 mes
El abaratamiento de la democracia
Desde el desmoronamiento comunista de 1989 se vende la tesis del desencanto democrático, obra del Foro de Sao Paulo y antesala de la “corrección política”

 

@asdrubalaguiar

La anunciada inscripción en el Grupo de Puebla de Adriana Lastra, vicesecretaria del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), si bien es un índice y por ende no concluyente, muestra el camino del abaratamiento moral que se acusa en Occidente. Mucho de esto se advierte durante los últimos 30 años, desde el desmoronamiento comunista de 1989 hasta la llegada del Cisne Negro, con la pandemia de COVID-19, durante los que se vende la tesis del desencanto democrático, obra del Foro de Sao Paulo y antesala de la «corrección política».

En Venezuela, que aún es el gran laboratorio y referente de tal experiencia, los líderes “opositores”, en su mayoría moldeados bajo la experiencia del chavismo, así como en un tris se hacen miembros de un partido de centro o conservador en otro, espasmódicamente, piden traslado a uno socialista o también de derechas, indistintamente; ello, mientras crean tienda propia, siempre con fines estrictamente electorales, ganados para la práctica de la democracia al detal y al azar como ensimismados en el narcisismo digital. En una hora endosan la casulla de candidatos y a la siguiente se desnudan, como ecologistas del cuerpo.

La mediocridad democrática

La mediocridad democrática

Con algo de razón César Cansino, lúcido profesor universitario poblano, venido de la izquierda y agudo entendedor de la ciudadanía digital –tanto, que escribe sobre el Hombre Twitter y logra eco más allá de sus predios– se atreve a afirmar que la ciencia política ha muerto. Y es que a pesar de ocuparse esta del estudio de los aspectos operacionales de la vida ciudadana, apoyándose sobre elementos teóricos, científicos y estadísticos, nunca llegó a descartar los fundamentos éticos de toda ciudad.

Allí está el mismo Leviatán de Hobbes, que surgiendo como experiencia artificial necesaria y hasta neutral para que los hombres confiasen parte de sus libertades a un ente capaz de asegurárselas, al término y como Estado, su sustrato lo fue siempre de orden moral. A esa civitas –commonwealth– la describe como al animal o máquina que es, visto su funcionamiento, a la vez previene que en todo caso ha de servir a la naturaleza del ser humano y a partir de esta derivar los derechos esenciales que debe tutelar.

La cuestión es que llegando a la estación el tren de la historia, que reúne a las dos o tres últimas generaciones y disponiéndose a avanzar hacia otro tramo intergeneracional bajando a una y subiendo a otra, tras el campanazo del virus chino (¿2019-2049?) la enseñanza que busca dejarse, como parece, es aprender a renunciar a la libertad.

Desde ya se acelera la sumisión, mientras nos entrenamos agachando nuestras cabezas sobre los artefactos digitales.

Entre tanto, la nave que es el planeta o la Pachamama se cuida a sí misma, con nuestras «distancias sociales», y la gobernanza de la inteligencia artificial que todo lo reduce, incluidas nuestras emociones, a datos y algoritmos, se ocupa de saciarnos, como rebaño irracional en un establo.

Así como paulistas o socialistas del siglo XXI ocultan las vergüenzas de sus deconstrucciones éticas (Odebrecht; los vínculos con el narcotráfico y el terrorismo; la destrucción de la boutique democrática latinoamericana: Venezuela; la grosera corrupción de sus epígonos, quienes dicen ser víctimas de guerras híbridas) y se rebautizan de poblanos «progresistas», los socialdemócratas y algunos centristas de ocasión, rindiendo sus banderas, se les aproximan y agachados.

No ven más salida que transar, para, antes que convivir, sobrevivir bajo la corrección política que estiman de inevitable. La guerra que les ha sido agonal parece pedirles abaratar las exquisites de la moral democrática. Cansados, se bastan con que haya elecciones, así sea para escoger entre la misma democracia y el gobierno de las dictaduras del siglo XXI – a las que se morigera titulándolas de “autoritarismos electivos”, incluso sabiéndose que están coludidas con la criminalidad trasnacional organizada, transformada en actor político al que se le recibe sin pudor y con honores en los parlamentos.   

El abaratamiento democrático es lo único que explica que neomarxistas de factura paulista o poblana igualmente hayan arriado sus banderas nacionalistas y mal vistas como resabios del fascismo –bolivarianismo, martinismo, sandinismo– para sumarse al distinto ecosistema que emerge: la gobernanza digital y el ecologismo profundo. Hasta se han entendido con las narrativas del Gran Reinicio, que promueve el capitalismo desregulado y globalista. A este y a los recién llegados, como el PSOE, nada les cuesta entenderse con Rusia y China. Todos a uno celebran la derrota cultural de Occidente.

La guerra contra Occidente

La guerra contra Occidente

Las ataduras oscurantistas o hipotecas éticas o racionales o trascendentales que ven propias de los cultores del Estado constitucional y democrático de Derecho, les resultan demasiado costosas, por lo visto.

En fin, bastará que se realicen elecciones y sean observadas en la región, sin pedírsele peras al olmo –Pedro Castillo acepta ser observado en Perú y el error de los Ortega-Murillo fue negarse a ello, provocando la ira de los observadores. La democracia del siglo XXI, para el progresismo globalista, es únicamente respeto de la voluntad ciudadana, incluso la arbitraria, que decide democráticamente irse hasta el Infierno sin seguir por los caminos de Dante.

Entiendo a la luz de lo anterior, y solo así, que columnistas de fuste como Andrés Oppenheimer se quejen de que el inquilino de la Casa Blanca, Joe Biden, no haya invitado a su coloquio acerca de la democracia al autócrata de El Salvador. Esperan con buenos ojos que el déspota venezolano, Nicolás Maduro, se redima. Ven como errores, aquí sí, que se haya invitado al autoritario gobernante de Filipinas por homofóbico, por perseguir con ferocidad al narcotráfico, que sería la consecuencia de deudas sociales insatisfechas y no crimen que merezca ser vetado dentro de la arena ciudadana; o que USA pretenda seguir a la cabeza del decálogo de la libertad. La corrección, en efecto, admite todo, pero no tanto como la renuncia a mitos y complejos coloniales, pues en ellos se justifican los autoritarismos y el progresismo. Castro dixit.

correoaustral@gmail.com

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Carolina Jaimes Branger Dic 13, 2021 | Actualizado hace 1 mes
Mariíta
Respeto: una palabra que cada día se devalúa más, pero que ha sido una de las columnas vertebrales de una mujer íntegra como Mariíta

 

@cjaimesb

Hoy vino Mariíta. No la veía desde antes de que comenzara la pandemia. A sus 84 años sigue estupenda, con una energía y un ánimo envidiables. Me encantó encontrarla tan bien y poder abrazarla en vivo, no a través del teléfono.

Mariíta nació y creció en la casa de mis bisabuelos porque su mamá, Amelia, trabajaba con ellos. Es cinco años menor que mi mamá, y contaba mi abuela que mi mamá juraba que Mariíta era suya. Quería estar con ella todo el tiempo. Hay una foto de cuando ella tenía como un año, sentada entre los juguetes de mi mamá, donde parece una muñeca, una negrita linda de mirada inteligente. Todavía es una mujer bonita.

Luisa, su hermana mayor, sí es contemporánea con mi mamá. Pero, por alguna razón, mi mamá la pellizcaba y cuando Luisa lloraba −porque no se defendía− mi mamá no quería jugar más con ella. A Mariíta, quizás por su carácter recio desde bebé, nunca la pellizcó. Todo lo contrario, como dije antes, era su consentida.

Cuando mis hermanos y yo le celebramos con una fiesta sorpresa los 60 años a mi mamá, “los primeros chicharrones”, como ellas mismas decían, fueron Luisa y Mariíta, quienes gozaron un puyero reconociendo y compartiendo con los primos y amigos de toda la vida de “Hercilín”, como siempre la llamaron hasta que se casó: Mariíta entonces empezó a decirle “señora Jaimes”, si estaban en público. Aunque inútilmente mi mamá le decía que no la llamara así, ella, de manera invariable, respondía: “es para que las otras que vengan a trabajar aquí no te vayan a faltar el respeto”.

Respeto: una palabra que cada día se devalúa más, pero que ha sido una de las columnas vertebrales de una mujer íntegra como Mariíta.

Cuando pienso cómo gran parte de nuestro pueblo se convirtió en un parásito esperando que le regalaran todo, de inmediato salta Mariíta en mi memoria. Hasta ahora está activa, no le gusta pedir, ni que la mantengan. Ha trabajado toda su vida, levantó a sus siete hijos que son como ella, incansables y diligentes, echados pa´ lante y responsables, como solían ser los venezolanos.

Mariíta nunca faltaba al trabajo. Siempre estaba con una sonrisa a flor de labios. Si tenía problemas −que ha debido tener muchos− nunca la oí quejarse. Más bien, su alegría sigue siendo contagiosa. Cuando se ríe a carcajadas, cosa que hace con frecuencia, es una fuente de buena vibra.

Así como ha sido buena madre, fue buena hija. Su mamá, Amelia, tuvo una demencia senil agresiva. Más de una vez le sacó un cuchillo de cocina y le decía que la iba a matar. Y Mariíta lidió con ella con paciencia y mucho amor.

Para mis hijas siempre es una fiesta que Mariíta venga de visita. El grito de emoción de Tuti cuando la vio esta mañana lo han debido escuchar los vecinos. Luisa vivió conmigo un par de años y también se pegaron mucho con ella, porque Luisa es muy suave. Mariíta, en cambio, es un cascabel.

Me trajo un periódico donde yo había escrito la historia de Yiyo, el jardinero de la casa de mi abuela, y que ella había guardado. También me trajo una foto donde salen ella y mi mamá. Y pensé que, así como yo ya había escrito sobre Yiyo, sobre Mamajose, la nana de mis hijas, sobre Tatá, Cheché, María y Adilia, las maravillosas mujeres que trabajaron en mi casa y de muchas maneras iluminaron mi vida, debería escribir sobre Mariíta, sencillamente porque se lo merece.

Es una persona que siempre ha estado presente en mi vida, que ha sido leal y consecuente, cariñosa y divertida. Las personas importantes no lo son necesariamente porque hayan logrado grandes cosas, sino porque han sabido tocar los corazones de quienes tienen cerca. Mariíta es una de ellas.

Este artículo, mi negra querida, es para ti. Ojalá que para la Venezuela que viene contemos con muchas personas como tú.

Levantarnos una vez más

Levantarnos una vez más

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Exponiendo los mitos sobre el centro político

@AAAD25

¿Quién puede dudarlo? Son buenos tiempos para el radicalismo político. La “cuarta oleada” de democratización (palabras de Samuel Huntington) está en franco retroceso. La democracia global enfrenta los que tal vez sean sus mayores desafíos desde la derrota del fascismo. Por todas partes aparecen caudillos carismáticos pero de talante autoritario, capaces incluso de hacer tambalear una república tan sólida como lo es Estados Unidos. Para justificar filosóficamente su sed insaciable de poder, a menudo recurren a ideologías extremas. Oídos que presten atención no les faltan. Masas de ciudadanos descontentas por la corrupción o indolencia de elites tradicionales, por dificultades económicas o injusticias sociales. Equivocadamente creen que si la democracia no remedia estos problemas, se puede prescindir de ella.

Olvídense de rechazar a los déspotas, o a quienes aspiran a serlo. Ahora, para muchos, besar las botas a un amadísimo líder y abrazar irreflexivamente su fachada ideológica es lo antisistema, lo rebelde, lo punk y, ergo, potencialmente lo cool (aquí también hay algo de puerilidad revolucionaria, como en los versos de «Search and Destroy» entonados por Iggy Pop, pero eso dejémoslo para otro artículo). 

En cambio, pronunciarse en defensa del respeto y la pluralidad de ideas es visto por esas personas como una actitud tediosa, estéril y pusilánime. Todo lo que se asocie con el centro político es así despreciado.

Pero, ¿tan terrible es el centro como lo pintan sus empecinados detractores? Hoy me propongo refutarlos y exponer sus ataques como puros mitos.

Antes de proceder, brindaré una definición de “centro político” para aquellos que no estén familiarizados con la idea o la hayan malinterpretado. Comenzaré con una negación: el centro no es una ideología. No tiene carga ideológica propia. Más bien es un compromiso ético. Una forma de atar el pensamiento y la acción políticos a ciertas virtudes, como la moderación, la humildad y el apego a la diversidad de ideas y al debate respetuoso entre las mismas. El centro es, además, solo un punto de referencia que nadie puede ocupar (por eso le rehúyo a la expresión “centrista” y prefiero “cercano al centro”). Si les suena a entelequia, es porque lo es, pero no teman. Que algo no tenga manifestación tangible no significa que no exista (de hecho, Hegel puso a los entes puramente ideales en un plano “superior” de existencia con respecto a los entes materiales). El pensamiento ético de Aristóteles quizá ayude a visualizarlo. Así como la virtud es un punto medio entre dos extremos viciosos (por ejemplo, la valentía yace entre ser cobarde y ser temerario), el centro siempre está entre dos posturas ideológicas intransigentes y autoritarias. Muy bien, ahora sí, vayamos a examinar lo que nos plantean los enemigos de este señor.

 Mito no. 1: «El centro es para gente sin principios”

No. Como ya dije, el centro es un conjunto de principios, empezando por la moderación, o templanza. Al menos desde Platón o los estoicos, la templanza es una virtud. En lo que nos atañe, abstenerse de poner los objetivos ideológicos por encima de cualquier otra consideración y de creer que justifican cualquier medio para lograrlos. Otro de los principios es la humildad, o el reconocimiento de que las convicciones propias no pueden dar respuesta a todos los problemas y pueden tener fallas. Por eso, es importante respetar el desacuerdo y estar preparado para debatir y negociar con otros. Tolerancia, otra de las virtudes en cuestión aunque, como veremos más adelante, ciertas condiciones aplican. Todos estos principios pueden ser adoptados por militantes de distintas ideologías: conservadores, liberales, socialdemócratas, etc. Pero chocan a los militantes dogmáticos y obtusos, que los ven como una falta de virtud, por no alinearse invariablemente con sus respectivos idearios.

 Mito no. 2: «El centro es para cobardes que quieren estar bien con Dios y con el Diablo»

En realidad las personas próximas al centro tienen que alzar la voz cada vez que surge su némesis natural: el extremismo. Extremismo de todo cuño. A diferencia de los militantes ideológicos duros, los cercanos al centro no discriminan enemigos por ideología. Eso significa que tienen que enfrentar a un grupo muy diverso de enemigos: fachos, ñángaras, ultraconservadores, anarcocapitalistas antidemocráticos (de las escuela de Hans Hermann Hoppe), etc. Así que el centro exige denunciar a los extremistas dentro del campo ideológico propio. Créanme, para eso hace falta mucha valentía. Fácil cuestionar el liberalismo radical si eres de izquierda. Criticar el socialismo radical no lo es tanto.

 Mito no. 3: «El centro es de blandengues no aptos para asumir el radicalismo con el que hay que confrontar a los tiranos»

Este mito parte de una extrapolación errónea. El centro es un concepto que solo tiene sentido en el debate ideológico, asumiendo un entorno democrático ya existente. Por lo tanto, es una noción ajena a las estrategias para lidiar con regímenes autoritarios. Se puede ser próximo al centro en un entorno democrático y hacer lo que se tenga que hacer para enfrentar una dictadura. Lo primero no tiene nada que ver con lo segundo. Para muestra la lucha de socialdemócratas (centroizquierda) y democristianos (centroderecha) contra la autocracia de Marcos Pérez Jiménez.

 Mito no. 4: «El centro es para pedantes que se creen más allá del bien y del mal».

Graciosamente, este mito y el no. 1 chocan. Son una antinomia, lo cual no impide que los extremistas se valgan de ambos (la coherencia no es muy amiga de estos señores). De nuevo, uno de los valores del centro es la humildad. Entender que ninguna ideología es incuestionable y que, por tanto, toca coexistir y negociar. Eso es democracia. Mucho más arrogantes son los militantes ideológicos extremistas. Los que se creen iluminados por una verdad inapelable y que eso los faculta para suprimir a quienes piensen distinto. Eso sí, los adyacentes al centro, por lo dicho previamente, tienen que repudiar a los extremistas, aunque eso los haga lucir pedantes ante los repudiados. Aquí aplica la paradoja de Popper: solo los intolerantes merecen la intolerancia moral. Que los extremistas chillen y digan que quienes los señalan son soberbios. No importa. Lo que se está haciendo es defender el derecho al disenso ante sus enemigos.

Y con esto hemos llegado al final de nuestro recorrido mitológico. Espero que les haya servido para ver cuán vacíos son estos ataques al centro político. Si les interesan los mitos, mejor léan la Metamorfosis de Ovidio, el Popol Vuh o el libreto de Tannhäuser. No crean en cuentos contra el centro, que no es ningún monstruo que se los va a comer. Acérquensele. El futuro de la democracia y la civilización bien podría depender de ello.

El populismo exhausto

El populismo exhausto

Las opiniones emitidas por los articulistas son de su entera responsabilidad y no comprometen la línea editorial de RunRun.es

Alejandro Armas May 07, 2021 | Actualizado hace 4 semanas
Bukele y el fantasma de Carl Schmitt

@AAAD25

El caudillo es un arquetipo tan asociado con América Latina que la palabra ha sido asimilada por varios idiomas en el castellano original. No hay género literario más latinoamericano que la novela de dictador. Sin embargo, al contrario de lo que muchos asumen, los latinoamericanos no estamos culturalmente predispuestos a salivar por un tirano carismático. Es más bien una cuestión de entorno material. Dado que el populismo tiende a distinguir entre un «pueblo noble» y una «elite corrupta», las desigualdades socioeconómicas que alientan el resentimiento de las masas empobrecidas son una gran ayuda. Por lo tanto, América Latina, con sus desigualdades muy marcadas y a menudo injustas, ha sido siempre tierra fértil para el populista.

Caudillos de esa índole abundan en la historia regional y la lista de momento no tiene fin, impregnando hasta a las últimas generaciones de políticos latinos. Para muestra el señor Nayib Bukele, el presidente millennial de El Salvador.

Pese a su juventud, el populismo caudillesco de Bukele es más bien vetusto. Marca todas o casi todas las casillas en el viejo manual del populista: triunfó en medio del hastío con la clase política bipartidista que había dominado su país por generaciones, es intolerante a la crítica, tiene un ego desmedido y plantea resolver los problemas de su nación (que no son pocos ni fáciles, ciertamente) mediante acciones de mano dura con poca o nula consideración hacia los afectados. Seguramente varias de estas características les recordarán a otros políticos, como Hugo Chávez o Donald Trump. No en balde pareciera que entre venezolanos opositores, huérfanos de liderazgo ante el estancamiento de nuestra dirigencia disidente, se repite con el peculiar centroamericano la atracción lograda por el exmandatario de Estados Unidos, aunque en menor escala, hay que decir.

Y bueno… Qué deprimente. Se confirma una vez más que muchos de nuestros conciudadanos no han aprendido gran cosa de la experiencia chavista. Que todo el tiempo están necesitados de un «taita», de un ser que haga del pater familias de la sociedad, ordenándola en todos los aspectos como si de un conjunto de niñitos tontos e indefensos se tratara. El embrujo de los mandamases abusivos perdura. Es una maldición que arrastramos al menos desde José Tomás Boves. Es tan fuerte que si nadie en Venezuela satisface la necesidad, lo buscamos afuera.

De los extranjeros, nadie ha llenado el vacío tanto como Trump. Pero ahora él está en una especie de vida ermitaña postpresidencial, con pocas apariciones en público. Sigue ejerciendo una influencia considerable sobre la política de su país y sobre todo en el seno de su partido. Pero, sin el micrófono de la Casa Blanca y con su presencia en redes sociales altamente restringida, para los venezolanos Trump bien pudiera estar encerrado en un monasterio budista en el Tibet. Entonces, la «trumpmanía» venezolana se ha desinflado poco a poco. En cambio, la sed de liderazgos autoritarios sigue haciendo lo suyo. Y Nayib Bukele, con sus prendas hipster y gorra echada hacia atrás, se aparece a esos menesterosos con una cava llena de cervezas bien frías.

Bukele ha estado haciendo barrabasadas desde que llegó a la presidencia.

El año pasado ordenó a militares ocupar la Asamblea Legislativa, en una jugada brutal de presión para que sus diputados aprobaran un préstamo solicitado por el ejecutivo y objetado por la cámara. Ya entonces, de cara al hecho sensacional que dio la vuelta al mundo, se pudo ver a venezolanos aplaudiendo a rabiar. Ahora, los partidarios de Bukele son mayoría en la asamblea, tras unas elecciones parlamentarias, y su primera acción al instalarse en sus curules la semana pasada fue destituir a varios magistrados de la Corte Suprema de Justicia.

¿Por qué? Pues resulta que los jueces habían intentado reducir los poderes que Bukele ha estado acumulando con la pandemia de covid-19 como excusa. Así que el presidente que se toma selfis en la ONU ya demostró de lo que es capaz cuando la legislatura se le opone. Tan pronto eso dejó de ser un problema para él, apuntó su cañón al poder Judicial. Someter todo al ejecutivo es la meta.

La división de poderes es uno de los fundamentos más sacrosantos de la república, y de la democracia moderna, que necesariamente es constitucional y republicana. Es ella la garantía de que el poder del Estado no podrá ser aplicado por un solo ente, que pudiera verse fácilmente tentado a ejercerlo de manera arbitraria y corrupta. Locke fue el primer pensador relevante en darse cuenta y plantear que el Estado debía estar dividido en dos poderes. Uno para redactar leyes y otro para ejecutarlas. Esto ocurrió en el contexto del triunfo del parlamentarismo y la monarquía constitucional en Inglaterra a finales del siglo XVII y supuso una ruptura radical con el paradigma absolutista predominante entonces en Europa, formulado antes por Bodin y Hobbes, y que se mantuvo vigente en el continente hasta la Revolución francesa y las rebeliones burguesas de la centuria siguiente. Montesquieu agregó al dúo de Locke un tercer poder, el judicial, encargado de interpretar las leyes. La trilogía resultante fue encarnada en la Constitución de Estados Unidos, la más antigua de las repúblicas aún en pie e inspiración de buena parte de las repúblicas subsiguientes.

En el extremo de la filosofía política opuesto a Locke, Montesquieu y la tradición de la democracia liberal se halla Carl Schmitt, el jurista infamemente asociado con el Tercer Reich. A Schmitt le irritaban la separación de poderes y, sobre todo, los procesos lentos y comprometedores de negociación entre facciones, propio de entes colegiados como los parlamentos. En su lugar, exaltó las virtudes de un régimen dictatorial capaz de actuar sin restricciones de ningún tipo cuandoquiera que lo juzgue necesario. Las asambleas legislativas en este esquema solo son válidas si están en perfecta concordancia con el líder que encabeza el gobierno, y con el pueblo del que se supone que dicho líder es un reflejo, muy en el sentido de la «voluntad general» rousseauniana. De más está decir que ello reduce las legislaturas a apéndices inútiles.

Los postulados de Schmitt influyeron considerablemente en entusiastas del populismo contemporáneos, como Chantal Mouffe, quienes han tratado de purgarlos de sus elementos totalitarios y adaptarlos a la democracia (a mi juicio, sin éxito). En cambio, teóricos como Nadia Urbinati reconocen el populismo como el peligro para la democracia que realmente es. En Democracia desfigurada, esta última teórica señala que los líderes populistas, una vez que se montan en la locomotora del gobierno, buscan concentrar poder en manos del ejecutivo, en detrimento de los demás poderes. El resultado puede ser el debilitamiento o destrucción del orden constitucional.

En Venezuela, Hugo Chávez se estrenó en la presidencia alardeando de sus supuestos dotes de estadista democrático, con el aumento de los tradicionales tres poderes a cinco en la Constitución que encargó a sus partidarios como un traje a la medida. Pero su verdadera intención quedó pronto expuesta, cuando su movimiento político empezó a llenar los tres poderes no electos (el judicial, el ciudadano y el electoral) con militantes de su causa.

TALITA CUMI

TALITA CUMI

En cuanto a la Asamblea Nacional, mientras estuvo bajo control chavista, abandonó sus funciones de legislar y hacer contraloría con independencia de los intereses de Miraflores. La exmagistrada Luisa Estela Morales, en un triste intento por dar sustento filosófico a esta concentración de fuerza en el ejecutivo, desestimó la separación de poderes, alegando que entorpece el buen funcionamiento del Estado. Un comentario que echó por tierra 300 años de teoría política republicana y democrática.

Nayib Bukele claramente está de acuerdo con la juez retirada. Los restos mortales de Schmitt podrán estar enterrados en algún lugar de la Renania, pero su espíritu vive y ahora ha brotado de las lavas del volcán Izalco para hacer estragos en la América Central. Así como en la película de Frank Capra Mr. Smith fue a Washington, herr Schmitt fue a San Salvador a asesorar a su presidente. No deben sorprender a nadie las coincidencias entre Bukele y el chavismo.

Lo desconcertante y deprimente es que venezolanos opuestos al régimen se proclamen encantados con las mañas del mandatario salvadoreño y fantaseen con imitarlas en nuestro país.

Por retruque, terminan dándole la razón a Luisa Estela Morales. Queda claro nuevamente que en el seno de la oposición hay personas que no quieren que el chavismo siga mandando, pero tampoco quieren la restauración de la democracia. Habrá que lidiar con eso cuando llegue el momento de una transición. No quiero ver al fantasma de Schmitt otra vez por acá.

Las opiniones emitidas por los articulistas son de su entera responsabilidad y no comprometen la línea editorial de RunRun.es

Orlando Viera-Blanco Mar 16, 2021 | Actualizado hace 4 semanas
El buen uso de la palabra

“El que posee la verdad en su corazón no debe temer jamás que a su lengua le falte fuerza de persuasión». John Ruskin.

@ovierablanco

Mucho se ha dicho y escrito sobre la manipulación del lenguaje (dixit César Vidal). Y, como lo diría Camilo José Cela, del envilecimiento de la palabra con lo que se abusa del verbo y se corre el riesgo de desviar el estricto sentido de lo que se quiere decir. La diferencia entre un dictador y un demócrata es que el primero manipula sin sentir mientras el segundo dice lo que siente, honestamente…

Si alguna herramienta ha utilizado el comunismo como maniobra es la propaganda. Manejo que borra todo vestigio del pasado para imponer una ilusión, una utopía, una alucinación llamada igualdad absoluta (dixit Popper]. Es la dialéctica que es populismo, que es miseria…

Una ficción hecha realidad: 1984

La corrupción de la política comienza con la corrupción del lenguaje. Ya lo sospechaba George Orwell en su obra 1984 y Rebelión en la granja, crítica del escritor inglés al Reino Unido de corte socialista (1940) en el que vivía. Es el hombre convertido en rebaño, en manada, en tropel. 

La caterva se construye desde el verbo encendido. “Desapareceré a los adecos de la faz de la Tierra y freiremos sus cabezas en aceite” (1998); “Ser rico es malo, es inhumano. Así lo digo y así condeno a los ricos (2005); “Váyanse al c.… yanquis de m… que aquí hay un pueblo digno, aquí estamos los hijos de Bolívar, de Guaicaipuro y de Túpac Amaru”; “Sra. canciller (Alemania Ángela Merkel), se puede ir al… Y no voy a decir más porque es una mujer. Ella es de la derecha alemana, la misma que apoyó a Hitler y la misma que apoyó al fascismo» (2008); “Si el clima fuera un banco, ya lo habrían salvado” (2009 en Copenhague); “Parto lleno de optimismo, lleno de luz, de fe en Cristo, para seguir batallando y venciendo” (2012). Todos conocemos al autor.

Las palabras, que son reflejos del alma, terminan atrapando más a su autor que a sus destinatarios.

“Mi lucha por Hitler terminó siendo crónica de una derrota anunciada… Las palabras son a menudo más fuertes que las cosas y los hechos”, advertía Heidegger.

La escritora Concepción Arenal dijo: “La fuerza ni hoy ni mañana ni nunca está en el músculo sino en la razón, la inteligencia y la moralidad”. Apelar a improperios o agravios suele impresionar a los menos educados. Odia quien no aprende a amar porque no aprende a ser feliz. 

Quien no busca la verdad en los argumentos, vocifera. Lo hace porque es corto de información y formación. Voceamos para atropellar al otro, para vencerle, no para convencerle. A partir de ahí largar es una práctica muscular donde no hay razón, inteligencia ni moralidad.

Orwell (en 1984), detallaba los ministerios del régimen: el Ministerio del Amor para asuntos de justicia, ley y orden; Ministerio de la Abundancia para lo económico; Ministerio de la Verdad para las noticias, educación y las bellas artes, y el Ministerio de la Paz para asuntos de Guerra. Así el amor terminó siendo violencia, la abundancia, escasez y confiscación; la verdad, propaganda y mentiras repetidas mil veces, y la paz se convirtió en tortura, tinieblas y muerte.

Lesa humanidad

Lesa humanidad

En Venezuela tenemos-por ejemplo-el Ministerio del Poder Popular de Agricultura Urbana; el Ministerio del Poder Popular para el Ecosocialismo o el Ministerio del Poder Popular para la Alimentación… Gallineros verticales, arco minero o cajas clap hablan de la gestión de cada despacho. Es la palabra al servicio del control insaciable y la intervención como un talismán «prestigioso» que se justifica un bien superior llamado “revolución”.

Del dicho al hecho…

Decía el poeta Antonio Machado: “Una cosa es tu verdad, otra es mi verdad. Mejor vamos juntos a buscar nuestra verdad”. En política es común decir: “marca la pauta”, “no te dejes engañar”, “para mí lo primero eres tú”. La propaganda invierte el orden anteponiendo lo sensacional sobre lo profundo, lo amarillo o rojo sobre lo azul. Quién marca la pauta en los modelos totalitarios es el estado inquisidor. Y quién termina siendo privilegiado es el dictador (ver Charles Chaplin: El gran dictador /1940).

El escritor inglés, artista y reformista John Ruskin sentenció: “El que posee la verdad en su corazón no debe temer jamás que a su lengua le falte fuerza de persuasión”. Y agregaba: «Es difícil encontrar en el mundo algo que el hombre no pueda hacer un poco peor y venderlo un poco más barato, y aquellos que solo consideren el precio se volverán presas legítimas de este hombre». En otras palabras, la verdad es más elocuente en quien la exhibe silenciosamente que quien la vocifera, trepidantemente.

Muchos queremos tener la verdad de nuestra parte, pero muy pocos queremos estar de parte de la verdad (Vitelli). Luchar al lado de quien desde el corazón también tiene la razón suele demandar muchos riesgos. El compromiso es asumir (los riesgos) y no dejarse manipular por los “hervidores de cabeza”. Sartori advertía que, en materia de política de masas y democracia, “decir la verdad es una necesidad, y cuando más se manipula el lenguaje en la democracia mayor es su deterioro y riesgo de desaparición”. Y desapareció la nuestra.

Libertad, verdad y responsabilidad son tres conceptos inseparables, clásicos. Lo nuevo, lo reciente, lo actual no puede convertirse en un valor de desplazamiento del pasado.

El concepto de futuro se ha convertido en un anatema de lo clásico que liquida la cultura, la tradición. “Un fardo pesado que no promociona la vida, sino que la bloquea”, muy propio de la manipulación del lenguaje. Refresquemos el buen uso de la palabra.

* Embajador de Venezuela en Canadá

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Alejandro Armas Ene 15, 2021 | Actualizado hace 4 semanas
La barbarie populista contra el Congreso

El asalto al Capitolio estadounidense captado por el fotógrafo Leah Millis, de la agencia Reuters (imagen intervenida por N. Silva / Runrunes).

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Era muy sencillo. No, no era contradictorio. Siempre fue perfectamente posible reconocerle a Donald Trump su política hacia Venezuela y, al mismo tiempo, advertir los peligros que su populismo ultraconservador representa para la democracia más poderosa del mundo. Dicho peligro era obvio. Lo fue desde el día cuando Trump anunció su intención de mudarse a la Casa Blanca, hace casi seis años. No obstante, muchos se negaron rotundamente. Desestimaron las alertas, alegando que, aunque odioso, Trump no representaba ningún peligro para el cuerpo político norteamericano. Porque “las formas no importan”.

Pero resulta que sí. En política las formas sí importan. Muchísimo. Es una verdadera pena que haya sujetos que ignoren algo tan obvio (lo cual no les impide pontificar en la materia, como si fueran eruditos del poder). Si como líder político constantemente denigras de tus adversarios y los criminalizas, y si dices que las instituciones republicanas están podridas hasta la médula cada vez que no te favorecen, ¿no cabe esperar que tus seguidores se sentirán parte de un conflicto existencial, de una situación de vida o muerte en la que todo, hasta la violencia, se vale para prevalecer?

Finalmente, en el ocaso de su presidencia, el jueguito schmittiano de Trump se tradujo en un verdadero drama, en un teatro de la crueldad que le erizaría los pelos hasta a Antonin Artaud.

El miércoles pasado, el mundo entero contempló con horror (bueno, déspotas como Putin más bien debieron orinarse de la risa) cómo una turba compuesta por neofascistas, fanáticos religiosos y demás especímenes de extrema derecha invadieron el Capitolio, sede del Congreso estadounidense, mientras el legislativo realizaba el acto meramente simbólico de certificar el triunfo electoral de Joe Biden, próximo presidente de Estados Unidos.

Este lumpen de diversas clases sociales (había personas con poder adquisitivo alto y bajo) no llegó a las riveras del Potomac accidentalmente. Trump, su líder, los convocó y, una vez congregados, los instruyó para que marcharan hacia el Capitolio, con su característica retórica incendiaria. Entre la muchedumbre alzada destacó un personaje ridículo ataviado con pieles (reales o imitación) y cuernos normandos. Su contraste con las columnas corintias del edificio evocó a Breno, Alarico, Genserico y cuanto bárbaro se paseó por Roma para saquearla.

El saldo, aparte de un sinfín de imágenes humillantes, fue de cinco muertos (incluyendo a un policía golpeado en la cabeza con un extintor de incendios, como en esa escena pesadillesca del filme Irresversible, de Gaspar Noé), así como una atmósfera de miedo, rabia y tristeza a la que los norteamericanos no están acostumbrados. ¿Cómo pudieran estarlo, si esto no tiene precedentes en su tierra?

Mitch McConnell, líder de los republicanos en el Senado, no titubeó al catalogar los hechos como una insurrección. Dado que el propósito de la insurrección fue interrumpir por la fuerza una transmisión pacífica y constitucional del mando ejecutivo, es válido cuanto menos preguntarse si lo ocurrido fue un intento de golpe de Estado. Muchos expertos creen que no, pero sí algo similar. Teniendo en cuenta que hablamos de Estados Unidos, la conclusión sigue siendo aterradora.

Imagino que es innecesario recalcar que Estados Unidos no es como Latinoamérica. No voy a decir que es una nación libre de violencia política; hay que ser muy ignorante para hacer tal cosa. Pero a diferencia de sus vecinos del sur, los ataques directos al corazón de la república son una rareza absoluta. El Congreso no ha pasado por trances como los de las legislaturas latinoamericanas. Pienso en el asalto a la cámara venezolana en 1848 o, mucho más recientemente, la clausura de los parlamentos del Perú y Guatemala.

La violencia solo ha profanado el recinto de Capitol Hill en dos oportunidades. La primera vez fue en los albores de la república norteamericana, cuando, en 1812, Estados Unidos y su exmetrópoli se fueron de nuevo a la guerra debido a disputas navales. Los británicos invadieron Washington, urbe entonces en pañales, e incendiaron varios de sus edificios más importantes, incluyendo la sede del Congreso. El Capitolio apenas tenía unos años en pie. Imaginen semejante prodigio de arquitectura neoclásica ardiendo. Afortunadamente, los diligentes norteamericanos lo restauraron antes de que terminara la década.

En 1954, cuatro nacionalistas puertorriqueños armados se infiltraron en el Congreso. Dispararon a los miembros de la Cámara de Representantes en plena sesión, como parte de una sucesión de hechos violentos para lograr la independencia de borinquen. Hubo heridos, pero todos sobrevivieron.

Si asumimos que los terroristas boricuas no se consideraban a ellos mismos estadounidenses, podemos afirmar que en estos dos incidentes los perpetradores fueron agentes foráneos que veían en el Estado norteamericano un enemigo. En cambio, los sucesos de la semana pasada fueron llevados a cabo por estadounidenses de pura cepa.

Fue un atentado contra los representantes del corpus ciudadano del que son parte. ¡Y quien los azuzó fue el propio presidente! Esa es la diferencia con respecto a 1812 y 1954. Por eso los hechos han sido tan traumáticos.

En el último lustro he leído a los columnistas de The New York Times lamentarse reiteradas veces de que, al hablar con amigos de otras democracias desarrolladas, esas amistades les transmiten cierta lástima por la suerte política de Estados Unidos. Pensaba que exageraban. Ya no. Es más. Al menos un par de naciones latinoamericanas, Uruguay y Costa Rica, hoy puede jactarse de ser más políticamente funcional que el gran vecino del norte. La crisis estadounidense desatada por Trump es aun más abismal que lo que creí posible. Ruego por su pronta recuperación.

En cuanto a los apologistas de Trump, incluyendo a montones de venezolanos, que desestimaron sus bravuconadas o, mucho peor, se las aplaudieron, pero marcaron cierta distancia ante las imágenes tétricas del Capitolio, me gustaría creer que aprendieron la lección. Pero por desgracia parece que eso sería ingenuidad. No he visto a ni uno admitir que celebrar la mala conducta del presidente saliente fue un error grave. Por el contrario, montan en cólera si se les recuerda que se les advirtió que la cosa podía terminar como en efecto terminó.

De hecho, en menos de una semana pasaron la página y ya están ensalzando a Trump nuevamente, como si fuera lo mejor que le pudo pasar a Estados Unidos desde Abraham Lincoln. Más pueden la arrogancia ideológica y el odio paranoico hacia todo lo que no acate los dogmas de la derecha conservadora o liberal. Estas personas pudieran estar condenadas a la hipnosis permanente a manos de un caudillo populista que les ofrezca arrasar con sus enemigos. En una hipotética Venezuela poschavismo, espero que nunca lleguen al poder. Suficiente locura destructora.

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