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Augusto Pinochet

Cotufas y lealtades… (escrito en 11 de septiembre)
Conspiraciones, traiciones, arreglos por intereses son el pan de cada día en las mesas de discusión de los grandes poderes fácticos del mundo

 

@juliocasagar

Por una curiosa coincidencia, un 11 de septiembre ocurrieron dos acontecimientos importantísimos para la historia contemporánea. Uno en el año 1973 que fue el derrocamiento de Salvador Allende en Chile y otro, el año 2001, el atentado terrorista que derribó las Torres Gemelas en Nueva York.

Sobre el primero ha quedado claramente establecido, luego de la desclasificación de muchos documentos, que se trató de un pronunciamiento militar apoyado y planificado por la CIA, al cual le dio un correlato, que vino como anillo al dedo, las “vacaciones” en las que convirtió Fidel Castro su viaje al país austral.

Sobre el segundo evento, basta decir que desde el ataque a Pearl Harbour, dirigido por el almirante Yamamoto, los Estados Unidos no habían sufrido un impacto moral tan grande y contundente. Dos fallos de inteligencia, ocasionados ambos por la arrogancia de gran potencia que suele nublar el entendimiento y la comprensión de quienes se sienten invulnerables.

Ambos acontecimientos, bien que espaciados en el tiempo y en la geografía, tienen, no obstante, un hilo conductor que merece ser puesto de relieve.

Ese sustrato común tiene que ver con el quiebre de lealtades de los círculos íntimos del poder que son tan viejos como las piedras y cuyo máximo exponente en la historia antigua fue la frase de Julio Cesar, dirigida a su hijo, cuando caía apuñalado “¿Tú también, Brutus?”

Para ilustrar el primer caso hay que remontarse a la época en la que los talibanes combatían la invasión soviética a Afganistán y que ocurrió en la primavera de 1979, con el argumento de la defensa del “gobierno revolucionario” de Kabul.

La intromisión soviética alerta a los Estados Unidos y sus servicios de inteligencia ponen en marcha la llamada Operación Ciclón, mediante la cual se aporta ayuda militar, política y económica a los “combatientes por la libertad” a quienes, el propio Ronald Reagan llega a recibir en su despacho en la Casa Blanca.

La lealtad de los yihadistas llegó hasta que se produjo la retirada de los soviéticos. Los talibanes, armados por los Estados Unidos, emprendieron la segunda etapa de su proyecto. Tomar el poder de Afganistán y continuar su guerra santa contra occidente. El propio Osama Bin Laden, perteneciente a una rica familia saudí, intermediario financiero en el armamento de su guerrilla, comienza a dar los pasos para la constitución de Al Qaeda, organización que reivindica los atentados del 11 S en Nueva York.

En el caso chileno, la ruptura de la cadena de lealtades fue aun más evidente. El general Rene Schneider, comandante del Ejército y ministro de la Defensa de Eduardo Frei, un oficial demócrata que había desarrollado una doctrina muy similar a la doctrina Betancourt, era partidario del respeto de la voluntad popular de los chilenos. Schneider es asesinado en un atentado, como parte de un movimiento para impedir lo que parecía inevitable: la elección de Salvador Allende. En sustitución, el presidente Frei designa a Carlos Prats, muy allegado a Schneider y a su doctrina.

En los convulsos días de la presidencia de Allende, un incidente callejero con manifestantes provoca la reacción del general que dispara contra un automóvil conducido por una mujer. El escandalo lleva a su dimisión. Es en ese momento cuando, en consulta con el propio Salvador Allende, resuelven que el oficial de mayor confianza era Augusto Pinochet. Es así designado comandante general del ejército y ministro de la defensa. Lo demás es cuento sabido. Prats, a su vez, sería también asesinado junto con su esposa en un espantoso atentado en Buenos aires, unos meses después.

Todos estos acontecimientos, como sacados de un filme de suspenso y espías, son parte del “Juego de tronos” con el que la geopolítica del mundo suele sorprendernos. Conspiraciones, traiciones, arreglos por intereses son el pan de cada día en las mesas de discusión de los grandes poderes fácticos del mundo.

No cabe duda, no obstante, que en este 11 de septiembre para los venezolanos hay muchísimas razones para comprar cotufas y esperar los desenlaces que el show nos sigue deparando. Se ha producido la captura del Pollo Carvajal en Madrid, donde se sentía relativamente seguro por sus antiguos nexos con la inteligencia de ese país y por la particular composición del gobierno español.

Alex Saab acaba de recibir la noticia de que ya terminaron sus recursos contra la extradición hacia los Estados Unidos. En muchos medios se especula sobre la posible extradición (esta vez a Venezuela) nada menos que de Rafael Ramírez. Todos estos hechos podrán a prueba lealtades y nos revelarán los pliegues desconocidos de grandes intereses (hasta Rusia se ha mezclado con el tema de Saab).

No quisiera estar en los zapatos del círculo íntimo de Miraflores esperando ver de dónde vienen las puñaladas y hasta donde todo esto puede desestabilizar al régimen.

A los venezolanos de a pie, que observamos este espectáculo y no podemos influir en él, no nos queda sino una cita con la responsabilidad. Este 21 de noviembre tenemos que hacer lo posible para que los votos contra Maduro sean más que los votos a favor de Maduro. Necesitamos que el mundo entero sepa que él es una ínfima minoría del país. Por ello, hay que seguir trabajando la unidad y yendo a cada rincón de la geografía nacional para explicar la importancia del compromiso. Esa es nuestra manera de ayudar a que el enredijo mundial y los juegos de lealtades se resuelvan en favor de nuestra democracia y nuestra libertad.

A comprar cotufas entonces y a defender la voluntad que expresemos en las urnas.

Las opiniones emitidas por los articulistas son de su entera responsabilidad. Y no comprometen la línea editorial de RunRun.es

Chile: la estrategia democrática que derrotó a Pinochet

La derrota de Pinochet en el plebiscito de 1988 fue fruto de un enorme esfuerzo colectivo y un notable modelo de acción cívica. Genaro Arrigada, encargado del comando del NO, cuenta los entretelones

Los dictadores suelen ganar sus plebiscitos. Los ejemplos abundan en la historia. Muy escasos son, en cambio, casos como el de Chile, donde el 5 de octubre de 1988 la ciudadanía dio un rotundo NO a los planes de Augusto Pinochet de permanecer 8 años más en el poder. Un resultado que se impuso en las urnas, contra toda la maquinaria de la dictadura, y que fue fruto de un trabajo político y organizativo sin precedentes. Conversamos con Genaro Arrigada, uno de sus principales artífices como secretario ejecutivo del Comando del NO.

¿Sr. Arriagada, no era un poco iluso participar en un plebiscito en plena  dictadura?

En Chile, allá por el año 1986, 87, había llegado a lo que Gramsci llamaba un equilibrio catastrófico, en el que Pinochet era suficientemente fuerte para permanecer en el poder, pero no eran tan fuerte como para destruir a la oposición… En ese cuadro, el país se desangraba en una especie de situación sin salida. Fue en ese momento en que se dio la posibilidad de crear un movimiento a favor de elecciones libres. Se hizo una movilización por las elecciones libres. En definitiva no tuvimos éxito, pero la presión se tradujo en utilizar un mecanismo que la Constitución del 80 establecía, que era que Pinochet, después de 16 años en el poder, podía ser ratificado por 8 años más a través de un plebiscito.

En ese momento, una parte de la oposición tomó la decisión de aceptar el plebiscito en una posición, yo diría, provisoria. Es decir, si no se daban  las condiciones mínimas se denunciaría el plebiscito como falso.

¿Cuáles eran esas condiciones mínimas?

La existencia de registros electorales (hay que recordar que Pinochet había quemado los registros electorales); que existieran partidos políticos registrados; que existiera la posibilidad de tener apoderados en las mesas de votación para controlar el resultado;  que se levantara el estado de sitio… Y, finalmente, en un acuerdo insólito, se acudió al Tribunal Constitucional, que nos garantizó 15 minutos diarios en la televisión, en los últimos 28 días de la campaña.

Pero eso no significaba igualdad de oportunidades…

Nunca hubo igualdad de oportunidades… Pero nosotros teníamos la idea de que si lográbamos movilizar a la gente, íbamos a ganar.

Esa noche pasaron varias horas hasta que el gobierno reconoció el resultado, y se temió que Pinochet diera una autogolpe. ¿Qué escenario manejaban ustedes?

Esa siempre fue una posibilidad. Pero, por otro lado, si ante la sola posibilidad del fraude nos hubiéramos retirado, eso habría sido aceptar una derrota. Nuestra campaña se estructuró en torno a tres grandes objetivos. El primero fue inscribir a por lo menos 7 millones y medio de personas… Al principio contamos con la desconfianza de muchos, que decían: «inscripción es traición”. Bueno, finalmente terminaron todos llamando a inscribirse, incluido el Partido Comunista.

Hubo también un enorme despliegue para evitar un fraude. ¿Cómo se organizaron?

El segundo objetivo era convencer a la gente de votar por el NO, y el tercero era el control electoral. Disponíamos  de estudios sobre cómo se hacen los fraudes electorales en el mundo. La experiencia en general, casi sin excepción, es que el que comete el fraude, el gobierno, entrega resultados totales, o provinciales. Resultados muy agregados. Y eso es muy difícil de controlar. En consecuencia, organizamos un sistema mesa por mesa. Había más o menos 14 mil mesas. Y de acuerdo con las normas que se fueron acordando, los partidos políticos que se inscribieran (fueron 4) tenían derecho a tener un apoderado en cada mesa. Esa gente recibió capacitación y se le asignó una mesa con semanas de anticipación.  En consecuencia, tuvimos un resultado mesa por mesa. Y eso es imposible de adulterar. Las actas son irrebatibles. Fue un gran esfuerzo de organización. Hay que pensar que eso significó tener en las mesas a casi unas 80 mil personas. Y después había que tener personas que trasladaran las copias de las actas hasta lugares de acopio.

¿Qué papel desempeñaron los observadores extranjeros?

El rol del exterior fue muy importante. Se calcula que habría unas 1.000 personas aquí. Pero había un grupo selecto de unos 150 a 200, entre lo cuales había líderes de talla mundial. Esa gente cumplía una función muy importante. Para el gobierno era muy difícil agarrar a unos cientos de líderes mundiales de opinión y echarlos a patadas del país. Era imposible. Habría tenido un costo monumental.

¿Tenían entonces cierta certeza de que el resultado se iba a respetar?

Certeza de que se iba a respetar no la tenía nadie. Lo que creíamos es que el costo de no respetarlo iba a ser abrumador.

La instrucción nuestra era que nadie saliera de su casa. Porque teníamos la sospecha de que si había manifestaciones, grupos ultras, o los propios militares, los carabineros, podían disparar sobre la gente. Y si eso pasaba, tendríamos no solo muertos, sino también una falsa justificación para declarar el estado de sitio y suspender el proceso.

Pero al día siguiente se produjo una manifestación espontánea de gente que copó la Alameda. Debe haber habido cerca de un millón de personas en las calles. Y no hubo ni un solo vidrio que se quebrara. A las 8 de la noche, cuando empezó a oscurecer, de nuevo pedimos que la gente se retirara tranquilamente a sus casas y que no aceptara provocaciones. Cosa que la gente hizo. Fue un modelo de acción cívica muy notable.

¿Qué queda de eso 30 años después?

El país cambió muchísimo. En todo país habrá alguna cárcel donde se violan los derechos humanos de un preso o de varios, pero en Chile no volvió a haber tortura, no volvió a haber censura… Yo personalmente, y lo he dicho en estos días, no quiero seguir celebrado el NO. Me parece que ya 30 años después hay que dejar esto entregado a los historiadores. Pero fue un momento muy grande,

Pero también hoy en día hay que defender la democracia… En distintas partes del mundo cunden los movimientos populistas, autoritarios…

Yo creo que hay que buscar una fórmula de parar esta nueva amenaza, que es muy distinta de la de hace 30 años atrás, pero que tiene la misma raigambre. Al final, todos los movimientos autoritarios y las dictaduras se parecen.

Alejandro Armas Oct 05, 2018 | Actualizado hace 3 semanas
Fujimori y el macartismo caribeño

 

DEBO SER BREVE. PERDONEN LA BRUSCA INTRODUCCIÓN pero es probable que la brevedad sea la regla en las entregas de esta columna en los meses por venir. La mayoría de mi tiempo la debo consagrar a mis estudios, dada la exigencia del recinto académico al que estoy asistiendo. Así que al grano.

Debo manifestar nuevamente mi consternación por cierta tendencia observada entre algunos venezolanos opositores que, al parecer creyendo que así marcan una mayor distancia que otros con respecto al chavismo, han abrazado una especie de pensamiento derechista radical y disparatado. No me refiero a los cultos paisanos liberales, cuyas posiciones consta que he defendido por esta vía. Tampoco a quienes sostienen opiniones socialmente conservadoras, con las que casi nunca concuerdo pero que respeto si se esbozan de manera igualmente respetuosa.  Es más bien un odio visceral y paranoico hacia todo lo que pueda ser asociado aunque sea remotamente con la izquierda. Desde la socialdemocracia hasta el activismo sindical. Desde los movimientos por los derechos de las personas frecuentemente discriminadas hasta el Partido Demócrata norteamericano. Ven todas estas manifestaciones como una gran cábala maligna que busca apoderarse del mundo para imponer la ley, no de Satanás, sino de Marx. Macartismo tropical. Una versión caribeña de la John Birch Society o de la alt-right.

Inversamente, estas personas a menudo aseguran que cualquier causa política que se oponga con dureza al comunismo, o a la izquierda en general, es sacrosanta. No importa qué métodos empleen o que el blanco de sus acciones no sean criminales. Lo que les importa es extirpar el marxismo (real o imaginario) como sea. Si alguien se atreve a cuestionar esta actitud, corre el riesgo de ser tildado de ñángara. Tal visión macartista no se limita a lo que pasa dentro de Venezuela, sino que se extiende a todo el mundo y, sobre todo, por proximidad geográfica y cultural, a América Latina. En mi artículo anterior ya apunté hacia este problema a propósito de los 45 años del golpe de Pinochet, devenido tristemente en peculiar héroe para unos (espero) pocos venezolanos. Otro que quieren colar en el panteón latinoamericano es Alberto Fujimori, quien fue noticia esta semana debido a la anulación del indulto que lo había sacado de la cárcel.

No voy a discutir sobre la pertinencia de que “el chino” (como lo llaman sus compatriotas a pesar de su ascendencia nipona) vuelva tras las rejas, considerando por un lado sus crímenes y por el otro su edad avanzada y estado de salud. Lo que me interesa es lo que implica haber visto en redes sociales a varios venezolanos, algunos de ellos radicados en Perú, expresando su respaldo a Fujimori con argumentos anticomunistas.

Un poco de contexto. Al igual que Pinochet, Fujimori tomó las riendas de su país en un momento de dura crisis económica y social. El catastrófico populismo de izquierda de la primera presidencia de Alan García había sumido a Perú en hiperinflación. El nuevo gobierno estabilizó la economía con medidas que suelen ser tildadas peyorativamente como “neoliberales”. Además golpeó a los sanguinarios guerrilleros maoístas de Sendero Luminoso tan duro, que aún hoy siguen muy disminuidos. Y eso después de que se habían apoderado de buena parte de la sierra, donde sembraron el terror, y empezaron a hacer sentir su presencia en plena Lima con acciones como la infame explosión en la calle Tarata.

Debido a todo lo anterior, Fujimori se ha vuelto una “figura honorable, luchadora contra el comunismo” a los ojos de unos cuantos latinoamericanos, incluyendo a venezolanos. Su trayectoria gubernamental inició cuando Pinochet estaba de salida e impresiona por sus coincidencias con el caso chileno. Aunque Fujimori llegó al poder democráticamente, su nombre se ha vuelto sinónimo de autogolpe, como el que dio en 1992 y que disolvió el Congreso peruano para permitir al Presidente gobernar sin restricciones. Ese incidente claramente autoritario por lo generar es omitido o, peor, justificado por los entusiastas del fujimorismo. A ellos tampoco les importan mucho las masacres de Barrios Altos, Santa y La Cantula, perpetradas por paramilitares del Grupo Colina. Nada que decir sobre las violaciones de Derechos Humanos de todo aquel sospechoso de tener vínculos con los guerrilleros comunistas. Sí, había una guerra contra unos insurrectos que estaban cometiendo barbaridades.  Pero el Estado, como portador del monopolio sobre la violencia legítima, debe abstenerse de esos excesos. En cambio, fomentarlos es inexcusable… Bueno, excepto para personas que alegan que “todo se vale para acabar con el comunismo”. Que Fujimori haya maniobrado para mantenerse indefinidamente en el poder no los inmuta, ni las corruptelas de sus allegados para sobornar a opositores, ni la tosca censura a los medios de comunicación.

Finalmente, un punto importante para los venezolanos que creen que el talante anticomunista de Fujimori hace de él un modelo para la oposición al chavismo. 1992 no solo fue un año tumultuoso en Perú. En Venezuela también, como todos sabemos. Y aunque el golpe del 27 de noviembre de ese año dejó muchos más muertos, es menos recordado que el del 4 de febrero. Varios de los líderes de la intentona lograron huir de Venezuela. ¿Saben a dónde? ¡A Perú! Ahí les dieron asilo. Fujimori estaba enemistado con Carlos Andrés Pérez porque este había condenado el autogolpe peruano. A veces el desprecio a la democracia hermana a movimientos políticos de signo ideológico opuesto.

Quienes me conocen pueden dar fe de mi rechazo al socialismo revolucionario. Pero ese repudio no me va a convertir en un macartista caribeño empeñado en erradicar a la izquierda. Ojalá esa peligrosa tendencia no se generalice.

 

@AAAD25

Alejandro Armas Sep 14, 2018 | Actualizado hace 3 semanas
Dos malos recuerdos del 11 de septiembre

 

El 11 de septiembre trae una disputa amarga para los latinoamericanos, la generada por el golpe de Estado de Pinochet en el Chile de 1973

 

@AAAD25

Este es el primer artículo que escribo fuera de mi (pese a todo) adorada Caracas. Redacto desde un pequeño apartamento en el Bronx, en Nueva York, donde acabo de comenzar estudios de maestría en Ciencias Políticas, específicamente en la Universidad de Columbia. Cuando llegué al campus este miércoles me llamó la atención el despliegue de barras y estrellas por doquier. Solo entonces caí en cuenta de que se estaba conmemorando el ataque terrorista contra el World Trade Center en 2001.

No pude evitar pensar que, mientras para los estadounidenses cada 11 de septiembre es un día en el que el recuerdo de esa tragedia nacional los une, los latinoamericanos entramos en el terreno de la disputa amarga como consecuencia de otra efeméride. Me refiero al golpe de Estado liderado por Augusto Pinochet que derrocó a Salvador Allende en 1973.

Por supuesto, Chile es el país donde el disenso se manifiesta de manera más encarnizada. No obstante, el accidentado devenir histórico compartido en la región hace que este evento sea hasta el sol de hoy tema de debate álgido en toda América Latina, al igual que, por poner otro ejemplo, la Revolución cubana. Resulta verdaderamente lamentable comprobar, año tras año, cómo los latinos seguimos en muchos aspectos anclados a una visión geopolítica propia de la Guerra Fría y cómo nos armamos falsos dilemas que nos condenan a escoger entre polos de la política (excusen la cacofonía) terribles. Por un lado, los ñángaras trasnochados se empeñan en glorificar el gobierno de Allende, mientras que el conservadurismo rancio hace otro tanto con Pinochet. En realidad, tanto Allende como Pinochet fueron nefastos para Chile.

Vayamos en orden cronológico. Concedamos que sectores de la derecha chilena se confabularon para sabotear un gobierno socialista electo democráticamente. También debemos reconocer el papel que Estados Unidos tuvo en la ofensiva contra Allende. Pero el desastre económico de esos años no tuvo sus raíces en tales factores. La economía chilena acumulaba problemas, como alta inflación crónica, desde antes de la llegada al poder de la Unidad Popular… Y las políticas económicas de esta, típicas de la izquierda populista latinoamericana, agravaron la situación.

Para empezar, hubo un aumento dramático del gasto público, con incrementos de salarios cuantiosos que finalmente no tuvieron un correlato en cuanto a productividad. A lo largo de 1971 hubo una ilusión de prosperidad que, por supuesto, no podía durar mucho. El déficit fiscal tocó la puerta y la inflación se disparó. Los dos años siguientes fueron de un verdadero caos: se desplomó el producto interno bruto y cundió la escasez, con los problemas asociados. A saber, colas y racionamiento. En vez de olvidarse de dogmas y emprender correctivos urgentes, el Gobierno, cada vez más influido por los comunistas, reaccionó radicalizándose. Surgieron las Juntas de Abastecimiento y Control de Precio (JAP), organismos a cargo de imponer el racionamiento en cada localidad. Durante el período hubo abundantes denuncias de discriminación política por parte de estas entidades. Según algunas versiones, incluso se exigía compromisos de militancia con el oficialismo para acceder a sus “beneficios”. Sobre las JAP como posible inspiración de los CLAP venezolanos ya he hablado en otro artículo.

Pasemos ahora al caso de Pinochet. Debido a la montaña de evidencia en su contra, hoy son relativamente pocos los que se declaran abiertamente admiradores del general. Sin embargo, existe una tendencia entre no pocos latinoamericanos, sobre todo aquellos que se identifican con la derecha conservadora o liberal, a presentar a Pinochet como una especie de “mal necesario”. Es decir, reconocen los crímenes abominables cometidos por la dictadura pero sostienen que el gobierno militar fue un período “menos malo” que el se hubiera dado de no ser por el golpe de septiembre. Este es un argumento sumamente errado, por varias razones. Para empezar, cuando se hace un juicio histórico, no tiene sentido preguntar “qué hubiera pasado si…”. Lo importante es lo que pasó. Eso es lo único que se puede evaluar. Punto. Ergo, cualquier planteamiento del tipo “Es que Pinochet salvó a Chile de convertirse en otra Cuba” es desechable.

Supongamos por un momento que sí se puede invocar la imaginación para este tipo de situaciones. ¿Entonces los miles de asesinados, torturados y desaparecidos fueron sacrificios indispensables para evitar que el comunismo se apoderara de Chile? Absolutamente no. La rebelión contra un régimen opresivo no necesariamente tiene que implicar un baño de sangre, sobre todo después de que los opresores fueron desalojados del poder y están a merced de los insurrectos. Eso fue lo que pasó en Chile, y las víctimas no fueron todas individuos que usaron el poder durante el gobierno de Allende para cometer abusos. Muchas eran sencillamente personas con alguna forma de pensamiento izquierdista.

Otra barajita repetida en el álbum de la apología: “Sí, mataron a miles y eso estuvo muy mal. Pero de no ser por el golpe el comunismo habría asesinado a millones, como en Rusia y China”. Cuando se trata de dictaduras que asesinan a mansalva, no se puede distinguirlas entre “más y menos malas” por el número de muertos. Estamos hablando de vidas humanas, algo muy precioso y complejo como para sopesarlo fríamente en una balanza y por cantidad. Pinochet y Mao. Franco y Lenin. Todos merecen el mismo lugar en el recuerdo histórico. Basta de usar las calamidades del comunismo para justificar las calamidades de otras ideologías.

Ahora llegó el momento de hablar de otras cifras. Es común escuchar que la dictadura militar no solo acabó con el desastre socialista, sino que además, gracias a su visión liberal, inauguró la prosperidad económica chilena que hoy perdura. Una vez más, esto no exculpa a Pinochet de sus delitos, y aunque lo hiciera, un examen más detallado permite entender que su legado económico en realidad está bastante sobrevalorado.

A partir de 1975, Pinochet entregó las riendas financieras del país a un grupo de economistas que pasaron a ser conocidos como los Chicago Boys, por haberse formado en la prestigiosa casa de estudios en esa ciudad. Encabezados por el ministro de Finanzas, Sergio de Castro, pusieron en marcha una terapia de shock basada en el monetarismo que dio al traste con las políticas del gobierno anterior: fin de los controles de precios (algo siempre necesario en estos casos, vale decir) y demás regulaciones al mercado, reducción de impuestos y privatización de casi todas las empresas en manos del Estado, con la notable excepción de las minas de cobre, el principal producto de exportación chileno (por ley, 10 % de las ganancias de este sector debe ir al presupuesto de defensa; es decir, se trataba de un punto de interés para los amigos castrenses de Pinochet). Durante la segunda mitad de la década de los 70 y principios de la siguiente, el PIB se disparó y superó el promedio latinoamericano. La inflación, aunque alta, se mantuvo muy por debajo de los niveles de la presidencia de Allende. Hasta este por lo general llega el relato de algunos liberales, quienes apelan a la autoridad intelectual de Milton Friedman, el mentor de los Chicago Boys, que visitó Chile entonces y aseguró haber atestiguado un “milagro económico”.

Lo que estas versiones suelen dejar por fuera es lo que ocurrió a partir de la crisis de 1982. Cierto, este fue un episodio que impactó a toda Latinoamérica. Pero en Chile el golpe fue particularmente duro. Según algunas estimaciones, el PIB se hundió ese año casi 15 %, mientras que la caída regional promedio fue de 3 %. De Castro y los otros Chicago Boys más dogmáticos se negaron a cambiar de rumbo, así que Pinochet, que no era ningún tonto, decidió prescindir de sus servicios y nombrar como ministro de Finanzas a Hernán Büchi, alguien mucho más flexible y pragmático. El nuevo plan consistió en un conjunto de medidas de intervención estatal nada despreciable, aunque no con orientación socialista, desde luego: bancos intervenidos para evitar su quiebra, nuevas regulaciones en el flujo de capitales, aumento de aranceles, etc. Poco a poco se retomó el crecimiento y para finales de los 80 la economía se había estabilizado, pero el costo social fue grande. Casi la mitad de los chilenos era pobre hacia el final de la dictadura. Además, a lo largo del gobierno militar hubo alto desempleo y desigualdades socioeconómicas elevadísimas. Economistas como Ricardo Ffrench-Davis atribuyen estos problemas a los excesos de los Chicago Boys.

En conclusión, a la dictadura de Pinochet solo se le puede atribuir haber estabilizado la economía chilena, y eso después de 1982, no durante los siete años de experimentos monetaristas que, por alguna razón, han recibido una publicidad mucho más generosa. Pero estabilidad no es prosperidad. La relativa prosperidad de la que goza la mayoría de los chilenos y que tanto maravilla a los latinoamericanos de otras nacionalidades fue más bien un producto de los gobiernos democráticos posteriores a la dictadura. Durante los años 90, la pobreza se redujo a la mitad de los últimos niveles del gobierno militar. Hoy es aun más baja. El desempleo también se contrajo. En cambio, los salarios reales subieron, al igual que el PIB.

Si comencé este artículo denostando contra Allende y Pinochet pero las críticas a este último se llevaron el grueso del texto, es por una razón. Me preocupa mucho ver hoy en Venezuela una tendencia a clamar por una especie de Pinochet caribeño. Resulta alarmante que muchos conciudadanos recurran a la ya desmontada tesis del “mal necesario” para dar sustento a la idea de que es imprescindible una experiencia como la chilena para recuperar el país una vez que termine la desgracia que hoy lo atormenta. Yo no sé como lograr el cambio político urgente. Lo que sí sé es que, una vez que ese cambio llegue, no quiero que sea para instaurar un régimen al estilo de Pinochet. Venezuela ya ha sufrido demasiado como para tener que atravesar otro karma.

Lo mismo vale para el resto de Latinoamérica. Todo el mundo tiene derecho a opinar, pero me gustaría que cada vez menos personas se arrojaran a defender modelos tan nocivos. Sobre todo porque la discusión se presta para avivar las llamas de un odio que, al igual que Allende y Pinochet, hoy debería estar confinado al sepulcro de la Guerra Fría. Ojalá llegue un 11 de septiembre cuando la enorme mayoría de los latinos nos unamos en el repudio a estos dos malos recuerdos.

Alejandro Armas Jun 02, 2017 | Actualizado hace 3 semanas
Pinochet también tuvo su constituyente

Pinochet

 

¡Vaya “padres” tenemos los venezolanos! Me refiero, por si no lo saben, a una declaración de la rectora del CNE Socorro Hernández emitida esta semana, según la cual Maduro es una suerte de figura paterna para todos nosotros, mientras que su contraparte femenina es la Sala Constitucional del TSJ. Tantas cosas malas en tan pocas palabras. Para empezar, concebirle al Presidente ese papel evidencia una mentalidad deprimentemente caudillesca, propia del siglo XIX. En cuanto a la madre, ya dejó claro que es de las aceptan sin chistar que sus esposos impongan su voluntad a la familia completa en todo momento, pues sus argumentos para que se haga una “constituyente” sin consultar primero a la gente son una copia de los pretextos gubernamentales, maquillados con los latinazgos de rigor. Acaso temerá que, si desafía a su marido, sobre ella recaerán las mismas amenazas espetadas a cierta tía que se atrevió a cuestionar el proceder del patriarca macho Camacho.

Los millones de ciudadanos fuera de la cúpula poderosa integramos la parte más desfavorecida en este infeliz retrato familiar. A saber, el de unos niños de pecho, demasiado tontos, demasiado ignorantes como para tomar las decisiones determinantes de nuestras vidas. Para eso está papá, con su sapiencia y bondad infinitas, siempre listo a escoger por nosotros lo que más nos conviene, y con la correa preparada para los hijos que muestren aunque sea un ápice de desobediencia.

Esa sería la retorcida excusa del chavismo para crear una entidad que tendrá poderes absolutos para refundar el Estado, para redactar un nuevo contrato social, ni más ni menos, sin que los venezolanos podamos siquiera expresar si estamos de acuerdo. Si desde sus inicios este gobierno se ha caracterizado por un desprecio a la democracia, ninguno de sus escupitajos previos a las aspiraciones de la mayoría ha tenido la gravedad que esto que pone ahora sobre la mesa. Olvídese, por cierto, de proclamas demagógicas y vacías de realidad como “¡Todo el poder para el pueblo!”. Si bien lo más probable es que esa “ANC” cuente con facultades ilimitadas, puede asumirse que las bases chavistas que la compongan actuarán de acuerdo con lo que ordene la elite del partido. Si lo duda, considere que ya los voceros de dicha elite están adelantando qué hará la “constituyente”.

El rechazo ha tamaño atropello no se ha hecho esperar. Su expresión más obvia ha sido la oleada de protestas callejeras que se ha mantenido a pesar de una represión barbárica. Pero también ha venido de más allá de nuestras fronteras. El escepticismo, o condena directa, a la “ANC” ha llegado sobre todo desde el vecindario americano y de la Unión Europea. El Gobieríso ha reaccionado con su arrogancia característica, siempre con una descalificación barata a los países críticos. Uno de estos comentarios que me llamó la atención fue el usado para desechar las reservas de Chile. Según el chavismo, la nación austral no tiene moral para criticar la “constituyente” porque ha mantenido vigente la misma Constitución que fue concebida en plena dictadura de Augusto Pinochet.

A pesar de que este gobierno y sus acólitos han sido particularmente ricos en falsear la realidad directamente y sin ningún pudor, es válido preguntarse si este señalamiento es cierto. Pues sí, lo es. La Constitución chilena actual fue redactada en 1980, cuando la dictadura militar estaba en su apogeo. Sin embargo, la respuesta chavista se desbarata argumentativamente cuando se revisa de forma detallada qué pasó entonces y por qué el vecino sureño todavía tiene esa ley fundamental. Adelanto que lo dicho a continuación no constituye ningún gesto de aprecio hacia los horrores de la tiranía pinochetista.

Como se podrán imaginar, la iniciativa de una nueva Constitución venía del propio gobierno castrense. La oposición, valga la redundancia, no estaba de acuerdo, desde los democristianos conservadores hasta los socialistas y comunistas. Pero, resulta que la aprobación de esa nueva Carta Magna fue sometida a un referéndum. Sí se les preguntó a todos los ciudadanos si estaban de acuerdo con ella. Ahora bien, Maduro apenas anoche dijo que que el producto final de su “constituyente” igualmente pasará a una consulta para que la gente decida si entra en vigencia o no. Pero esto es solamente su palabra, cuyo valor creo que todos conocen. ¿Y si la “ANC” le responde a Maduro que no quiere que ese referéndum se realice, y él dice que, por ser plenipotenciaria, no puede hacer nada? Ya sabemos que el chavismo no cree necesario indagar si los venezolanos quieren o no una constituyente. Se sabe que en ninguna elección real tienen posibilidades de ganar. ¿Cómo creerle al Presidente?

En Chile en 1980 hubo una campaña. En el contexto de un régimen autoritario, las condiciones no fueron iguales. Las actividades de la oposición se limitaron a manifestaciones en la calle, con acceso muy limitado a los medios de comunicación masivos, en comparación con el gobierno. La fecha de la consulta fue fijada para el 11 de septiembre, casualmente el séptimo aniversario del golpe que llevó a Pinochet al poder (como cuando el CNE programaba las elecciones en días de importancia simbólica para el chavismo, ¿saben?). Al final, el referéndum se llevó a cabo con amplia participación y el “Sí” venció con más de dos terceras partes de los votos. La economía llevaba años gozando de una recuperación espectacular luego del desastre bajo Allende, lo que hizo al gobierno bastante popular, a pesar de su autoritarismo (hoy, en Venezuela ocurre todo lo contrario).

Difícilmente puede decirse que fue una competencia justa, pero fue una competencia al fin. Aún en medio de injusticias para el bando fuera del poder, es posible ganar una elección. Los venezolanos sabemos de eso. ¿O qué otra cosa ocurrió el 6 de diciembre de 2015? Casualmente es después de esa fecha que en Venezuela el Gobierno, poderes públicos sumisos mediante, ha eludido cualquier proceso comicial.

Pero la historia no termina en ese punto. La Constitución chilena incluía una disposición transitoria según la cual Pinochet no podía ser candidato a la presidencia para un nuevo período, a menos de que los ciudadanos así lo aprobaran en un plebiscito. Es decir, aunque la Carta Magna fue hecha de acuerdo con los deseos del régimen, contenía el instrumento para sacar del poder a Pinochet. En efecto, a finales de 1988 se hizo el plebiscito. Una vez más fue una campaña sucia, con intimidación a los opositores. Pero, cosa que ha sido tema de esta columna previamente, la disidencia logró organizarse con un objetivo común y ganó el “No” a un nuevo mandato para el dictador. Tal vez Pinochet pretendió en algún momento desconocer los resultados si no lo favorerecían, pero se dio cuenta de que la situación había cambiado lo suficiente como para no poder seguir gobernando de forma autoritaria.

Al poco tiempo la Constitución fue reformada, para purgarla de aquellos elementos que desde el principio la oposición denunció que socavaban su legitimidad. Los cambios fueron aprobados en otro referéndum con 91,25% de los sufragios. Con el tiempo, ha sido sometida a varias modificaciones, con procedimientos de acuerdo con lo dispuesto por ella misma. De manera que si esa Carta Magna sigue vigente, no es, como insinúa el gobierno venezolano, porque el espíritu del pinochetismo siga vivo en la mayoría del pueblo chileno, sino a pesar de sus orígenes.

De vuelta al presente venezolano, lo que tenemos es a un chavismo que insiste en imponer una “ANC” con el mínimo respaldo de la población, sin garantías reales de que siquiera brinden la mínima oportunidad de detenerla que en Chile permitieron. No esconden que su intención es atornillarse más en el poder mediante esta entidad. El panorama no es nada positivo y requiere de mucho coraje para afrontarlo. Ojalá los ciudadanos lo tengamos.

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Ciclo de cine contra la dictadura se presenta en la Sala Cabrujas

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Una selección de películas sobre historias relacionadas con los cambios de un régimen político a otro en diferentes países, serán proyectadas en el ciclo de cine titulado “Contra la dictadura. El tránsito hacia la democracia”, que presentará Cultura Chacao desde este sábado 5 al 13 de noviembre en la Sala Cabrujas de Los Palos Grandes, con funciones gratuitas sábados y domingos, a las 5 p.m.

El ciclo se iniciará el sábado 5 de noviembre con el documental “Tiempos de dictadura. Tiempos de Marcos Pérez Jiménez”. Esta cinta, escrita y dirigida por el cineasta venezolano Carlos Oteyza, retrata los sucesos que vivió Venezuela durante el gobierno de Marcos Pérez Jiménez, en la década de los 50, a través de innovadoras animaciones, conmovedores testimonios e impactantes imágenes, con la participación de importantes figuras del acontecer político, social y cultural del país.

El domingo 6 de noviembre se proyectará “No”, película chilena dirigida por Pablo Larraín, sobre la campaña del No en el plebiscito que en 1988 terminó con la dictadura de Augusto Pinochet. Esta cinta fue nominada en 2013 al Oscar en la categoría de Mejor Película Extranjera.

El viernes 11 de noviembre podrá verse la comedia dramática “Adiós Lenin” del director Wolfgang Becker, donde se cuenta la historia de un hijo que intenta ocultar a su madre comunista, que el Muro de Berlín ha caído mientras ella se encontraba en coma.

El sábado 12 de noviembre se exhibirá el filme “La calle Bornholmer”, de Christian Schwochow, en el que se ofrece una mirada cómica de la caída del muro de Berlín, contada desde el punto de vista de los guardias fronterizos alemanes en el puesto de control donde todo comenzó.

El domingo 13 de noviembre culmina el ciclo con Persépolis, una película francesa de animación dirigida por Vincent Paronnaud, que narra la historia autobiográfica de la iraní Marjane Satrapi, quien vivió durante su niñez el cambio social y político que dio paso en Irán al régimen fundamentalista islámico.

El público podrá asistir a este ciclo de cine que se estará presentando del 5 al 13 de noviembre los días viernes a las 6 p.m., sábados y domingos a las 5 p.m., en la Sala Cabrujas de Cultura Chacao, ubicada en la 3º avenida de los Palos Grandes, CC. El Parque, Nivel C-1. La entrada es gratis.

Mayor información puede ser solicitada por la página web: cultura.chacao.gob.ve, a través de la cuenta de Twitter: @culturachacao Facebook: culturachacao.org  Instagram: culturachacao

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Muere Patricio Aylwin, presidente de la transición en Chile tras la dictadura de Pinochet

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El ex presidente de Chile, Patricio Aylwin, murió el martes 19 de abril de 2016 en su casa a los 97 años. Fue el primer mandatario electo en democracia tras el régimen militar de Augusto Pinochet, encabezando el período llamado Transición y conformó el primer gobierno de la Concentación.

En diciembre de 2015 el ex presidente del Senado sufrió una contusión craneana tras caerse en su domicilio, lo que lo mantuvo por días internado en la UCI de la Clínica Alemana, en Santiago de Chile. Cercanos al ex mandatario señalaron que tras el accidente su salud empezó a decaer. Posteriormente, a comienzos de abril el ex jefe de Estado sufrió un episodio cardíaco lo que volvió a debilitar su salud.

Lea la nota completa en La Tercera

 

Alejandro Armas Dic 04, 2015 | Actualizado hace 3 semanas
La fábula chilena y su moraleja electoral

Pinochet

 

“Solo los gobiernos democráticos cambian con votos. Un país no tiene un gobierno democrático. Por lo tanto, el gobierno de ese país no cambia con votos”. Aquellos que estudiaron alguna carrera humanística y vieron una cátedra sobre lógica recordarán argumentos como este, llamados silogismos, probablemente en la repetida versión de Sócrates, el hombre mortal. Bien planteados, se supone que son irrefutables. Pero como sabemos, en política la realidad no es tan sencilla como el silogismo que les presenté.

Dicho esto, surge la interrogante sobre si es posible que los ciudadanos de un Estado sin democracia consigan introducir reformas en el mismo mediante el sufragio. Pues sí, resulta que es posible, aunque definitivamente no fácil.

Para que esto ocurra, tienen que debilitarse las condiciones que antes permitieron al gobierno de ese país suprimir la democracia. Digo debilitarse al punto de que las autoridades vean seriamente amenazada su estabilidad si no ceden. Por ejemplo, pueden ser catalizadores de este proceso un profundo descontento social o el amplio rechazo de una comunidad internacional que antes permanecía, en el peor de los casos, indiferente.

No soy politólogo y no me siento en capacidad de hacer una disertación teórica sobre el tema, pero considero que en la historia hay casos que ayudan a entender lo que digo. Uno de ellos es el de la dictadura de Augusto Pinochet en Chile (1973-1990) y cómo se pasó de ella a la nación que hoy conocemos, una de las más democráticas de Latinoamérica. Veamos.

En el contexto geopolítico, este régimen surgió como uno de los lamentables episodios de la Guerra Fría. En sus primeros años contó con el pleno apoyo de Estados Unidos, por su férrea vocación anticomunista. Década de los 70. Fidel y sus barbudos eran vistos como modelos a seguir por buena parte de la juventud latinoamericana.

Además del respaldo norteamericano, la mayoría de los vecinos más próximos estaban en la misma sintonía que el Chile de Pinochet. Sobre Brasil, Argentina, Uruguay, Paraguay y Bolivia pesaba el yugo de dictaduras militares originadas en golpes de Estado. A todas las unía un interés por erradicar la izquierda, radical o moderada, de sus territorios. Dato curioso: en ese momento Venezuela era de los pocos países del vecindario donde imperaba la democracia, y uno de los refugios predilectos de los ñángaras perseguidos del Cono Sur.

Dentro de sus fronteras, Pinochet se sintió igual de cómodo al principio. Tras el desastre para la economía que supuso el gobierno de Salvador Allende, su sucesor dejó las finanzas nacionales en manos de los llamados “Chicago Boys”, un grupo de jóvenes economistas devotos de la ortodoxia liberal de la Escuela de Chicago (de ahí su nombre) y el monetarismo de Milton Friedman.

Los muchachos actuaron con rapidez. Cual cirujanos en la sala de emergencia, aplicaron una “terapia de shock” a la malherida economía chilena. Consistió principalmente en una brusca reducción del gasto público y la privatización de todas las empresas públicas (menos el cobre, principal recurso mineral del país). Los resultados fueron impresionantes. Para ponerlo en una cifra que a los venezolanos nos mantiene en permanente estrés, la inflación pasó de más de 500% en 1973 a apenas 9,1% en 1981. Desde 1976 y hasta 1981 la economía mantuvo un crecimiento de entre 5% y 10%. Friedman llamó este avance el “milagro de Chile”.

Con tales condiciones internas y externas, Pinochet pudo mantenerse en el poder sin ningún tipo de legitimidad democrática. Pero en los años 80 estos pilares de la dictadura se vinieron abajo.

En la segunda mitad de la década, la Unión Soviética empezó a desmoronarse poco a poco y la expansión comunista dejó de ser una amenaza para Occidente. Por lo tanto, la represión de la izquierda revolucionaria en regímenes como el chileno ya no era una excusa válida ante el mundo para las aberrantes violaciones de Derechos Humanos (a mi juicio nunca debió serlo). Las dictaduras militares suramericanas fueron desapareciendo una por una, la mayoría con transiciones pacíficas. Chile se iba quedando solo entre los gobiernos de este tipo.

Paralelamente, una crisis en 1982 revirtió prácticamente todos los logros de los Chicago Boys. La economía tuvo una alarmante contracción de más de 10% ese año. Para retomar la senda del crecimiento hubo que tomar algunas medidas que fueron incluso más estatistas que las de Allende. Al cabo de unos años la situación económica se estabilizó y se impuso un modelo liberal más moderado, pero el costo social fue enorme: para 1987 la tasa de pobreza era de 45%, y tres años más tarde duplicaba la que había al inicio de la dictadura.

En medio de esta nueva situación, el viejo dictador se supo debilitado. Dicen las malas lenguas que un encuentro con Juan Pablo II en 1987 fue lo que lo hizo aceptar que no podía seguir como si nada.

Un apartado de la Constitución de 1980, diseñada para convenir al régimen, establecía que luego de ocho años Pinochet debía someterse a un plebiscito, en el que los ciudadanos podrían decidir si se mantenía o no en la presidencia. Esta suerte de referéndum se celebró en 1988. Pinochet lo perdió con 55% de los votos (sobre estos eventos los invito a ver la excelente película de Pablo Larraín llamada simplemente No, como la opción ganadora del plebiscito). Por orden de la misma Constitución, se llamó a elecciones presidenciales para el año siguiente. Pinochet no podía participar. Ganó el candidato de una oposición democrática unida, Patricio Aylwin.

¿Cómo permitió Pinochet que todo esto pasara? Incluso después del plebiscito y las elecciones, retuvo el control de los militares como comandante en jefe de las Fuerzas Armadas. Quien fue golpista una vez podría serlo otra. Pero el tirano se dio cuenta de que esto ya no era suficiente y optó por reconocer la voluntad del pueblo. Así, Chile dictó al mundo cátedra de transición a la democracia sin armas, sino con votos.

Quizás muchos venezolanos se sentirán identificados con esta breve fábula. Si es así, solo a ellos les corresponde agregarle a su propia historia un capítulo final y moraleja que concuerden. Insisto: la política no es tan sencilla como el silogismo con el que arranqué estas líneas. Aquellos que no quieran que todo siga igual en el país tienen una poderosa herramienta en el voto que podrán ejercer el domingo.

 

@AAAD25