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#EstoNoEsNormal Truman y la boloñesa

@franzambranor

 

La alarma no sonó. Por más que la presioné varias veces para desactivarla, el bendito bombillo rojo del suiche del carro nunca se encendió. En plena calle, frente a la Clínica La Floresta, en Chacao, a las 11 de la mañana de un miércoles cualquiera, el carro de la familia estaba desguarnecido. Halé la manilla del copiloto y abrió. Lo primero que se me vino a la mente fue la batería. Esa que había costado tanto conseguir, esa por la que esperamos dos semanas, esa por la que tuvimos que pagar el triple de su costo para no ir a hacer una cola de días en la Duncan, esa misma, todavía estaba allí. Respiré. Ahora el desasosiego se trasladaba a la retaguardia del vehículo: el caucho de repuesto. Ese que robaron una vez que ingresaron al edificio, también en pleno día, aprovechando un desperfecto de la puerta mecánica del estacionamiento; ese que hubo que comprar con todo y rin, ese que significó un préstamo considerable a un familiar; ese mismo, gracias a Dios, también estaba.

La inspección ahora era dentro del carro. Mi morral, el que me acompañó durante toda la pasantía por la universidad, compañero de mil batallas, aliado de pernoctas y viajes, no estaba. Allí lo que tenía era el almuerzo de ese día y el libro “El pasajero de Truman” de Francisco Suniaga. No fue el teléfono celular, no fue un neumático. Esta vez me hurtaron la comida: una pasta boloñesa que nunca probé. Un vulgar ladrón gastronómico y literario, que probablemente degustó el manjar cocinado con devoción por mi esposa e ignoró la historia del escritor margariteño sobre el político venezolano Diógenes Escalante que se volvió loco en plena campaña electoral para ser presidente de Venezuela. Ese vándalo me dejó hambriento estomacal e intelectualmente. No conforme con la rabia e impotencia de haber sido despojado de mi JanSport con fondo de cuero, el “cuidador” del sector se me acercó con ímpetu de pedirme dinero por “haberle echado un ojo al carro”.

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