El fantasma del Tren deambula por Aragua a dos meses de la toma de Tocorón
Han pasado más de 60 días desde aquella madrugada cuando las fuerzas de seguridad del Estado ingresaron al penal de Tocorón, la cárcel que por más de nueve años fue la guarida de la organización de crimen organizado el Tren de Aragua. Un equipo de Runrun.es e In.visibles visitó el pueblo de Tocorón, recorrió los alrededores de la prisión y varias localidades del estado Aragua para conversar con la gente, con funcionarios de cuerpos de seguridad y saber qué cambió después de que el Gobierno de Venezuela retomó el control
El barrio San Vicente, un territorio administrado por el pranato, tenía zonas que antes eran inaccesibles para los residentes y visitantes, como el vertedero de basura –que da al Lago de Valencia– y sus calles aledañas, y ahora fueron abiertas. Aunque no hay presencia física de los representantes del grupo criminal, algunos comerciantes aseguran que siguen pagando vacuna como si nada hubiera cambiado. Ellos creen que le pagan al Tren de Aragua, pero en realidad no saben quién está detrás de estos cobros
@loremelendez y @ronnarisquez
“Esta vaina era estilo México. ¿Tú sabes cómo es estilo México? Bueno, así”, dijo un hombre que paliaba los 34 grados centígrados de temperatura en Tocorón, la pequeña villa que servía de sede a la prisión del mismo nombre, situada a más de 130 kilómetros al occidente de Caracas. Con el torso desnudo, short rojo y chancletas, el lugareño intentaba explicar las dinámicas narcos (con una expresión estigmatizante, pero muy gráfica para él) que imponía el Tren de Aragua en la cotidianidad de ese pueblo venezolano.
Durante años, los pranes o líderes carcelarios del Centro Penitenciario de Aragua (también conocido como cárcel de Tocorón) llevaban las riendas de esa población por completo hasta el pasado 20 de septiembre de 2023, cuando 11 mil funcionarios de seguridad del Estado tomaron el lugar. Para ese entonces, los cabecillas del Tren de Aragua, la banda armada con presencia en 13 estados venezolanos y 8 países de América Latina, que comandaba sus operaciones criminales desde el penal, ya habían abandonado su feudo. A casi 30 kilómetros de distancia, en San Vicente, un comerciante repetiría una frase prestada del ajedrez que, supuestamente, los pranes habían puesto en boca de todos: “se cayó la torre, pero el rey sigue en pie”. Pero al final, el rey también se fue. Parece haber quedado desnudo y en fuga.
Las armas, las camionetas blindadas, el ruido de las motos, el orden dictado desde la criminalidad. Apenas una semana después del operativo policial, todo se había esfumado de Tocorón. “Aquí todo está calmado”, aseguró entonces el hombre del short rojo, con una expresión de alivio. Estaba sentado sobre el tronco de un árbol convertido en un banco en medio de la acera, mientras dejaba a la vista las cicatrices de varias cortadas que tenía en el brazo, cerca de su hombro. Cada frase que soltaba era como si el pueblo se hubiera quitado un peso de encima.
A Tocorón se llega a través de una estrecha carretera de dos vías, flanqueada por el verdor del monte, de las tierras de antiguos fundos que fueron abandonados porque, de acuerdo con una fuente policial, sus dueños no soportaron las presiones y extorsiones del Tren de Aragua. Solo en una de ellas, justo antes de llegar al pueblo, se ven un puñado de caballos mordiendo pasto.
Desde la entrada, anunciada por un letrero metálico y descolorido por el sol, hay un camino recto de poco más de dos kilómetros que recorre bodegas, abastos, licorerías, escuelas, una iglesia y una gasolinera. Antes de que desalojaran la cárcel, esa calle principal lucía sus negocios abiertos. Algunos eran de los jefes del Tren de Aragua, otros estaban obligados a pagarles “vacuna”. Los primeros días después del desalojo del internado, la mayoría de las santamarías permanecieron abajo. Las calles estaban desiertas.
Justo frente a la cárcel, estaban unas casuchas improvisadas en donde los familiares que ingresaban a Tocorón dejaban sus pertenencias bajo su resguardo a cambio de un dólar. También funcionaban como pequeñas bodegas para la ventana de víveres. Ninguna estaba abierta. Todas eran de los pranes.
“Este pueblo siempre ha sido tranquilo, la cagó fue esa vaina ahí (la prisión)”, sentenció el hombre del short rojo al tiempo que miraba hacia la cárcel ya vaciada. “Aquí no hay gente mala, ni matones. Pero la autoridad eran ellos (los líderes del Tren). Por un lado iba bien porque nadie robaba. Yo me podía quedar rascado ahí con dos bolsas de real y no me pasaba nada. Dejabas tu carro abierto, ¿y quién tocaba ese carro? Nadie. Pero por otro lado, ¿usted sabe cuánta gente se fue de aquí por ellos?”, recalcó.
Aunque no precisó las razones de la estampida de los lugareños, sus expresiones de hartazgo apuntaban hacia a las medidas de control y sometimiento impuestas por el Tren de Aragua, en el contexto de la gobernanza criminal que ejercía sobre los habitantes del pueblo de Tocorón.
El día de la toma, los policías entraron a la casa del hombre del short rojo. A él y a su familia los arrodillaron en el suelo mientras les preguntaban dónde estaban los pranes de Tocorón. “¿Y qué íbamos a saber?”, reclamó.
Desde hace meses, la cárcel se había ido vaciando, señaló el hombre. Todos los días veía a reos recién liberados en la calle. “Ahí no quedaban muchos presos. Quedaban unos 500 o 600. Los sacaron para poder hacer la toma como era”, aseveró.
Aunque el penal de Tocorón tenía una capacidad para albergar a 750 reclusos, llegó a tener dentro de sus muros una población nueve veces mayor: en 2016 vivían allí 7.000 privados de libertad, según la ONG Una Ventana a la libertad. Con el tiempo, ese número disminuyó y pasó a 5.500. El Observatorio Venezolano de Prisiones (OVP) indicó que la cantidad de penados al momento de la toma ascendía a 3.000. Pero el Ministerio de Relaciones Interiores, Justicia y Paz declaró que la operación sacó de allí a 1.500 procesados. “¿Dónde están esos presos que faltan?”, cuestionó el OVP.
Miembros del Tren de Aragua, que cargaban con armas largas sobre sus hombros, custodiaban todo el perímetro de la cárcel. Para verlos ni siquiera hacía falta entrar. Desde la carretera que conduce al centro, se les veía subidos a los techos de los edificios, mientras divisaban cualquier persona o vehículo que pasaba. Aquella estampa ya no está.
“El gobierno dice que consiguió escopetas, rifles… ¿Dónde están los AR-15 (fusil de asalto), los (Calibre) .50 (conocido como el fusil favorito de los narcotraficantes), los (SIG) 716. ¿Dónde están? Ese penal estaba más armado que el mismo gobierno”, dijo el hombre del short rojo.
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Presos de Tocorón y su paradero desconocido
Los primeros días después del operativo de Tocorón, decenas de familias reclamaban por el destino de sus parientes. No sabían a dónde los habían trasladado. Se congregaron a las afueras de varias cárceles para exigir respuesta ante el silencio. En la “casa grande” del Tren de Aragua, así le decían los presos al internado, esa escena se repitió al menos durante la primera semana posterior a la toma.
Siete días después de que las fuerzas de seguridad del Estado ingresaran a Tocorón, a la sombra del techo de hojalata de una parada de autobuses, justo frente al penal, seis mujeres aguardaban el transporte que las sacaría del pueblo. Habían llegado desde Caracas, Maracay, Cagua, El Sombrero y San Juan de los Morros para preguntar a dónde se llevaron a sus familiares presos. Ninguna tenía noticias oficiales de nada, ni siquiera un listado que les asegurara a qué cárcel los habían trasladado. Querían, al menos, tener la certeza de que seguían con vida. Así estuvieron al menos dos semanas más, hasta que dieron con ellos a través de la línea telefónica que el Ministerio de Asuntos Penitenciarios abrió para que pudieran saber dónde los reubicaron.
Solo una de las mujeres de esa parada sabía dónde estaba su hijo. Después del operativo, la llamaron desde el penal para decirle que había sido herido por las esquirlas de una granada. Le pidieron que llevara gasas, ropa limpia, analgésicos, antiinflamatorios, antibióticos y jugo. Lo estaban atendiendo allí mismo, en la Enfermería que está dentro de la cárcel. En una corta llamada en la que no le entendía casi nada de lo que decía, atinó a escuchar una frase: “estoy reventado, mamá”.
Otras dos mujeres querían asegurarse de que sus familiares todavía estaban en la parte del penal que no fue intervenida: la torre administrativa que, desde 2016, fue rebautizada como “Complejo Penitenciario de Aragua”, en donde se aplica el “Nuevo Régimen Penitenciario” que obliga a los presos a vestir uniformes y raparse la cabeza. Allí no hay pranes.
Una de esas mujeres había comenzado a dudar de la ubicación de su sobrino porque durante el día de la toma, funcionarios del Cicpc de Guárico apresaron a su hermana bajo la excusa de que su hijo se había fugado. Horas después la liberaron, pero antes le quitaron el teléfono e intentaron extorsionarla con un pago de 3.000 dólares para dejarla ir.
“Estamos en esta situación en la que los afectados son los tontos. Y los familiares de los tontos somos los que estamos aquí afuera. ¿Y los que no saben ni siquiera de sus familiares? Los familiares tenemos derecho a saber dónde están ellos, y ellos a saber que tienen una familia que se preocupa por ellos . Pero aquí esos derechos humanos no sirven para nada, no los hacen valer. Porque uno denuncia y capaz que arremeten contra el familiar de uno, que es el que está preso. Uno no sabe”, reclamó la mujer que buscaba a su sobrino.
Otra mujer de ojos claros aseguró que, antes de la toma, los presos intuían que algo pasaría. El domingo había hablado con uno de los reclusos que le hacía llegar efectivo a su hijo preso a cambio de una transferencia bancaria. “Me dijeron: ‘sí, mande los reales, pero nosotros estamos raros’… Ellos como que presentían algo. Yo les dije: no digan nada y pídanle a Dios (…) Algún movimiento vieron ellos, algo sabían”, comentó.
Las mujeres que conversaban entre ellas, dejaban claro en cada anécdota el drama de tener un familiar en prisión. “Nosotros teníamos que pagar 15 dólares a la semana por la causa de mi tío”, dijo Mariana*, una joven veinteañera que lamentaba no haber acudido a Tocorón los días siguientes a la toma a buscar información, porque no había logrado juntar los cinco dólares que necesitaba para pagar el pasaje desde Caracas.
“Eso es verdad, nosotros también pagábamos 15 dólares de causa. Si uno no pagaba, entonces a él lo subían al techo de las torres (del penal) a llevar sol, lluvia y frío. Ahí los dejaban hasta que uno pagara”, agregó la mujer de ojos claros.
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El pueblo del pran
Desde la cárcel de Tocorón hay que rodar unos 18 kilómetros para llegar a la avenida Francisco de Miranda que atraviesa a Santa Rita, la populosa parroquia de más de 80 mil habitantes, que es capital del municipio Francisco Linares Alcántara de Aragua y parte de la zona metropolitana de Maracay. Esa era la distancia que separaba al pran del penal, Héctor Rutherford Guerrero Flores, conocido como “El Niño” Guerrero, de la zona en donde se crió antes de convertirse en el delincuente más buscado del país y con una alerta activa en la Interpol. Allí nació, estudió y allí mismo residía la mayor parte de su familia hasta que, de acuerdo con una fuente policial, huyeron después de la toma.
Una fuente policial señaló que Guerrero creció en el barrio La Avanzada, en pleno corazón de la parroquia Santa Rita, y estudió en la Escuela Aquiles Nazoa, a unos 5 kilómetros al oeste de su casa. Allí lo conocían con el mote de “Héctor, el cabezón”. “Él era un líder, todo el mundo lo buscaba. Él no se metía con gente que lo conocía”, añadió. Sin embargo, sí solía meterse en peleas con frecuencia.
Guerrero comenzó temprano el camino hacia la delincuencia. “Él ya estaba dañado en el liceo”, recalcó el uniformado. Aunque en su juventud trabajaba como “buhonero” (vendedor ambulante) de zapatos en el Centro Comercial Edison, cerca de la Plaza Bolívar de Maracay, el policía confirmó que ya para ese momento era “quintero”, que es como se le dice a los ladrones de casas (quintas) de las zonas acomodadas de la ciudad. “Una vez lo agarraron con un elefante de oro en las manos que se había llevado durante un asalto”, contó.
La mayor parte de la familia de Guerrero vivía en la Comunidad Los Jabillos, al sur de la jurisdicción. Durante los días posteriores a la toma de Tocorón, su padre se paseaba todavía con su camioneta por esas calles mientras su hijo estaba prófugo, apuntó el uniformado.
Pero ese vínculo con su barrio no exime a Guerrero de las rencillas que pueda tener allí. “Mucha gente tiene problemas con él. La mitad de Santa Rita está emproblemada con él (…) ¿Sabes por qué le tenían tanto miedo? Por el penal, porque estaba encerrado en cuatro paredes y mandaba desde ahí. Pero en la calle es diferente”, advirtió el policía.
Guerrero no pasa desapercibido, no tiene la apariencia ni usa la jerga con la que se suele identificar a los delincuentes venezolanos. Según el entrevistado, tiene una apariencia cuidada. “Ese anda bien vestido, es una fresa, no habla malandro (…) Una vez me mostraron una foto de una fiesta en la que estuvo y parecía un actor de Hollywood”, acotó. “Él está pendiente es del dinero, tiene extorsionado a todo el mundo”.
La fuente policial afirmó que la fortuna de Guerrero, acumulada como pran del Tren de Aragua, le ha permitido abrir empresas fuera de Venezuela en países como Colombia y Perú. El negocio de la trata de adolescentes y mujeres en el estado también es suyo, tal como lo reveló una investigación publicada por el diario El Espectador y la Alianza Rebelde Investiga en abril pasado.
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La extensión del reino de Tocorón
En el mayor bastión del Tren de Aragua en Maracay, el barrio San Vicente, al sur de la ciudad, la gente decidió quedarse en casa varios días luego de la toma de Tocorón. Salir a la calle era un riesgo. En las comunidades más pobres, donde las calles son de tierra y las casas de zinc, la policía se metió para interrogar a los vecinos. Durante varias noches, los drones sobrevolaban las casas.
“Ellos (El Tren de Aragua) no hicieron una amenaza como tal, pero le dijeron a la comunidad: ‘acuéstense temprano porque si hay esa balacera (entre policías y miembros de la banda) no vayan a decir que nosotros los quisimos matar a ustedes’”, contó un habitante del barrio.
Pero la mano férrea que el Tren de Aragua había mantenido en la otrora zona industrial durante casi una década, se había debilitado en los últimos meses sin que se hallara alguna explicación. Los sucesores de “El Flipper”, el delfín más conocido de la organización criminal en este territorio, tenían al menos seis meses de haber dejado las riendas del barrio.
“Aquí han cambiado muchas cosas. No después del operativo, antes ya habían cambiado. No es un secreto para nadie que ya esto tenía otro rumbo, que ya tenía varios meses transformándose”, relató un comerciante, que precisó que el cambio es más en la forma de gobernar que en los actores que controlan el territorio.
Esa nueva manera de “administración” se sintió en la calle: “ya no se veían hombres armados en cualquier esquina” –que se situaban en puntos estratégicos de la zona para avisar por radio quién entraba o salía del barrio–. Los “gariteros” habían desaparecido.
El vertedero de basura, un espacio inaccesible considerado la base de operaciones del Tren en San Vicente, que colinda con el Lago de Valencia y un pequeño aeropuerto local, pasó a estar totalmente despejado. Las calles que conducían hacia él ya no estaban cerradas por cauchos o desechos dispuestos en el suelo a modo de obstáculos. “El vertedero está libre porque no hay quién mande”, apuntó el vecino. Una fuente policial secundó el comentario: “desde que tomaron el penal, los malandros se fueron por la laguna. Eso está abierto totalmente, el vertedero, 1ro de Mayo (el barrio), todas esas cosas. La policía se mete para allá a cada rato”, acotó.
Desde 2015, la presencia policial en San Vicente era impensable. Los pranes habían expulsado del barrio hasta a las familias de los policías.
Las exigencias de la banda también habían menguado: aquellas notificaciones que les llegaban a los vecinos sobre tener las calles limpias, mantener las fachadas adornadas con plantas como palmas, cambiar los bombillos defectuosos, también habían cesado.
“Lo último que se hizo fue una rifa. Cada hogar tenía que pagar dos dólares. Rifaron un vehículo (un Ford Ka usado), una moto, mercados y celulares, entre otros premios. “Y eso vino de allá (Tocorón) directo. Todas las casas aportaron y son como 10.000”, añadió.
El cambio de gobierno en San Vicente se materializó también con una mudanza de “sede”: las bolsas de comida de los Comités Locales de Alimentación y Producción (CLAP), que llegaban a los pobladores a través de la Fundación Somos el Barrio JK, se encargó ahora a la Base de Misiones Mi Esperanza, en el sector Viñedo 1. “Allí hay una cancha deportiva hermosísima, y hay animales también, hay monos, todo como en Tocorón”, aseveró la fuente.
Las “bases de misiones” son centros operativos y logísticos del chavismo que comenzaron a instalarse en 2014 en distintos barrios venezolanos . “A esa base ha venido gobernador, vicepresidente, alcalde. Igual que en Tocorón. O sea, aquí no nos vamos a caer a coba. Usted sabe quién maneja todo ese asunto”, dijo el vecino.
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Las primeras semanas después de la toma de Tocorón, la extorsión a los comercios y compañías grandes de la zona continuó. Las chatarreras abrieron sus puertas. “Es una bobada que la gente diga que no están aquí”, insistió el vecino. Dos meses después, esas operaciones están muy disminuidas, aseguró una fuente policial consultada. “Sí, siguen todavía. Pero ya no con tanta fuerza y poder como antes”, resaltó.
Otro funcionario de la Policía de Aragua coincidió. “Las extorsiones siguen, pero en menor escala. Se pagan en privado, es decir las víctimas realizan sus pagos sin denunciar”. Sin embargo, no está seguro de que el Tren de Aragua esté detrás del cobro de estas vacunas. “Hemos notado que varían los lugares donde se están dando. Se han conocido en Cagua, Palo Negro y La Victoria”, apuntó.
El propietario de una pequeña bodega en Palo Negro, una pequeña ciudad al sur de Maracay, contactó al equipo de Runrun.es un par de semanas después de la toma de Tocorón, para denunciar que el cobro de vacuna continuaba pese al cierre de la prisión. “Nosotros tenemos que pagar 100 dólares al mes y 300 dólares en Navidad. Si no pagamos, no podemos abrir el negocio. Y si lo abrimos, nos amenazan con matar a nuestra familia”, aseguró.
El comerciante y residente de San Vicente comentó que durante una visita a Tocorón hace ocho meses, justo cuando comenzaron las transformaciones en San Vicente, habló con un preso que estaba a punto de salir. El recluso, que era cristiano, le pidió: “ora mucho por mí porque yo he cambiado mucho, yo me quiero ir de aquí, porque nosotros somos carnada y en cualquier ratico nos van a caer. Aquí los duros ya hicieron su turno”.
Aunque en las calles de San Vicente se han mantenido sin robos ni asesinatos desde el “cambio de gobierno”, no se sabe cuánto durará la calma, la misma que se siente en Maracay desde que tomaron Tocorón. “Cuando usted escuche aquí que empezaron a robar, a hacer esto, a matar, es que no hay ningún tipo de gobierno. Ya los malandros empezaron a hacer nuevamente sus andanzas (…) Ya la gente aquí comienza diente por diente y ojo por ojo. (…) Aquí lo que toca es esperar a Dios”, sentenció el vecino.
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