Maduro se empeña en esa mamarrachada por razones no deleznables. Lo necesita. En primer lugar, el discurso del régimen –antes, el de Chávez; ahora, el de Maduro– se sostiene en el territorio de la falsía y la infamia. No importa que no sea creíble; no importa que ni ellos ni sus destinatarios lo crean; solo importa el artificio de hacer como si todos creyeran: es un holograma, que simula ser una atractiva figura en tres dimensiones pero en realidad es solo una verruga amplificada. Es como una habitación llena de espejos en la cual Maduro habla y cree estar en contacto con tanta gente, tan parecida a él…
Otra razón, en el terreno del poder, es la irrefrenable necesidad de elecciones que tienen las dictaduras, contra la idea de que una dictadura ni quiere ni necesita elecciones. En toda sociedad se acumulan tensiones a propósito del ejercicio del poder. En las democracias, la llave mágica para drenarlas son las elecciones que eligen. Si un funcionario es malo, sea presidente, gobernador o alcalde, hay la posibilidad genuina de cambiarlo, incluso de cambiar a su partido en el ejercicio de las funciones públicas. En una dictadura no se elige (eso está reservado al dictador y a su banda), pero se usan los cambios de posición para que las mafias logren o pierdan control de los territorios de acuerdo con el poder que logren tener frente a otras.
Esta votación estará dominada por la abstención, salvo la de los obligados y algunos que dicen pensar –no lo piensan en realidad– que ahora Maduro sí va a perder y va a reconocer y ya saben, Blanca Nieves y los siete enanos, y Bambi y etc.
De todos modos, el 20 pasa algo y es que la dictadura no solo anda desnuda, con su panza al aire y su bigote chorreado, sino que se pasea como si fuera ultradesnuda, como una lámina de rayos X sin nada que pueda ocultar. La fantasmagoría de la muerte.