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Cerritos de Aragua

Cerros de Aragua. Foto: Samuel González-Seijas. Comp. Runrunes

@lectordepaso

Era un viaje planeado para dejar a un familiar muy querido en el peaje de Tapatapa, de donde lo recogerían para ser llevado al Playón de Ocumare de la Costa. Lo hicimos un sábado, a media mañana. Había sol y la autopista, creo que en mucho tiempo no la había visto así, estaba despejada y sobre todo limpia.

Desde antes de esa fecha, yo me había hecho a la idea de ver otra vez un paisaje que siempre me pareció entrañable. A días aún del sábado de la salida, yo había ido y venido mentalmente por aquellos parajes. Figuré cómo salía de Paracotos hacia Las Tejerías y de allí hacia El Consejo y La Victoria. Lugares sugeridos por sus nombres en los carteles de la vía, pero sobre todo, por el cambio en el ambiente y en la vegetación que recorre todo el trayecto hasta Maracay, que era mi destino.

Cuando niño, me llamaban la atención las extensiones que ardían, que dejaban ese olor a monte quemado y una capa de humo que abarcaba mucho espacio. Olía a madera consumida, a paja seca, a fogón de leña. Olía también a tierra abonada y caliente, en la que estaban mezclados el orine y la bosta de los animales de cría, que debían de ser muchos por allí. Era una sensación de campo inmensa, que no podía percibir con la mirada sino con el olfato. De algún modo, pasar por aquellos lugares potenciaba una sensorialidad de animal que no es corriente. Pero sabemos, también por experiencia, que la distancia entre animal y niño es casi nula, porque ambos se valen de un cuerpo que está siempre abierto al acontecer.

Y aunque entonces era niño, el sábado del viaje de este enero algo frío, volví a serlo. ¿Cuántos años después?

Como iba conduciendo no podía dejarme arrastrar como antaño por los verdes y los oleajes de los sembradíos de caña. Veía con rapidez, haciendo foco en fragmentos llamativos. Lo demás lo completaba la memoria. Allá estaban los chaguaramos de la hacienda Santa Teresa; estaban las ceibas y los araguaneyes; algún samán imponente, bajo cuya copa conocemos la porción de sombra que expande. Luego la fábrica de alimentos, en la entrada sur de Turmero. En fin, puntos de una costura muy resistente, que aún sigue en mí como un mapa singular.

Y además, están los cerros. Primero se levantan como pequeñas colinas desde borde mismo de la autopista. Luego, con la tierra sembrada de por medio, se elevan hasta alturas dobles o triples, curvados e hirsutos. Desde allí continúan creciendo hasta que el polvillo y la calima no dejan mirar más allá. Esos cerros ardidos y eternos tienen un encanto que no sé si llamar virgen o salvaje. Tal vez lo sean. Lo que sigo sintiendo es que en sus intocadas lejanías hay mucho de soledad y errancia, de renuncia y de silencio. Me dan la imagen, cuando los miro al recorrer la vía, de que expresan algo muy nuestro, algo hondo, que preferimos no decir.

Cielos distantes

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