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La proeza del humorismo, por Elías Pino Iturrieta

 

@eliaspino

Cuando se habla de las luchas contra las dictaduras, se privilegia a los políticos y a los hombres de armas. Es habitual pensar que sean ellos los únicos que meten la carne en el asador. Apreciación injusta, no en balde las autocracias de toda laya que han existido en Venezuela se han desplomado o han iniciado su declive gracias al trabajo de los humoristas. La copla envenenada contra los detentadores del poder, las burlas de los autores desde las páginas de la prensa, los dibujos creados por el talento de los artífices de sucesivas generaciones han estado en la vanguardia de los combates por la libertad. Hoy, cuando se estrecha el cerco contra esas manifestaciones fundamentales de la sensibilidad republicana, el escribidor cumple la obligación de enaltecerlas.

La primera caricatura contra un régimen oprobioso aparece en los tiempos de José Tadeo Monagas, pero también la primera persecución. El mandón no encuentra manera adecuada de reaccionar ante un arma desconocida hasta entonces y capaz de cortar como las espadas más afiladas, razón por la cual ordena la prisión de unos pioneros de lo que será vehículo fundamental para el establecimiento de una convivencia civilizada. Trabajo vano el de Monagas. La posteridad habrá de celebrar en el encierro de los domicilios, en el sigilo de las murmuraciones y en los rincones de las plazas públicas la intrepidez de quienes se alzan contra la injusticia sin disparar un tiro.

Es infinita la lista de las proezas del humorismo venezolano, así como la gozosa aceptación de sus producciones, pero quizá baste ahora para su apología la memoria de una de las obras superiores del ingenio aguzado contra la pedantería y la corruptela de los gobernantes.

Hablamos de La Delpiniada, gigantesca burla llevada a cabo por los estudiantes de la Universidad Central en uno de los teatros más importantes de Caracas contra la dictadura de Guzmán Blanco. Sin nombrar al envanecido autócrata ni a los miembros de su corte –más todavía, en presencia de las autoridades de la ciudad– los bachilleres se regodean en la crítica de las ínfulas y las desvergüenzas del régimen. Solo los mandones, en su evidente estupidez, no advierten la riqueza de la orfebrería preparada para desnudarlos. El resto del público y los que se enteran del espectáculo más tarde se felicitan por la existencia de un elenco de valientes que han hecho lo que los generalotes de entonces, guarnecidos de fusiles y machetes, no se atreven a llevar a cabo. Nace entonces una generación de campeadores contra las depredaciones del Liberalismo Amarillo.

Pero no solo la sociedad tiene deudas con un hecho estelar como La Delpiniada, sino también con periódicos de humor en cuyas páginas se mantiene la esperanza de una vida más hospitalaria. El Palo EnsebadoEl Cabeza de Mochila, El Diablo AsmodeoLa Charanga El Jején son, entre muchos otros, los títulos de los impresos que se valen de la mordacidad para anunciar un mundo mejor en el siglo XIX. Después, en la perspectiva de nuestros días, publicaciones de extraordinaria trascendencia como PitorreosFantochesEl Morrocoy AzulDominguitoEl Sádico IlustradoEl Camaleón y El Chigüire Bipolar. ¿No han sido más importantes y profundas que las proclamas, las conspiraciones, las algaradas y las guarimbas?

Imposible intentar ahora la nómina de sus autores, pero para muestra un botón capaz de convocar el respeto de la sociedad: Rafael Arvelo y Tomás Potentini, paladines decimonónicos; Leoncio Martínez, un gigante escarnecido; Francisco Pimentel, Andrés Eloy Blanco, Miguel Otero Silva, Paco Vera, Kotepa Delgado, Aquiles Nazoa, Aníbal Nazoa, el excepcional Pedro León Zapata, Luis Muñoz Tébar, Salvador Garmendia, Elisa Lerner, Rubén Monasterios, José Ignacio Cabrujas, Abilio Padrón, Régulo Pérez, Luis Britto García, Manuel Graterol, Jaime Ballestas, Jorge Blanco, Laureano Márquez, Emilio Lovera, Mara Comerlatti, Cayito Aponte, Claudio Nazoa, Eneko Las Heras, Roberto Weil, Eduardo Sanabria y otras personalidades esclarecidas entre quienes hoy destaca, por la brillantez de su imaginación y por la inicua zancadilla que han querido propinarle, Rayma Suprani. Mucho debe la patria a sus dones, a su sensibilidad sin cartabones, a la salvación de la risa que han ofrecido.

Artículo publicado previamente en El Nacional

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