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#CrónicasDeMilitares | Castro entre los peligros y el amor

A partir del bloqueo de Venezuela, sucedido en 1902, el presidente Cipriano Castro se convierte en la primera molestia internacional

 

@eliaspino

A partir del bloqueo de Venezuela, sucedido en 1902, el presidente Cipriano Castro se convierte en la primera molestia internacional. Así comienzan a calificarlo en los círculos diplomáticos. Los Estados Unidos, celosos de su dominio en América Latina, se oponen a la intervención de los gobiernos europeos y arbitran para una solución pacífica, pero pronto don Cipriano será también inconveniente para ellos. En adelante se desata una tormenta que lo tiene como objetivo, y sobre cuyos elementos fundamentales se tratará de hacer ahora un resumen.

Envalentonado por el buen viento que lo sopló en el bloqueo, Castro decide cobrar a los consorcios extranjeros su descarada participación en el levantamiento armado que precedió a los sucesos de la intervención.

En 1905 se apodera de la Compañía del Cable Francés, a cuyos directivos acusa de complicidad con los caudillos que se levantan en la “Revolución Libertadora”. Se querella con los miembros del ferrocarril alemán, y en 1908 inicia juicio contra las empresas norteamericanas New York and Bermúdez Company y Orinoco Mining, cuyas oficinas clausura por incumplimiento de contratos con la nación. El presidente Teodoro Roosevelt propone entonces un arreglo del caso en los tribunales internacionales, pero Castro argumenta que el pleito es exclusividad de la justicia venezolana. Ha abierto un primer frente que lo puede conducir al abismo.

Mientras la gran prensa estadounidense y europea le dedica fieros y continuos ataques antes de la ruptura de relaciones diplomáticas, la reacción es distinta en América Latina. “Honorable General (le escribe un vecino de Mayagüez), en mi cuenta usted con un soldado que está dispuesto a morir por defender la patria del gran Bolívar”. Desde San Juan, un señor Juan Rivero le dice: “En esta isla alaban su valerosa conducta y su patriotismo, pues dicen que dará a comprender a las naciones de Europa que no deben abusar (…) Si ud. cree que yo pueda serle útil mande como guste, que todo sacrificio es poco cuando hay peligro”. Procedente de Río de Janeiro, llega esta correspondencia remitida por José Paulo de Mello: “Animado dos mais nobles sentimientos de Americano, e crente de que a causa sacrosanta dessa Grande República jamais será vencida pe los ambiciosos e petulantes, venho vos ofrecer meus insignificantes prestimos para combatir”.

Según el barranquillero José de los Santos Echezuría, toda Colombia lo apoya a pesar de la enemistad de los gobiernos. Juan Fernández le ofrece desde Cabo Rojo “trescientos jóvenes valerosos” para el servicio desinteresado de Venezuela. Y Maximino Alfaro le escribe así, desde su lecho de enfermo en el Hospital General de Toluca: “Si el destino tiene decretado que la justicia que ud. defiende lo saque a ud. ileso y que venga el derrumbamiento completo en los sostenedores de la reacción, no podemos menos que levantarle un santuario en nuestros corazones, en donde siempre lo veremos y lo respetaremos”.

Pero los gobiernos latinoamericanos, con excepción del argentino, guardan silencio. En el fondo las protestas de solidaridad remitidas por sus ciudadanos, aparte del respaldo afectivo, poco servicio prestan a la empresa que agobia al Restaurador, quien palpa en Miraflores la soledad de su posición. Ahora no se trata de hablar de liberalismo y tradición, ni de derrotar a unos caudillos decaídos, como hizo antes, ni de hacer la publicidad de una pobre nación avasallada, sino de enfrentarse directamente ante antagonistas formidables que pueden eliminarlo en un santiamén. “Han actuado como bárbaros”, escribe a un paisano llamado Felipe Vivas; “la bandera inglesa ha amparado las fechorías del pirata”, anota en otra misiva; “y ahora me quieren dar garrote los yanquis”, afirma también, aunque tal vez no imagine que le falta experimentar lo peor.

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@eliaspino

A partir del bloqueo de Venezuela, sucedido en 1902, el presidente Cipriano Castro se convierte en la primera molestia internacional. Así comienzan a calificarlo en los círculos diplomáticos. Los Estados Unidos, celosos de su dominio en América Latina, se oponen a la intervención de los gobiernos europeos y arbitran para una solución pacífica, pero pronto don Cipriano será también inconveniente para ellos. En adelante se desata una tormenta que lo tiene como objetivo, y sobre cuyos elementos fundamentales se tratará de hacer ahora un resumen.

Envalentonado por el buen viento que lo sopló en el bloqueo, Castro decide cobrar a los consorcios extranjeros su descarada participación en el levantamiento armado que precedió a los sucesos de la intervención.

En 1905 se apodera de la Compañía del Cable Francés, a cuyos directivos acusa de complicidad con los caudillos que se levantan en la “Revolución Libertadora”. Se querella con los miembros del ferrocarril alemán, y en 1908 inicia juicio contra las empresas norteamericanas New York and Bermúdez Company y Orinoco Mining, cuyas oficinas clausura por incumplimiento de contratos con la nación. El presidente Teodoro Roosevelt propone entonces un arreglo del caso en los tribunales internacionales, pero Castro argumenta que el pleito es exclusividad de la justicia venezolana. Ha abierto un primer frente que lo puede conducir al abismo.

Mientras la gran prensa estadounidense y europea le dedica fieros y continuos ataques antes de la ruptura de relaciones diplomáticas, la reacción es distinta en América Latina. “Honorable General (le escribe un vecino de Mayagüez), en mi cuenta usted con un soldado que está dispuesto a morir por defender la patria del gran Bolívar”. Desde San Juan, un señor Juan Rivero le dice: “En esta isla alaban su valerosa conducta y su patriotismo, pues dicen que dará a comprender a las naciones de Europa que no deben abusar (…) Si ud. cree que yo pueda serle útil mande como guste, que todo sacrificio es poco cuando hay peligro”. Procedente de Río de Janeiro, llega esta correspondencia remitida por José Paulo de Mello: “Animado dos mais nobles sentimientos de Americano, e crente de que a causa sacrosanta dessa Grande República jamais será vencida pe los ambiciosos e petulantes, venho vos ofrecer meus insignificantes prestimos para combatir”.

Según el barranquillero José de los Santos Echezuría, toda Colombia lo apoya a pesar de la enemistad de los gobiernos. Juan Fernández le ofrece desde Cabo Rojo “trescientos jóvenes valerosos” para el servicio desinteresado de Venezuela. Y Maximino Alfaro le escribe así, desde su lecho de enfermo en el Hospital General de Toluca: “Si el destino tiene decretado que la justicia que ud. defiende lo saque a ud. ileso y que venga el derrumbamiento completo en los sostenedores de la reacción, no podemos menos que levantarle un santuario en nuestros corazones, en donde siempre lo veremos y lo respetaremos”.

Pero los gobiernos latinoamericanos, con excepción del argentino, guardan silencio. En el fondo las protestas de solidaridad remitidas por sus ciudadanos, aparte del respaldo afectivo, poco servicio prestan a la empresa que agobia al Restaurador, quien palpa en Miraflores la soledad de su posición. Ahora no se trata de hablar de liberalismo y tradición, ni de derrotar a unos caudillos decaídos, como hizo antes, ni de hacer la publicidad de una pobre nación avasallada, sino de enfrentarse directamente ante antagonistas formidables que pueden eliminarlo en un santiamén. “Han actuado como bárbaros”, escribe a un paisano llamado Felipe Vivas; “la bandera inglesa ha amparado las fechorías del pirata”, anota en otra misiva; “y ahora me quieren dar garrote los yanquis”, afirma también, aunque tal vez no imagine que le falta experimentar lo peor.

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