El titular de un reportaje del portal periodístico Crónica Uno lo sintetiza todo: “¿Elecciones otra vez? No sabía que había nuevas elecciones”. Si las “elecciones” parlamentarias y regionales del 25 de mayo estuvieron marcadas más que nada por la indiferencia de las masas, lo que uno puede palpar hoy es que ese sentimiento es aun más grande con respecto a las “elecciones” municipales por venir.
Tal es la consecuencia natural de la supresión de efectos del voto opositor ganador en Venezuela, la cual podemos rastrear hasta el año 2008 con la incautación de competencias de la Alcaldía Metropolitana de Caracas tan pronto como la misma pasó a manos de Antonio Ledezma, y que alcanzó su cenit con los comicios presidenciales del 28 de julio pasado.
No obstante, lo que queda de fetichismo electoral en la oposición prosistema insiste en los mismos argumentos ultracaducos que no evitaron su fracaso estrepitoso el 25 de mayo. O sea, decir que “no pueden regalarle todo al chavismo”, tratar de desacreditar a la oposición antisistema (cuyo llamado a la abstención tontamente conciben como la causa de que la gente no “vote”, cuando en realidad la causa es la descrita en el párrafo anterior) y atribuirse a sí mismos una supuesta “lucha”.
Como he manifestado tantas veces, la epopeya de papel maché no persuade a casi nadie. Es muy obvio que se trata de sumisión disfrazada de oposición. Dicen que “no se rinden”, pero su claudicación es total. Miren nada más a uno de los Aquiles acartonados de esa épica acartonada, Manuel Rosales. La Constitución nacional ordena que el período de los gobernadores dure cuatro años. Ni un día más, ni un día menos. Rosales debía ser gobernador del Zulia hasta diciembre. Le arrebataron seis meses, y ni una tímida nota de protesta emitió.
Ante evidencia tan inequívoca, los pregones del fetichismo electoral lucen cada vez más desesperados. Ya llegaron al punto de convocar a la gente a las urnas sin importar si el resultado es reconocido por los poderosos o no. Porque, dicen ellos, “mostramos que somos demócratas y que seguimos siendo mayoría”. Qué gracioso, viniendo de unos señores que se la pasan acusando a toda iniciativa opositora que no se circunscriba a las instituciones controladas por la elite gobernante de ser “antipolítica”. Un concepto ridículo que pretende reducir la política a la deliberación y deslegitimar toda alternativa, incluyendo el reclamo cívico y no violento. Dada la asimetría inmensa de poder entre la elite gobernante y sus adversarios, que implica que la primera nunca tomará en serio los planteamientos de la segunda, es con sofismas como el de la “antipolítica” como se aspira a racionalizar y hasta romantizar la sumisión disfrazada de oposición.
He aquí la ironía: son los fetichistas electorales quienes ponen la política de lado en su llamado a “votar”. Si hay una “antipolítica” (yo prefiero evitar el uso del término, pero hoy haré una excepción por razones satíricas), son ellos quienes la encarnan. Olvidan que la gente no se interesa por la política para realizar expresiones morales que no pasan de lo retórico. Para eso, pueden escribir un panegírico a la libertad, la justicia y la democracia (o recitar uno ya escrito, si las musas no acuden; Walt Whitman tiene uno hermoso, “Grandes son los mitos”). No. Entendiendo la política como un juego de ideas e intereses diversos y a menudo contrapuestos, la gente se interesa por ella con un solo objetivo: ganar el juego. “Ganar” significa obtener el poder y usarlo para transformar el entorno en la dirección deseada o, si ya se cuenta con él, mantenerlo para así preservar el statu quo.
De manera que en la política siempre habrá un mínimo de antagonismo. En eso tenía razón Schmitt. El problema con su tesis es que la llevó a un punto extremo por el cual la política es concebida como un choque inevitablemente existencial entre enemigos, que descarta la posibilidad del diálogo constante entre adversarios para tratar de resolver, aunque imperfectamente, diferencias (de ahí la tendencia al autoritarismo en el pensamiento del jurista y filósofo alemán). Pero el postulado básico de que nunca se podrá eliminar del todo el antagonismo en política es correcto, por lo que siempre habrá una competencia por el poder y el actor político siempre tendrá como objetivo ganar. Lo que hemos hecho durante siglos, por el bien de la humanidad, es buscar formas civilizadas.
Pero si un mecanismo, civilizado o no, por diseño no le permite a un colectivo ganar bajo ninguna circunstancia, ese colectivo no se va a interesar en él y no va a participar. Ese es el caso de las “elecciones” venezolanas para la inmensa mayoría de la población que quiere un cambio político. Así será mientras al voto opositor ganador se le niegue la conversión en poder real. En política, a nadie le atrae un ethos de eterno perdedor virtuoso. Decirle a la gente que tiene que “votar” como una declaración de principios, aunque sea impotente, no va a cambiar eso. Lograr que el voto opositor sea reconocido por el poder, sí. Ya saben, señores fetichistas electorales, qué tienen que hacer… Aunque yo dudo mucho de que estén dispuestos a siquiera intentarlo. Mucho lo reconoceré, y agradeceré, si me desmienten. Con acciones y no solo palabras, claro está.
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