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Leonardo Padrón

Leonardo Padrón Sep 11, 2023 | Actualizado hace 2 meses
Estremecimiento
Estamos ante un régimen desalmado. Es decir, sin alma. Su victoria es la tristeza de millones de almas. Se han convertido en los dueños de una tierra arrasada

 

@Leonardo_Padron

En estos días se me atascaron de nuevo las palabras. Se quedaron inmovilizadas en el teclado. Se hicieron nudo. Me quedé en silencio. Arrinconado donde no había alfabeto posible. Y no pude entregar mi artículo semanal. Ni siquiera logré excusarme. Seguí durante días enteros con los ojos pegados a la viscosa realidad de mi país. Permanecí, encandilado de horror, viendo los testimonios de hambre y padecimiento que se amplifican en cada rincón de mi pobre país petrolero. Es demasiado. Sobrepasa. Es algo que ofusca la capacidad de análisis. Uno ve a hombres hechos y derechos, remangados de tanto vivir, con los ojos en súplica, con la voz hecha puro sollozo, porque tienen tanta hambre que están aterrados, porque les da vergüenza no poder alimentar con un mínimo de pan y decencia a sus hijos. Eso aniquila. Estremece.

Las historias son excesivas. Como sacadas de un país en guerra. Parecemos un territorio bombardeado, con la comida convertida en humo y sin la más simple medicina. ¿Cuántas veces hay que decirlo?

Asombra la historia de María del Carmen, una niña de 6 años que reside en Maracaibo y su cota de desnutrición es tal que a la familia le asusta cargarla porque sienten que se les va a quebrar en los brazos. Aturde la cantidad de niños que siguen muriendo por comer yuca amarga, porque no hay más nada, solo ese borde que es la desesperación de sus padres.

Conmueve la historia de José, el humilde autobusero que se desvaneció llevando a su pequeño hijo al colegio, porque tenía ya dos días masticando solo aire. Y a mí se me quedó la mirada en su hijo, que le abrazaba una rodilla como consuelo, que no sabe de ideologías, que tiene tan poco tiempo en el mundo y quizás ya supone que así es la vida: un padre sollozando a ras del suelo. Estremece la historia del hombre que va a pie a Colombia para comprarle una urna a su sobrina, porque la inflación decreta que no hay dinero que pague el entierro de los pobres en nuestro pobre país petrolero. Son demasiadas historias. Demasiadas.

Ahora quienes protestan no son las organizaciones políticas, ni los estudiantes, ni la clase media, ni los sindicatos, choferes, profesores o la abrumadora sociedad civil. Ahora protesta la capa más frágil de la sociedad: los enfermos. Los que padecen cáncer, los trasplantados de órganos, los que tienen VIH, paludismo, difteria, tuberculosis, lupus, los enfermos renales y los miles y miles que dependen de una minúscula pastilla para tener a raya la peligrosa hipertensión. Son más de 300 000 personas con el susto de la muerte en la esquina más cercana. Se les ve clamando por sus remedios, braceando por ayuda en una cuenta regresiva letal, exasperados, colapsando frente a las cámaras. La escandalosa cifra dice que la desnutrición afecta ya a 1.3 millones de personas. El país se está volviendo un costillar. Y nada, nada de ese hilo agónico de tantos seres humanos conmueve a los líderes de la revolución. Muchos de esos enfermos votaron por Chávez, creyeron en su promesa de redención social y su estribillo de salvador de los desposeídos. Pero la dictadura solo les ha devuelto su indiferencia. Lo que está pasando es moralmente inhumano. Inaceptable. Es una suerte de homicidio culposo masivo.

Y a eso se suman las historias, ya multitudinarias, inacabables, de venezolanos diseminados en las calles de los países vecinos, convertidos en vendedores ambulantes de cualquier cosa, agredidos y humillados por el dardo de la xenofobia. ¡Son tantos los testimonios! Están en todas partes. Es imposible no verlos. Confieso que nunca había visto a tanta gente triste. A desconocidos, amigos, vecinos, gente de cualquier edad. A mi propio rostro. Se nos ha vuelto una epidemia la tristeza.

Hoy somos un rudo coctel de crisis, abatimiento, desesperanza, bochorno, duelo, hambre, exilio y pena. No ha quedado piedra sana. A todo el mundo se le desbarató la vida.

Y yo no entiendo. No entiendo una ideología que contenga tanta indolencia en su premisa. No entiendo, incluso si convenimos en que a Venezuela la gobierna una mafia criminal. Hasta el mayor de los delincuentes se conmueve ante un niño agonizando. ¿No hay en esos “camaradas” del poder ni un síntoma de humanidad? ¿No observa –por ejemplo– la llamada primera combatiente, lo que está pasando en el país que gobierna su marido? ¿No le muestra, luego de refocilarse con la televisión española que tanto disfrutan, alguno de los cientos de videos que pueblan las redes? ¿No ha visto el terror de los enfermos renales rogando por la urgencia de una diálisis que les salve la vida? ¿No han advertido a la gente escapando en estampida por las fronteras? ¿No hay un mínimo estremecimiento en su alma femenina? ¿Tampoco lo han notado las esposas, madres o hijas de los otros paladines de la dictadura? ¿No lo conversan en sus habitaciones? ¿No se les ocurre pensar que quizás no lo están haciendo bien? ¿No vale la pena claudicar en algo para salvar tantas vidas? ¿Dirán que a fin de cuentas cada persona que muere o huye es otro escuálido menos? ¿De qué tamaño es la venda que los ciega? ¿Así de sórdido es su linaje? ¿Es tan cruel la fascinación por el poder?

Muchos dirán que ninguno de los seres humanos que hoy conforman el círculo de poder en Venezuela posee sensibilidad alguna. Que esta hambruna y esta mortandad es por diseño. Que la estrategia es justamente la sumisión colectiva. A veces quisiera pensar que en algún recóndito lugar de sus emociones debe sacudirse algo. Pero el curso de los hechos nos hace desalojar cualquier esperanza en ese sentido. Estamos ante un régimen desalmado. Es decir, sin alma. Su victoria es la tristeza de millones de almas. Se han convertido en los dueños de una tierra arrasada. No importa la sangre vertida. Ni cuántas cruces hay ya en los cementerios. No importa tanta oscuridad. Ni esa larga pena que somos.

Patria o muerte, dijeron. Y perdió la patria. Tu voto importa.

Las opiniones emitidas por los articulistas son de su entera responsabilidad. Y no comprometen la línea editorial de RunRun.es

Leonardo Padrón May 26, 2023 | Actualizado hace 2 meses
La incierta calma
La calma de hoy no es calma. Si escuchamos con atención, hay un río subterráneo rugiendo su cólera en cada rincón del mapa

 

@Leonardo_Padron

Que nadie se llame a engaño. Que el régimen no tome como victoria las calles vacías ni el grito apagado de los manifestantes. Que no se atreva a hablar de paz conquistada. Que no crea que “una vez más” venció al país (y no hablo de “país opositor” porque ya el adjetivo es tan estrecho como insuficiente). Que la pandilla del régimen no se solace en un brindis de triunfo. Porque aquí nadie puede brindar por nada mientras la ruina continúe su trágico discurso. Porque la gente sigue muriendo, menguando o partiendo. Porque el hambre permanece inalterable en los estómagos del venezolano. Porque nadie con poder de decisión ha movido un dedo para detener el derrumbe del país.

En definitiva, así hoy no haya marchas, trancones, consignas al aire, disparos a los pulmones, bombas lacrimógenas estallando, gente cayendo herida en el pavimento, perdigones ardiendo en la piel, los venezolanos seguimos bajo estado de emergencia. No ha habido un solo año de pausa, estabilidad o sosiego desde que el chavismo entró a nuestras vidas. El huracán Hugo, seguido de esa penosa degeneración que hoy nos azota, han convertido en catástrofe una nación latinoamericana que tanta admiración causaba apenas dos décadas atrás.

Éramos el futuro. Hoy somos tierra devastada gracias a un huracán que tiene 23 años girando y girando de manera devastadora sobre nuestra miserable cotidianidad. Somos un paisaje de vidas caídas, escombros y severa depresión. Poca cosa queda en pie. Quizás ese viejo roble llamado dignidad. Y bajo su sombra, la rabia y el dolor han aprendido a convivir. Pero el desaliento que hoy fustiga al país no se puede convertir en resignación. No debe. Nadie puede acostumbrarse a la humillante vida que Nicolás Maduro les prodigó a los venezolanos. Nadie. Moralmente sería inaceptable.

La calma de hoy no es calma. Si escuchamos con atención, hay un río subterráneo rugiendo su cólera en cada rincón del mapa.

Los criminales siguen destapando botellas de champaña, envanecidos en su aparente dominio de las circunstancias. Pero ya aquí nadie tiene el control sobre nada. El caos ha adquirido autonomía de vuelo. Y ellos están cada vez más solos en su borrachera de poder. Mientras tanto, el ruido de fondo se mantiene. El ruido de la ira. Es el “no más” escribiéndose en cada pecho. Es la incierta máscara de la calma. Es nuestro propio huracán en ciernes.

Si algo debemos terminar de entender los venezolanos es que hemos batallado sin descanso, entrado en profundos declives anímicos, vivido alegrías que se esfuman como burbujas y nos han vapuleado la esperanza decenas de veces, sí, pero a pesar de tanto, debemos prohibirnos la resignación. No nos podemos acostumbrar a tanta indecencia. No podemos permitir que conviertan nuestras vidas en un trapo sucio y mohoso arrojado al basurero de la historia. Ese sí sería el fin del país.

Por eso, insisto, nadie está en calma. Nada está en calma. El ruido de fondo es tan nítido como inquietante.

Las opiniones emitidas por los articulistas son de su entera responsabilidad y no comprometen la línea editorial de RunRun.es

Leonardo Padrón: “Siempre es muy sabroso que te echen un buen cuento, y si está condimentado con amores de alta intensidad más lo disfrutamos”
Residenciado en Miami desde 2017, el escritor y guionista venezolano estrena este miércoles 20 de abril una serie para Netflix. Se llama Pálpito. Aquí nos habla de ella, de su mundo como autor de telenovelas, de la poesía, del país y del exilio

@diegoarroyogil

 

Miembro de una pléyade que goza en Venezuela de una inmensa popularidad –aunque no todos sus colegas disfruten de una tan extendida como la suya–, Leonardo Padrón (Caracas, 1959) ha construido una carrera ascendente y sólida en la televisión. Poeta y cronista, oficios que igualmente le han merecido reconocimiento público, como autor de telenovelas ha cosechado récords de audiencia a lo largo de los años… Sobre todo a lo largo de los años en los cuales la televisión nacional contaba con la suficiente solvencia como para llevar a las pantallas, con gran éxito, tramas que a él se le ocurrían y que enganchaban, noche a noche, en horario estelar, a millones de personas. 

Desde Gardenia o Amores de fin de siglo hasta La mujer perfecta, pasando por El país de las mujeres, Cosita rica o Ciudad bendita, Padrón cautivó al pueblo venezolano. Luego, en 2017, pasó lo que pasó: el exilio, del que en esta entrevista rinde cuentas. Pero, incluso con ese exilio a cuestas, Padrón ha sabido mantenerse en lo suyo hasta el punto de que, desde entonces, ha hecho tres telenovelas para las empresas internacionales Televisa y Univisión: Si nos dejan, Amar a muerte y Rubí, y hoy está a punto de estrenar una serie para Netflix.

Titulador con buena puntería, la serie en cuestión lleva por nombre Pálpito, y trata, ni más ni menos, de dos parejas atadas por un corazón perdido. Persistente exponente de las urdimbres del amor, Padrón sale de nuevo al ruedo de la tele, ahora en streaming.

Pálpito es una historia de amor en clave de thriller –explica–. Así la defino, en una frase. Pero es también la historia de un crimen que alcanza ribetes de tragedia griega, por la fatalidad que irradia a los personajes involucrados.

–¿Cuál es el argumento? ¿Se puede saber?

–Sí. Camila Duarte necesita un trasplante de corazón urgente. Su esposo, Zacarías Cienfuegos, recurre a una banda de traficantes de órganos para salvarle la vida. La víctima es la esposa de Simón Duque, un hombre que, arrasado de dolor, jura vengar su muerte y se sumerge en el submundo de la banda criminal. Un giro del destino hará que termine enamorándose de la mujer que lleva el corazón de su esposa. El clímax dramático ocurre cuando ambos descubran la verdad. Y entonces se activan varias preguntas cruciales. 

–¿Cómo cuáles?

–Por ejemplo: ¿eres capaz de convertirte en asesino para salvar al amor de tu vida? ¿En qué momento se quebrantan los límites morales de un ser humano? ¿Recibir un corazón donado significa también recibir las emociones y sentimientos que tenía ese corazón? ¿Cómo se lidia con la fatalidad y con el afán de venganza?

–Mientras te escucho recuerdo que, cuando cerraron RCTV, un amigo me contó que oyó en la televisión a una señora que se lamentaba de lo que ese cierre significaba para ella. Un reportero la abordó en la calle y la señora comentó, simplemente: “Yo solo sé que me quitaron mi pobre novela…”. ¿Qué es lo que hay en uno que necesita que le cuenten desde siempre los enredos del amor?

–Creo que todos necesitamos una dosis diaria de ficción. Sustraernos de nuestra propia realidad momentáneamente. Habitar otro mundo, otro universo sensorial, asomarnos a otros conflictos que no sean los nuestros y, en ese sentido, resulta muy gratificante conectarnos con la épica de los amores imposibles, esos que nos resultan tan heroicos como calamitosos y que nos hacen volver a nuestras modestas o terribles realidades con la sensación de no estar tan solos. Necesitamos psicológicamente conmovernos con una mentira que quizás se parezca a nuestra verdad, o que la supere abrumadoramente y nos arroje a la potencia onírica de lo espectacular. Necesitamos identificación, catarsis y ensoñación. Siempre es muy sabroso que te echen un buen cuento, y si está condimentado con amores de alta intensidad, equívocos y obsesiones, más lo disfrutamos.

–¿Cuál consideras tú que ha sido, hasta ahora, tu mejor novela y por qué?

–Pregunta arriesgada. Porque uno suele ser un pésimo espectador de su propio trabajo, por exceso de cercanía. Hay unas que me gustan por la cantidad de riesgo que asumí. Pienso, por ejemplo, en Amores de fin de siglo. O por lo redondo que quedó el cuento, en términos de estructura narrativa: Contra viento y marea. Por la exploración de tantos arquetipos femeninos: El país de las mujeres. Por su conexión con un país entero: Cosita rica. Por ser la más coral de mis historias corales: Ciudad bendita. Por la singularidad del personaje protagónico y la complejidad del tema: La mujer perfecta, que tenía que ver con el síndrome de Asperger. O por la posibilidad de especular sobre los derroteros del alma humana: Amar a muerte. Como ves, me las ingenio para no darte una sola respuesta.

–Volviendo a Pálpito, ¿cómo llegaste a Netflix, o fueron ellos quienes te buscaron? 

–Hace ya casi dos años que recibí la sorpresiva llamada de un ejecutivo de Netflix. Querían reunirse conmigo y nos vimos en Miami. Me dijeron que querían una historia mía para su plataforma. Todavía sin salir del asombro, les pedí tiempo para diseñar un argumento que realmente me emocionara. Estuve barajeando varias opciones mientras recorría las calles de Madrid buscando rentar un apartamento para mis hijos. Quería diseñar un conflicto que arrojara a cada uno de los personajes a una situación límite. Algo que se pareciera a la vida y sus emboscadas más jodidas. Quería buscar una arena dramática no muy socorrida. Al mes y medio les mandé la sinopsis de Pálpito. Para mi sorpresa, a los 15 días recibí una llamada donde me proponían firmar un contrato por la serie. Según sus palabras, lo que más les atrajo de la trama era que no se parecía a ninguna de las otras historias que poblaban su plataforma.

La serie consta de 14 capítulos, ¿qué reto supuso para ti ajustar toda una trama en un espacio tan corto si lo comparamos con el formato de la telenovela?

–Ciertamente, mi historial como escritor de televisión remite a tramas de largo aliento: entre 120 y 150 capítulos, pero recuerda que también he escrito guiones de cine y unitarios para la televisión que duran dos horas. Incluso, un par de años atrás hice para Televisa una adaptación de Rubí, un clásico del melodrama latinoamericano, y me tocó contarla en 27 episodios. Pero, sin duda, las series exigen una estructura dramática signada por el vértigo. Es el lenguaje que marca la narrativa audiovisual del siglo XXI. Un desafío fascinante para cualquier escritor. Implica cruzar una frontera estilística, deslastrarse de viejos códigos, aprender nuevos trucos y torcerle el cuello a tu ritmo y tu sintaxis como storyteller [contador de historias]. En mi beneficio tengo que soy un feroz consumidor de series, y obviamente no solo las veo con ojos de audiencia, sino también desde la mirada del hombre que se gana la vida contando historias y observa atentamente cómo los demás ejercen el oficio.

–Uno tiene la impresión de que el poeta es un hombre que va a su aire y que no responde a otro ritmo que el suyo propio. Todo lo contrario al guionista de televisión, que parece obligado a ser bueno y eficiente con rapidez y en función de un proyecto comercial. Más allá de que esto que te digo son convenciones o lugares comunes, ¿cómo conviven en ti ambas figuras: el hombre lento, por llamarlo de alguna manera, y el que debe actuar de inmediato y sin pausa en la escritura?

–Ese ha sido el péndulo en el que se ha desarrollado mi oficio como escritor desde hace casi 40 años. Por una parte, está el hombre lento, como bien lo defines, que busca hasta la exasperación el mejor adjetivo o la frase exacta para terminar un poema, y por la otra está el hombre vertiginoso, que debe entregar 38-40 páginas diarias a la gran maquinaria industrial del entretenimiento. Tengo dos cajas de velocidad distintas en mi interior. Soy Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Soy la calma y el nervio. La morosidad y la enajenación. En todo caso, las series, en promedio, han adquirido los niveles de calidad que tienen porque no están sujetas al tráfago diario de la televisión lineal. Es imposible escribir una serie digna, de 10 o 14 capítulos, sin tener al tiempo como aliado. Esa es una de las mejores noticias que entraña escribir para una plataforma como Netflix. La prisa se queda fuera de la ecuación.

Alguna vez te oí mencionar el desprecio que el mundo literario “más culto” o autoproclamado como tal siente y expresa hacia quienes escriben para la televisión. ¿A qué crees que se deba eso?

–Es una vieja y rancia tradición de la alta cultura. Todo lo que se acerque a la cultura de masas siempre es tratado con recelo, desdén y prurito intelectual. Es una ecuación de un simplismo hilarante: solo lo exquisito, lo elitesco, es digno de entrar dentro del canon cultural. Es un razonamiento que arrastra inmensos lastres de raíces aristocráticas. El desprecio a todo lo que implique masa, multitud. La cultura entendida como un privilegio de clases. Nada encerrado bajo la premisa de un dogma es sano. Ya ha pasado mucho tiempo desde que Umberto Eco, a finales de los 60, en su libro Apocalípticos e integrados, nos recordaba que el error de los defensores de la cultura de masas es creer que la multiplicación de los productos industriales es per se buena, y el error de los apocalípticos aristocráticos es sentenciar que la cultura de masas es negativa por su naturaleza industrial. También es justo agregar que la telenovela se llenó de pésima reputación porque hay mucho acto fallido en su expediente, muchas historias de burda factura y pobre imaginación, atestadas de lugares comunes y peligrosos estereotipos. 

¿Ese prurito sigue existiendo a pesar de todo lo que la televisión ha dado? Pensemos, qué sé yo, en Downton Abbey. A nadie se le ocurriría decir que Julian Fellowes, su creador, no es un gran escritor. Lo mismo que Cabrujas, por dar un ejemplo nuestro ya canónico.

–Recuerdo mucho que Cabrujas un día se hartó de seguir justificando la “herejía” de escribir para televisión. En cierta medida, el prejuicio continúa, aunque siento que hay un cambio de percepción interesante a raíz del boom de las series, que son, desde mi criterio, el proyecto estético narrativo más interesante de este siglo. Son pocos los que no han sucumbido al hechizo de productos estupendamente producidos y con notables resonancias estéticas. Series como Succession, creada por Jesse Armstrong; The Crown, creada por Peter Morgan, el mismo de Frost/Nixon; esa maravilla que es Chernóbil, que es una adaptación del libro Voces de Chernóbil de la sensacional Svetlana Alexiévich, premio Nobel de Literatura; Breaking Bad; Peaky Blinders, una joya de culto; Fleabag; Euphoria o The Handmaid’s Tale, una perturbadora y fantástica serie basada en otra gran escritora como Margaret Atwood…, todas estas series te dan a entender que estamos asistiendo a una era de grandes cambios en la televisión. Es un momento revolucionario, con el perdón del descrédito en el que ha caído el adjetivo.

¿En algún momento te llegaste a sentir contrariado por esa suerte de oposición y malevolencia? Me refiero a la “herejía” de escribir para la tele.

–Sí, por supuesto. La maledicencia y la ojeriza no son sensaciones gratas. Al principio, cuando me permití salir de la sacrosanta burbuja de la poesía y hundir mis manos en las pantanosas aguas de la televisión, para convivir en ambos territorios, percibí el rechazo de algunos de mis compañeros de generación del sistema literario. Sentían que le había vendido el alma al diablo. Por cierto, esa crítica siempre era esgrimida de soslayo, a mis espaldas, pero el eco llegaba nítidamente a mis oídos. En ocasiones, incluso, mi membresía en el club de los “plebeyos” escritores de televisión, para usar un término que solía invocar Cabrujas, ha servido como criterio para juzgar mi obra literaria. Pero a estas alturas, te confieso, ya estoy curado de espantos.

–¿Sigues escribiendo poesía? Desde que, en 2017, Seix Barral reunió la que escribiste entre 1979 y 2011, no hemos tenido más noticias al respecto.

–La poesía está allí, cocinándose a fuego lento, en algún rincón secreto del exilio. Justo desde el 2017, el año en el que me descubrí fuera de mi país sin posibilidades de volver, hasta ahora, me he dedicado con fruición a la recomposición de mi vida ordinaria, a generar algún sentido de pertenencia con este lado del mundo, a lograr nuevos horizontes laborales. Por supuesto, tengo algunos textos, poemas garrapateados en el desasosiego y la incertidumbre. Si en algún momento llegan a adquirir la dignidad de convertirse en libro, tendrán noticias al respecto.

–Esa compilación de Seix Barral trae un prólogo de Armando Rojas Guardia, quien falleció en 2020. No estabas en Venezuela entonces y, según entiendo, aunque hubieras querido no habrías podido venir o hubiera sido una temeridad hacerlo. Me gustaría que contaras las circunstancias por las cuales no vives en el país.

–Ese libro, Poesía reunida, lo iba a presentar el propio Rojas Guardia en los espacios del Teatro Chacao, en mayo del 2017. Ya teníamos la fecha reservada. Pero ocurrió la zancadilla del exilio involuntario. Lo he contado en algún otro lugar. Viajé por 10 días a Miami junto con mi esposa, Mariaca Semprún, para conversar sobre los pasos a seguir para presentar el musical Piaf, voz y delirio en el Colony Theater. En la víspera del regreso a Caracas, justo un día antes, recibí una llamada de un ejecutivo de la línea aérea en la que me alertaba del riesgo de regresar: “El Sebin tiene tres días llamando para saber qué día vuelves y a qué hora. ¡Quédate!”. Ciertamente, hubiera sido una temeridad volver, una torpeza absoluta. Esa llamada me cambió la vida. Ya han pasado cinco años desde entonces. Y todavía me resulta inconcebible que no estemos teniendo esta conversación con el Ávila al fondo. 

–“Una historia de amor en clave de thriller”, precisamente. Así parece a veces la relación de los venezolanos con Venezuela y, como en tu serie, en esta trama también hay un corazón arrebatado. 

–Sí, sin duda, pero lo de Venezuela ya cambió de género narrativo. Esto no es un thriller sino una película de horror, sórdida, intraficable. Nos saquearon el corazón, la vida, la normalidad, sin un átomo de piedad. Se nos ha hecho esquivo el final feliz que necesitamos. Pero sí están claramente definidos los personajes y sus roles. En el régimen hay algunos que opacarían a cualquier estrambótico villano de una serie de Marvel. Por cierto, ya llegará el momento cuando podamos codificar en el lenguaje de la ficción esta travesía por el desierto del chavismo y su inventario de horrores. Creo que resulta imperativo escrutar estos largos y penosos años con los ojos de la creación artística. Ya en la literatura han ido aflorando varias obras importantes. Pero la ficción televisiva y cinematográfica aún esperan las circunstancias adecuadas.

–Son cinco años ya de exilio. ¿Te atreverías a sacar en claro las etapas emocionales que has atravesado desde entonces hasta hoy con respecto a esa situación? ¿Son las mismas que las del duelo, según la teoría de Elisabeth Kübler-Ross: la negación, la ira, la negociación, la depresión y la aceptación?

–Las mismas, aunque no sé si exactamente en ese orden. Al principio, sencillamente no lo aceptaba. Me resistía categóricamente a la posibilidad de no volver. Allá estaba mi historia, mis hijos, mi mamá, mi casa, los amigos, mi biblioteca entera, Caracas, el país todo. Y yo venía los últimos años en un plan muy activo de resistir, de combatir, de enfrentar a la pesadilla, pero sin salirme de ella. Eso, por supuesto, luego desembocó en una rabia tremenda y caí, sin mucho preámbulo, en las arenas movedizas de la depresión. Quizás después fue que empecé a entrar en negociaciones con mi propia realidad, a zanjar estratégicamente algunos problemas neurálgicos y acercarme al clima de aceptación, que ocurre por puro instinto de supervivencia emocional. Si te quedas clavado en la ira o la depresión, pierdes. Avanzar es el único verbo posible.

–Ahora bien, formalmente no tienes prohibición de entrada al país. ¿Es que prefieres no arriesgarte?

–Hace poco averigüé y estoy en la misma situación que hace cinco años. La dictadura tiene excelente memoria y se afana más en cobrar sus facturas –por más viejas que sean– que en hacer algo provechoso para los ciudadanos del país. Recuerda que el principal activo de ellos es el resentimiento.

–Infiero cuál es la respuesta, pero igual pregunto: ¿te imaginas de nuevo aquí o, a pesar de todo, crees que podrías quedarte residenciado para siempre en el extranjero? A voluntad, me refiero.

–Si a mí me garantizan que mañana puedo entrar a mi país sin problema alguno, me compro el pasaje en el acto. En este momento no me devolvería del todo a vivir porque ya tengo una cantidad de nexos laborales por este lado del mundo. Pero, sin duda, me visualizó viviendo en mi país en un futuro que espero no sea muy remoto. A estas alturas, todos sabemos muy bien la fuerza, la carga emocional que tiene ese pronombre posesivo: mi país.

–Pálpito es un proyecto consumado. ¿En qué trabajas ahora?

–No está del todo consumado. Si tiene éxito, Netflix podría solicitarme la escritura de una segunda temporada. Pero eso es especulativo. En todo caso, actualmente estoy escribiendo otra serie, llamada La mujer del diablo, que incluso ya se está grabando y que se estrenará este año, en el lanzamiento oficial de VIX, el nuevo streaming surgido de la alianza entre Televisa, Univisión y Google, y diseñado exclusivamente para la audiencia hispanoparlante. De ese proyecto aún no puedo dar mayores detalles. 

–Si te parece, vamos a terminar esta entrevista como suelen terminar las telenovelas: con un final feliz. A juzgar por lo que se expresan mutuamente a través de las redes sociales, eres un hombre que ama y es amado. Uno los ve, a Mariaca y a ti, y piensa: “Bueno, esta gente encontró el amor”. ¿Cuál es el secreto para mantenerlo vivo, en caso de que haya tal secreto?

–Bueno, tampoco es algo excepcional encontrar el amor, ja, ja, ja. 

–Hombre, pero mantenerlo…

–Sí, el desafío es que no se vuelva trizas ante la propia complejidad de la vida en pareja. Y, en rigor, nadie publica en las redes sus desencuentros o desavenencias. 

–Claro.

–Toda pareja tiene sus mareas internas, sus borrascas. Es lo natural. Los seres humanos somos muy complicados. Pero sí, creo que Mariaca y yo hemos logrado surfear con éxito varios escollos importantes, incluyendo el del exilio, que genera siempre desajustes emocionales. No creo en secretos que se conviertan en dogma o en manual de instrucciones. Cada pareja tiene su dinámica. Nosotros nos acompañamos mucho, hemos aprendido a hacer equipo, nos admiramos mutuamente y respetamos la independencia de cada cual, las zonas creativas del otro. Ya aprendimos que la cotidianidad necesita su dosis de ternura, deseo, humor y ligereza. Pero no hay vacunas contra los pasillos oscuros del amor. Por eso hay que celebrar todo lo que tiene de luminoso y encantatorio.

–Una última pregunta, ahora sí. Imagínate que todo cambia, y que vuelves, y que vuelve también RCTV o que Venevisión resucita. Y que te convocan para escribir una novela que de alguna manera nos narre después de tanta oscuridad. ¿Cómo la llamaría?

–Esa pregunta me la han hecho varias veces. Y nunca tengo la respuesta a mano. Porque para mí ponerle el título a algo –un libro de poesía, una crónica, una telenovela– me resulta siempre muy arduo. Tardo días, semanas enteras pensando el título. Es tan importante saber titular. Pero así, al rompe, le pondría El regreso. Y no para hablar de las millones de personas que volveríamos al país, sino del regreso del propio país a la normalidad, a la vida, a la dignidad.

*También puede leer: Paulina Gamus: “Yo no me dediqué a la política para hacerme rica sino para que me reconocieran”

Caracas Press Club invita al foro: Cuando los rumores nos desbordan ¿quién dice la verdad en las Redes Sociales?

 

RedesSociales

 

El Caracas Press Club, organización sin fines de lucro fundada en 1989, ha organizado el foro “Cuando los rumores nos desbordan ¿quién dice la verdad en la Redes Sociales?”

La iniciativa que cuenta con el apoyo del Teatro Chacao, surge a raíz de la abrumadora proliferación de información generada por fuentes no fidedignas, que mayormente provienen del ciudadano común que desconoce las reglas y técnicas básicas para obtener y transmitir información veraz y calificada. En la era del celular en mano, cualquiera se puede convertir en un transmisor, desvirtuando la realidad. De allí la preocupante ola de rumores que coexisten con laboratorios de inteligencia que manipulan la opinión pública con propósitos mezquinos.

El foro será moderado por el escritor y actual Presidente del Caracas Press Club, Leonardo Padrón quien contará con un grupo de panelistas altamente calificados. Entre ellos:

 

El editor Sergio Dahbar, hablará de las hordas tuiteras, noticias falsas y los portales repetidores.

Por su parte, el periodista y especialista en redes, Luis Carlos Díaz contará por qué la mentira es una amante sensual que tiene éxito en redes en momentos de desinformación y cómo hacer para contrarrestar esa seducción con estrategias al alcance de todos los que desean seguir siendo fieles.

Los corresponsales extranjeros Christian Veron y Carlos Becerra compartirán su experiencia como fotoperiodistas de campo y la visión que tienen en cuanto a la manipulación y el destiempo que se muestran en las fotografías.

Ronna Rísquez, jefa de la Unidad de Investigación de Runrunes, explicará el objetivo del periodismo de investigación y la importancia de la comprobación de los hechos, la identificación de mentiras y errores en los discursos. 

 

*Con información de Nota de Prensa Caracas Press Club

Este es el video que Leonardo Padrón quiere que pongan en VTV

LeonardoPadrón

El escritor Leonardo Padrón difundió vía Twitter un video con el que denuncia cómo atacaron los autobuses en los que regresaban los ciudadanos que se trasladaron del interior del país a Caracas para participar en la Toma de Caracas.

«Infame agresión a los autobuses que volvían de la marcha. Violencia pura. ¿Por qué no ponen este video en VTV?», tuiteó Padrón.

Leonardo Padrón Ago 01, 2016 | Actualizado hace 8 años
La difícil voz, por Leonardo Padrón

Periodismo

La paradoja es la dueña del país. La tierra de gracia: inventario de desgracias. Las rutinas: episodios en vías de extinción. Venezuela es noticia en el mundo porque se ha convertido en un país raro y doloroso. En todas las esquinas se habla de crisis humanitaria mientras el gobierno empuña un discurso que excluye la realidad. Nicolás Maduro pregona el diálogo con la gramática del insulto. Alardea del arranque de los 15 motores productivos y solo se escucha la turbina de la escasez. Es justamente en este momento histórico -en el que nos sentimos irreconocibles-que cobra mayor sentido el rol del periodismo ante el ser colectivo.
Hemos visto cómo la celebración del día del periodista tuvo más aire de quejumbre que de fiesta. Obvio. No hay mucho que celebrar en un país donde el periodista es visto por el poder como un enemigo mortal. En rigor, el periodista siempre ha sido una espina incómoda para los gobernantes de turno. Un mal necesario, dirán algunos. Ha sido así siempre: mientras el poder fabrica espejismos, el periodista suele derribarlos. Todo buen periodista es, por definición, un antídoto contra la mentira.
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Pero en Venezuela esta tensa relación entre periodismo y poder ha alcanzado ribetes de gravedad extrema. Cualquier inventario de los agravios sufridos en estos tiempos arroja un saldo de escombros. Uno de los episodios más punzantes fue el cierre de RCTV, uno de los canales de televisión de mayor linaje en Latinoamérica. A otros canales se les obligó a bajar la cabeza (y a veces, a abrir las piernas) con la misma amenaza de no renovación de la señal radioeléctrica. Otros más fueron comprados con el turbio dinero de la corrupción. Compraron el silencio de sus teclados, la opacidad de sus criterios y el blackout de sus cámaras. La radio ha sufrido una mortandad igual de pavorosa. Son decenas de emisoras clausuradas y otras que subsisten bajo el signo de la ilegalidad por tener la concesión vencida. Si giramos la mirada hacia la prensa escrita, el paisaje es igual de alarmante. Basta invocar el asedio a un icono de la prensa escrita como El Nacional; la puñalada a Tal Cual; el cierre de El Carabobeño, con 82 años de historia; la condena a 4 años de prisión del director del Correo del Caroní, por los reportajes sobre la corrupción en Ferrominera, hasta el informe de la ONG Expresión Libre que ha inventariado en los últimos 3 años el cierre de 22 periódicos por falta de papel. 22 obituarios contra la libertad de expresión.
Mientras tanto, el presidente de Conatel, William Castillo, con insuperable desparpajo, declara esta semana en Chile que en Venezuela hay absoluto respeto a la libertad de expresión. Mientras tanto, Ultimas Noticias borra de sus archivos digitales un reportaje ganador de premios internacionales que puso al descubierto a los verdaderos protagonistas de la violencia el 12 de febrero del 2014.

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En el inventario de bajas también están los propios periodistas. Cada cierre de un medio implica el despido de enjambres de comunicadores. Algunas figuras emblemáticas han sido desterradas de la televisión por la mala costumbre de ser incómodos y penetrantes. Otros han tenido que reinventarse desde un distinto huso horario o código postal, porque han sido perseguidos y amenazados con cárcel. Todavía están demasiado frescas las agresiones físicas a periodistas y reporteros gráficos en las calles del centro de Caracas el pasado 2 de junio, cuando solo buscaban informar sobre las protestas de un pueblo con hambre.
Hacer el inventario agota. Y asombra. No solo por la inquina del gobierno contra todo lo que huela a información veraz, sino por la actitud de cientos y cientos de periodistas que no se han permitido vender ni un milímetro de conciencia. En cambio, han tenido que asumirse como corresponsales de guerra en un campo de batalla.
“Prensa burguesa”, esa es la etiqueta que Nicolás Maduro le ha endilgado al periodismo independiente. Un adjetivo que unta, como mantequilla, a todo lo que puede. Entonces, en un chasquido de dedos, todos los comunicadores se vuelven sospechosos, traidores a la patria, sumisos amanuenses del imperio.

Decía Victor Hugo que la prensa es el dedo indicador. El que señala la realidad. Pero para que funcione, debe ser ejercido en libertad. A los periodistas venezolanos les ha tocado, en estos 17 años, replantearse el oficio, aguzar sus métodos, templar el carácter. Nunca había sido tan peligroso informar en este país. Así mismo, ha sido lamentable ver a ciertos periodistas sucumbir a las veleidades del poder. Astilla el ánimo ver cómo aquellos que alguna vez fueron referentes, hoy -desde sus nichos (la dirección de un periódico, un programa de televisión) – hacen de su talento un ejercicio de cinismo y un maridaje inescrupuloso con el régimen.

“También la verdad se inventa”, escribió alguna vez el poeta Antonio Machado. La hegemonía comunicacional pretende eso: una verdad distinta. Los medios oficiales se han hecho expertos en dibujar paraísos artificiales. Silenciar lo inconveniente y satanizar las críticas, he allí sus primeras tareas en agenda.

Pero todo periodista genuino es un adicto a la verdad. Interpelar, denunciar al que patea los derechos humanos, al gorila que tortura, al gobernante sin escrúpulos, ese es su manual de uso. Por eso siempre tendrá una creciente colección de enemigos.

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Un buen periodista debe enamorarse de su idioma como su mejor amante. Debe convertir a la calle en su sala de redacción. Sacudir las telarañas que generan la costumbre y la pereza. Reinventarse a cada tanto. Olvidarse de la objetividad artificial y de la subjetividad tarifada. Dudar siempre. Ser más obstinado que su propio miedo. Defender endemoniadamente la libertad de expresión.

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El periodismo, en esta sobredosis que es hoy la aldea global (Kapuscinski desecha la metáfora de McLuhan y habla de cosmopolitismo global), se ha llenado de aliados pero también de riesgos. Sucumbir a los cantos de la tecnología en desmedro de la investigación es uno de ellos. Se celebra la aparición de tantos portales de noticias, pero vale la pena advertir que a veces, demasiadas veces, parecen clones de sí mismos. Portales donde se replican unos a otros informaciones cargadas de levedad, prisa y sequía de datos. El gran riesgo es que así el periodismo se vuelve uniforme, predecible, y peor aún, mediocre.

En tiempos de periodismo cibernético ya no importa seducir al peatón que se detiene ante el kiosco de la esquina. Ahora se busca que el dedo del navegante haga click en un titular excesivamente aliñado, para que se asome y así cantar victoria. Cuidado. La verdadera victoria es un reportaje bien hecho, un artículo sólido, una crónica indispensable, una noticia dada con responsabilidad. Cuidado con las trampas que se riegan en el camino buscando la atención del lector. Son trampas en ambas direcciones.

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El periodismo es una profesión que debe reflexionar sobre sí misma permanentemente. No puede tener recelo en señalar sus propios errores o negligencias. Distorsionar la verdad en aras de una lectoría mayor es un delito moral. Difamar, arrojar dicterios, condenar sin pruebas es una acrobacia de baja calaña que no debe llamarse periodismo.

Hoy en día, como me lo comentara Jorge Lanata, muchos estudiantes de periodismo están “más preocupados en ser famosos que en ser buenos, no se dan cuenta que siendo buenos igual serán famosos. Lo que pasa es que ser bueno lleva más trabajo”.

Uno de sus desafíos, en estos tiempos de avalancha informativa, es no abandonar la noticia que apenas nace. ¿Cuántas veces un escándalo de corrupción muere a los pocos días, sepultado por las nuevas estridencias de la realidad? El reportaje que merece seguimiento es abandonado porque ante el domingo se impondrán las noticias del lunes y luego el revuelo del martes y más tarde los tubazos del miércoles. Y entonces la denuncia inicial se vuelve remota y queda cubierta por el olvido. ¿A quién ayuda eso? Al ministro experto en sobreprecios, al militar con las manos en la harina, al petrolero amigo de los guisos.

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Nunca como hoy es tan cardinal el rol del periodista en Venezuela. Le toca ser el custodio de la verdad en un territorio donde la mentira posee mucho dinero, exceso de micrófonos y kilos de poder. Los ojos del periodista deben tasar la degradación y la honestidad, el abuso y el aviso, la barbarie y la justicia. Para sobrevivir al acoso del autoritarismo debe reinventarse, hacer pactos indeclinables con el ingenio.

El periodismo necesita con urgencia recuperar la libertad de decir. Le ha tocado lidiar con un Estado que niega todas las crisis y cuando las reconoce se las endosa, no pocas veces, a los mismos medios. Así, la inseguridad es solo una sensación que los Runrunes de Bocaranda multiplican. El desabastecimiento está magnificado por La Patilla. La escasez de medicinas es una matriz de opinión alentada por El Nacional. La crisis hospitalaria es un delirio febril de César Miguel Rondón. La emergencia eléctrica, pura insidia de El Carabobeño. Argumentos que intentan disimular, inútilmente, el fracaso del Estado.

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Venezuela es un jeroglífico que desea descifrarse. En tal coyuntura, al periodista le toca ser el traductor de la complejidad, apostando su propio pellejo dentro de un turbio laberinto de intereses. Arthur Miller dijo alguna vez que un buen periódico es una nación hablándose a sí misma. Y justamente eso necesita el país, no sucumbir a la afonía, no perder la voz que denuncia y cuestiona. Por eso celebramos y esperamos que los hostigados y golpeados periodistas venezolanos sigan manteniendo -tercamente- su pacto a fuego con la difícil voz de la verdad.

​Leonardo Padrón

Representantes de la cultura y la academia piden el revocatorio

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«Los venezolanos somos los protagonistas del país». Esta fue la frase que utilizó el escritor Leonardo Padrón para invitar al evento donde la cultura, los intelectuales, los artistas y los gremios se pronunciaran a favor de la activación del referendo revocatorio.

Este miércoles a las 10 de la mañana en el Centro Cultural Chacao se llevará a cabo el acto «Venezuela con el Revocatorio». La iniciativa contará con la participación del abogado Alberto Arteaga, el historiador Elías Pino Iturrieta, la dirigente estudiantil de la Universidad Central de Venezuela, Michelle Giraud, el escritor Leonardo Padrón, la periodista Valentina Quintero, el médico Rafael Orihuela y el humorista Laureano Márquez; la conducción estará a cargo del reconocido periodista y escritor César Miguel Rondón.

Al evento están invitadas personalidades de la cultura, intelectuales y gremios que acompañarán a los voceros a realizar un llamado a la clase política y al Concejo Nacional Electoral a activarse de cara a la realización del referendo revocatorio durante este año 2016

La rectores Cecilia García Arocha y Benjamín Sharifker; los artistas Mariaca Semprún, Gledys Ibarra, Mariangel Ruiz, Tania Sarabia, Eduardo Orozco y Miguel Delgado Estevez y los académicos Diego Bautista Urbaneja, Inés Quintero, Colette Capriles, Ángel Oropeza y Juan Manuel Raffalli; son sólo algunas de las importante personalidades que se darán cita la mañana de este miércoles en el Centro Cultural Chacao.

Felices y preocupados por Leonardo Padrón

Celebracion Chacao

Si te asomas estará allí, viéndote con sus ojos de árbol, con su cinturón de carros, con sus accesorios en el lugar de siempre: antenas, deportistas, quebradas de agua. Todo expuesto al mismo sol de cada lunes. Como si el Ávila siguiera igual. Pero no, sabes que hoy la ciudad es otra. Tu cotidianidad ha recibido un punto de inflexión que parece impalpable, que no genera alteración en las nubes, en su levedad o frecuencia. Pero es cuestión de afinar la mirada. Observar mejor a los ciudadanos. Las sonrisas. Ni siquiera podrás contarlas. Hay muchas. Aparecieron. Como si alguien hubiera conseguido el botín y lo hubiera repartido al hilo de la madrugada.

En cada fragmento del mapa, la mañana ocurrió igual pero distinta.

Nadie ha querido hacer mayores alardes, porque siguen siendo tiempos complejos. La alegría de millones debe convivir con el duelo de otros millones, que esta vez son muchos menos, pero son. Porque siguen existiendo las dos temperaturas en el país. Gente que dice que por fin hay una Navidad que celebrar. Gente que ha oscurecido repentinamente. Esta vez la mayoría es otra. O quizás la que tenía rato siendo. Pero se atrevió y apartó el miedo, como quien se quita de la espalda un bulto muy pesado. Y entonces habló el hartazgo, habló un cansancio monumental, un exceso de penurias que se convirtió en reprobación mayúscula a un sistema de gobierno y le dio vuelta a las agujas del reloj de la historia de Venezuela.

El 7 de diciembre amaneció de sonrisa.

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El día anterior, ese que ahora podemos catalogar -sin hipérboles- como el histórico 6 de diciembre del 2015, tuvo sus particularidades. El libreto se repetía como en elecciones anteriores. Pero hubo una notable variación en los metros finales de la noche. La ilegal orden de mantener los centros de votación abiertos, así estuvieran vacíos, no se cumplió a cabalidad. El vandalismo electoral no ocurrió. Los militares cumplieron su trabajo y la MUD supo cuidar milimétricamente cada voto a favor. En todo caso, la diferencia real la ejercieron toneladas de prosélitos de Chávez, vapuleados en su día a día por los estragos de la estafa política más grande de las últimas décadas. Lo entendieron: era absurdo seguir votando por un régimen que había arruinado, hasta el escándalo, al país con las mayores reservas de petróleo del mundo.

Esa noche, mientras se esperaba el anuncio oficial del CNE, un silencio espectral reinaba sobre el valle de Caracas. Desde mi apartamento poseo un punto de vista que abarca las montañas de Coche, los confines de Catia y los nutridos cerros de Petare. Todo eso era silencio. Un silencio compacto, expectante. Como si la ciudad entera estuviera aguantando la respiración. Por primera vez no explotaba el cielo con los cohetones prematuros y arrogantes de la revolución. Desde las 7 de la noche ya los venezolanos manejábamos las cifras de la victoria de la MUD, pero nadie se atrevía a celebrar. El deja vú era muy fuerte. Escenarios similares habían desembocado en un sorpresivo triunfo del régimen. La frustración era el menú habitual. Por mi parte, hasta no ver al Factor Tibisay leyendo los resultados oficiales no me permitiría ni un solo gesto de celebración. Tocaría trasnocharse, deshojar la angustia, hacer del estrés un deporte extremo. Bien lo diría Alberto Barrera Tsyzka en un tuit: “Tibisay Lucena debe ser enjuiciada por malversación del tiempo de todos los venezolanos”.

Finalmente ocurrió. Lucena, con un enredo de consonantes, no tuvo más remedio que anunciar el triunfo de la oposición. En casa, un pequeño grupo de amigos lanzamos un grito que mezclaba felicidad y extrañeza en partes iguales. Mi mujer no atinaba a reaccionar, no le daba permiso a la música que traía la noticia. A fin de cuentas, pertenecíamos a una tribu acostumbrada a la derrota. Derrota natural, amañada o fabricada. Un “como sea” ya convertido en tradición. En la euforia les dije a mis hijos: “Les vamos a recuperar el país que ni siquiera han podido vivir”. A esa hora, y con tamaña noticia, me di el permiso de la grandilocuencia.

Afuera, el valle de Caracas lanzaba cohetones al cielo. Y bulla. Y gritos. Pero la pirotecnia fue modesta. No había presupuesto para tanta alegría.

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Los días siguientes han sido inéditos. Cada saludo en la calle contiene casi el mismo parlamento. La gente se felicita mutuamente. La alegría se nos había vuelto un exotismo, un artículo foráneo, un asunto vintage. Por eso nos ha costado tanto verla directamente a los ojos. Es como si desconfiáramos, como si esperáramos una vuelta de tuerca de última hora. Algo que nos devolviera al pozo de la resignación.

Y eso pretenden los jerarcas del régimen, arrebujados de ira en su propio desconcierto.

Cuidado.

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Una amiga, con planes de irse del país, me comenta que la sorpresa fue tal que le dijo a su pareja: «Pero esto no cambia nada, ¿verdad? No es que mañana Farmatodo va a estar llena de antipiréticos ni que los malandros van a salir corriendo a inscribirse en la universidad”.

Un viejo conocido me escribe desde Miami: “Muchos de los jóvenes que se vinieron y pidieron asilo ahora están arrepentidos. Quieren volver».

La alegría flota, a pesar de los lunares del escepticismo.

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Un amigo que trabaja en un ente gubernamental me relata cómo transcurrió allí el día siguiente. Un teatro de máscaras: “Los mejores actores de Venezuela están en las instituciones públicas. La gente fingía un duelo por lo sucedido (“¡qué cagada!”) y por dentro cantaban: ¡Abajo, a la izquierda, en la esquina, la de la manito!”.

Pero un gerente, genuinamente dolido, comentó: “Esto fue horrible. ¿Vieron cómo está la ciudad? Fue como cuando murió el comandante Chávez”. Silencio a su alrededor. La comparación los descolocó.

Cada quien ve lo que quiere ver.

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Una de las celebraciones por el triunfo de la oposición ocurrió en la Plaza Bolívar de Chacao, dos días después. Convocado por el animoso equipo de Cultura Chacao (Albe, Xariell, Mafe) repliqué ante la multitud que atestaba la plaza “Un lento y feroz comienzo”, la crónica que escribí un mes antes, donde planteaba lo laborioso que sería el arranque del nuevo país. El gran Andy Durán y su orquesta tuvieron la misión de llenar cada rincón con las legendarias canciones del maestro Billo Frómeta. Fue una verdadera fiesta popular. Una noche conmovedora donde mujeres de 80 años, parejas de 50 y 40, jóvenes de 20, bailaban al compás de cada acorde, donde se exclamó feliz navidad y la gente se abrazaba, con una sonrisa guardada desde hace casi dos décadas, una sonrisa que era más bien un estreno de año nuevo, y todos coreaban los entrañables mosaicos de la Billo´s Caracas Boys, sin punzadas, sin miradas opacas, y entonces, en pleno pasodoble, en pleno Memo Morales al micrófono, cuando todo sonaba a  país de antes, o de siempre, a bastión recuperado, rompí a llorar por segunda vez en tres días y me lancé al cuello de mi mujer, incontenible, con un quiebre de cansancio feliz, de valió la pena, de por fin, de todo comienza de nuevo, y alrededor todo el mundo cantaba, bailaba, todo acontecía como nunca.

La esperanza y las canciones de Billo en una misma plaza. Vaya  sobredosis. Y el recuerdo del verso de Antonia Palacios: “Una plaza ocupando un espacio desconcertante”.

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El país, hoy, se balancea entre el estupor de la victoria de millones y la perplejidad de la derrota de otros. Antes nuestro refugio era una esperanza roída, mendicante, famélica. Ahora se trata del extraño licor del triunfo. ¿Estamos preparados para beberlo? Nos toca estrenar otras interrogantes. Ensayar el futuro.

El país insano en el que vamos desbrozando la vida ha hecho un gesto crucial hacia la luz. Se nos ha llenado el idioma de palabras que ya no recordábamos cómo sonaban.

En los pasillos del poder acontece, en cambio, el peor de los despechos. Algunos azotan su duelo con furia, otros con reclamos justos, críticos. Nicolás Maduro ha convertido el pésame en metralla. Habla como la víctima de un golpe de Estado. Grita rebelión y calle. Diosdado Cabello instaura un Parlamento Comunal para trabar la labor del próximo parlamento. Tarek el Aissami amenaza con boicotear la instalación de la nueva Asamblea Nacional. En Zurda Konducta, el bilioso programa de VTV, “Cabeza´e mango” es enviado a Petare, micrófono en mano, a interpelar a los ¿desprevenidos? peatones: “Si el cambio llegó, ¿cómo es posible que aún haya basura, huecos e inseguridad?” Buscan atizar a la masa. En una acrobacia rabiosa tratan de endosarle la culpa del caos, no solo a la falsa guerra económica, sino a la nueva Asamblea que ni siquiera ha estrenado funciones.

El despecho como radicalismo de Estado. La cólera en acción. Preocupante. Muy preocupante. La furia de la derrota puede acabar con lo poco que queda sano en el país.

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Antes estábamos tristes y preocupados. Ahora, sí, andamos felices. Y preocupados.

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La oposición se había convertido en una melancolía bastarda. Ya no. Ya es destino también. Opción. Alternativa.

Lo que ha ocurrido no es otra cosa que una invitación a vivir. A reestrenar el país. Tengamos la inteligencia de hacerlo con las luces de la concordia y la reconciliación.

Que nada suene a revancha. Que todo lo que estrene nuestro 2016 sea sensatez. Que haya norte y brújula. Que enero sea un inicio de aire limpio y futuro. Así queremos los venezolanos la vida. Así lo pronunció una descomunal mayoría el 6 de diciembre. Que la política adquiera compostura. Que cese la confrontación. Que se impongan la cordura y la prudencia. Que busquemos entre todos la sabiduría para entendernos y salir de la ruina. Es el pedimento del país entero. Una cotidianidad sin estridencias. Sin sobresaltos. Que los mejores economistas propongan el rumbo. Que la justicia imponga su reino. Que los diputados legislen con lucidez. Que culmine el saqueo. Que la violencia sea la primera derrotada. Que seamos otra vez normales.

¿Sería mucho pedir?

¿No se merece Venezuela algo que se parezca a una feliz navidad?

Pues sí. Toca una feliz navidad. Nos hemos ganado ese derecho de una manera irreversible.

@LeonardoPadron

Publicado en El Nacional