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Las ideologías líquidas

@AAAD25

Una de las discusiones más frecuentes en política venezolana, ámbito que se enciende y apaga en la medida en que las masas tengan expectativas de que un gran cambio para bien es posible (justo ahora, está más apagado que otra cosa), refiere al tipo de gobierno que tenemos. En cuanto a sus estructuras y a su ideario. Tiene sentido. Dado que el deseo de la inmensa mayoría de la población es el referido cambio, primero se tiene que entender con qué se está lidiando para ver cómo cambiarlo.

Con respecto al componente ideológico, podemos dividir la hegemonía de Hugo Chávez y sus herederos en tres grandes períodos. El primero, de 1999 a 2004, fue uno de gran vaguedad. Lo único que guiaba a Chávez era una suerte de vocación ciega por dar al traste con todo el sistema anterior, sin tener muy claro qué era lo que, al menos retóricamente, estaba planteado como sustituto. Sí, había una inclinación hacia la izquierda. Pero no con el nivel de pureza posterior. Esto fue probablemente el producto de cierta inmadurez política y de la diversidad de posturas e intereses, algunos de ellos antagónicos, que se coaligaron a finales del milenio para sepultar el puntofijismo. Téngase en cuenta que el propio Chávez, pese a su temprana cercanía a Fidel Castro, también tuvo por un tiempo entre sus mentores al ideólogo argentino neofascista Norberto Ceresole. La falta de definición también pudo deberse, a su vez, a otra falta: de confianza en que el público venezolano estaba listo para digerir tesis “rojas, rojitas” que históricamente nunca fueron populares en el país.

Luego vino un tiempo en que la caracterización ideológica era algo bastante fácil. Este período va aproximadamente desde 2004 hasta 2018, abarcando así los dos tercios finales de la presidencia de Chávez y la primera mitad de la que, hasta ahora, ha sido la presidencia de Nicolás Maduro. Podemos referirnos a este lapso como el de mayor consistencia ideológica de la elite gobernante. Extrema izquierda. Socialismo radical. Estatizaciones a mansalva. Crecimiento elefantiásico del Estado. Discurso odioso hacia el empresariado privado. Controles de cambio y de precios. Etcétera. Esa es la etapa en la que hubo temores, bastante razonables, de que Venezuela se volvería una segunda Cuba. No solo en cuanto a la falta de democracia sino, además, al tipo de sistema económico. Por ser esta la etapa más larga (hasta ahora) y la que, en sus últimos años, produjo el mayor desplome de la calidad de vida de las masas que se haya visto en Venezuela al menos desde el fin de las guerras civiles, esta es asimismo la etapa que más se ha marcado en la psiquis colectiva del venezolano, tanto en términos epistemológicos (“¿qué es el chavismo?”) como emocionales y axiológicos (“¿qué nos produce el chavismo?”).

Sin embargo, la transición hacia el modelo cubano nunca se completó y a partir de 2019 empezó a dar algo de marcha atrás. Se esfumaron los controles de precio y de cambio. Muchos de los entes estatizados fueron puestos de nuevo en manos privadas (eso sí, bajo esquemas opacos que a todas luces beneficiaron a empresarios amigos de la elite gobernante). La verborrea hostil al sector privado dio paso a un tono conciliador y hasta amistoso con los gremios patronales más conspicuos. El aparato de propaganda se volcó a mostrar en tono celebratorio lo poco que quedaba de consumismo como muestra de que Venezuela es, en realidad, un país prometedor. El cambio de paradigma tuvo hasta una dimensión estética, manifiesta, por ejemplo, en la restauración del diseño multicolor de pintura en los trenes del Metro de Caracas, reemplazando el predominio del escarlata asociado al PSUV. Como vemos, no se trata de un súbito abrazo del libre mercado. Lo que prevalece es el crony capitalism, así como una voracidad fiscal que mantiene al sector privado, y sobre todo a los pequeños negocios, en jaque permanente. Pero de que hubo un alejamiento del cuasi estalinismo tropical, lo hubo.

Para bien o para mal, pienso que ese cambio no estaba contemplado por la inmensa mayoría de la población, traumatizada por la etapa previa, cuya duración proyectaba ad infinitum. ¿Qué pasó, entonces? La verdad es un tema que ya he abordado múltiples veces en esta columna y otros espacios de opinión. Si ahora lo hago de nuevo, es para ilustrar mejor el punto, con una metáfora.

Acudo entonces a la sabiduría de Zygmunt Bauman, el gran sociólogo y filósofo polaco. Si hay una palabra que podemos asociar con su pensamiento, es la de liquidez. Bauman caracterizó la “posmodernidad” o “modernidad tardía” en la que nos ha tocado vivir desde hace un poco más de medio siglo como “líquida”. Como el río de Heráclito (no en balde un cuerpo líquido), está marcada por lo perennemente fluido y mutable. Así, paradójicamente, la inconstancia es lo único constante. Hay una libertad de ataduras conductuales y hasta semánticas. Está, verbigracia, el “amor líquido”, por el cual las relaciones íntimas no producen vínculos afectivos duraderos, sino que se reducen a bienes de consumo rápido, por lo general limitados a un número relativamente reducido de encuentros sexuales. Así, se salta de una pareja a otra como si se tratara de comer chucherías.

A primera vista esto puede sonar bien. No más que una implicación inherente de la libertad del individuo. Y, manteniendo el ejemplo sobre las relaciones de pareja, ciertamente nadie quiere volver a una época en la que se estaba atado de por vida a otra persona aunque el vínculo, por la razón que fuere, produzca una profunda infelicidad. El problema es que, cuando se exalta la transitoriedad amorosa constante y para toda la vida, el resultado es una sociedad con personas más solas, muchas de las cuales terminan lamentando su soledad. Personas sin la seguridad que brinda el apoyo de una pareja estable mediante el afecto consolidado. Sociedades sin la seguridad de una generación de relevo, como se ve en varios países desarrollados cuyas tasas de fertilidad se han desplomado por un menor número de hombres y mujeres jóvenes que forman lazos afectivo-sexuales que devienen en familias. He ahí lo que Bauman señalaba como el gran descontento de la posmodernidad: la añoranza de una seguridad sacrificada en el altar del libertinaje consumista y hedonista.

Ahora bien, ¿qué tiene que ver todo esto con el ideario oficial del gobierno venezolano? El punto es que hay un contraste entre las ideologías de regímenes antidemocráticos del siglo XX, que podemos considerar “sólidas”, y las de los regímenes antidemocráticos del siglo XXI, que podemos considerar “líquidas”. En el primer caso, la permanencia en el poder estaba condicionada a la rigidez doctrinaria. En el segundo, es al revés: son las ideologías las que deben adaptarse a la permanencia en el poder de la elite gobernante. Tienen que ser, por lo tanto, flexibles y abiertas a la posibilidad de cambio constante, dependiendo de las necesidades de permanencia en el poder. Un líquido, después de todo, no es más que un fluido cuya forma se adapta a su contenedor. El “contenedor”, en este caso, es la permanencia en el poder.

Volviendo a la analogía antillana, Cuba es de las pocas excepciones contemporáneas a la regla. A fin de cuentas, el castrismo no es más que una copia tropical de la ortodoxia marxista-leninista oficial de la URSS, una ideología sólida. El chavismo (o, si se quiere, el chavismo-madurismo), en cambio, ha demostrado ser una ideología líquida. Llegó un momento, a finales de la década pasada, en la que el modelo socialista radical dejó de ser una fuente viable de extracción de riqueza para repartir entre la elite gobernante y quienes la mantienen en el poder. Ello debido a años de manejos negligentes y opacos de Pdvsa y otros recursos del Estado, que los redujeron a una sombra de lo que eran. También a las sanciones internacionales. Surgió, entonces, una necesidad de buscar una fuente alterna de riqueza, que viniera del alicaído sector privado y que pudiera gravarse. El nuevo ideario no es más que el correlato ideológico para ese orden económico.

Veamos, por último, cuál es el descontento posmoderno en nuestro lado de la analogía; la seguridad perdida. No es otra cosa que la incertidumbre absoluta sobre el futuro del país. Es la angustia perenne de saber que, si la elite gobernante lo juzga conveniente para sí misma, pudiera resucitar algún día sus políticas económicas más destructivas. No es, por otro lado, una analogía perfecta. Porque nosotros, los ciudadanos comunes, no estamos sacrificando seguridad para ser más libres. Nos quedamos sin ambas cosas. La libertad es la de la elite gobernante, que hace lo que le viene en gana. Solo restaurando la democracia y el Estado de derecho podremos cambiar esa situación.

Las opiniones emitidas por los articulistas son de su entera responsabilidad y no comprometen la línea editorial de RunRun.es

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Una de las discusiones más frecuentes en política venezolana, ámbito que se enciende y apaga en la medida en que las masas tengan expectativas de que un gran cambio para bien es posible (justo ahora, está más apagado que otra cosa), refiere al tipo de gobierno que tenemos. En cuanto a sus estructuras y a su ideario. Tiene sentido. Dado que el deseo de la inmensa mayoría de la población es el referido cambio, primero se tiene que entender con qué se está lidiando para ver cómo cambiarlo.

Con respecto al componente ideológico, podemos dividir la hegemonía de Hugo Chávez y sus herederos en tres grandes períodos. El primero, de 1999 a 2004, fue uno de gran vaguedad. Lo único que guiaba a Chávez era una suerte de vocación ciega por dar al traste con todo el sistema anterior, sin tener muy claro qué era lo que, al menos retóricamente, estaba planteado como sustituto. Sí, había una inclinación hacia la izquierda. Pero no con el nivel de pureza posterior. Esto fue probablemente el producto de cierta inmadurez política y de la diversidad de posturas e intereses, algunos de ellos antagónicos, que se coaligaron a finales del milenio para sepultar el puntofijismo. Téngase en cuenta que el propio Chávez, pese a su temprana cercanía a Fidel Castro, también tuvo por un tiempo entre sus mentores al ideólogo argentino neofascista Norberto Ceresole. La falta de definición también pudo deberse, a su vez, a otra falta: de confianza en que el público venezolano estaba listo para digerir tesis “rojas, rojitas” que históricamente nunca fueron populares en el país.

Luego vino un tiempo en que la caracterización ideológica era algo bastante fácil. Este período va aproximadamente desde 2004 hasta 2018, abarcando así los dos tercios finales de la presidencia de Chávez y la primera mitad de la que, hasta ahora, ha sido la presidencia de Nicolás Maduro. Podemos referirnos a este lapso como el de mayor consistencia ideológica de la elite gobernante. Extrema izquierda. Socialismo radical. Estatizaciones a mansalva. Crecimiento elefantiásico del Estado. Discurso odioso hacia el empresariado privado. Controles de cambio y de precios. Etcétera. Esa es la etapa en la que hubo temores, bastante razonables, de que Venezuela se volvería una segunda Cuba. No solo en cuanto a la falta de democracia sino, además, al tipo de sistema económico. Por ser esta la etapa más larga (hasta ahora) y la que, en sus últimos años, produjo el mayor desplome de la calidad de vida de las masas que se haya visto en Venezuela al menos desde el fin de las guerras civiles, esta es asimismo la etapa que más se ha marcado en la psiquis colectiva del venezolano, tanto en términos epistemológicos (“¿qué es el chavismo?”) como emocionales y axiológicos (“¿qué nos produce el chavismo?”).

Sin embargo, la transición hacia el modelo cubano nunca se completó y a partir de 2019 empezó a dar algo de marcha atrás. Se esfumaron los controles de precio y de cambio. Muchos de los entes estatizados fueron puestos de nuevo en manos privadas (eso sí, bajo esquemas opacos que a todas luces beneficiaron a empresarios amigos de la elite gobernante). La verborrea hostil al sector privado dio paso a un tono conciliador y hasta amistoso con los gremios patronales más conspicuos. El aparato de propaganda se volcó a mostrar en tono celebratorio lo poco que quedaba de consumismo como muestra de que Venezuela es, en realidad, un país prometedor. El cambio de paradigma tuvo hasta una dimensión estética, manifiesta, por ejemplo, en la restauración del diseño multicolor de pintura en los trenes del Metro de Caracas, reemplazando el predominio del escarlata asociado al PSUV. Como vemos, no se trata de un súbito abrazo del libre mercado. Lo que prevalece es el crony capitalism, así como una voracidad fiscal que mantiene al sector privado, y sobre todo a los pequeños negocios, en jaque permanente. Pero de que hubo un alejamiento del cuasi estalinismo tropical, lo hubo.

Para bien o para mal, pienso que ese cambio no estaba contemplado por la inmensa mayoría de la población, traumatizada por la etapa previa, cuya duración proyectaba ad infinitum. ¿Qué pasó, entonces? La verdad es un tema que ya he abordado múltiples veces en esta columna y otros espacios de opinión. Si ahora lo hago de nuevo, es para ilustrar mejor el punto, con una metáfora.

Acudo entonces a la sabiduría de Zygmunt Bauman, el gran sociólogo y filósofo polaco. Si hay una palabra que podemos asociar con su pensamiento, es la de liquidez. Bauman caracterizó la “posmodernidad” o “modernidad tardía” en la que nos ha tocado vivir desde hace un poco más de medio siglo como “líquida”. Como el río de Heráclito (no en balde un cuerpo líquido), está marcada por lo perennemente fluido y mutable. Así, paradójicamente, la inconstancia es lo único constante. Hay una libertad de ataduras conductuales y hasta semánticas. Está, verbigracia, el “amor líquido”, por el cual las relaciones íntimas no producen vínculos afectivos duraderos, sino que se reducen a bienes de consumo rápido, por lo general limitados a un número relativamente reducido de encuentros sexuales. Así, se salta de una pareja a otra como si se tratara de comer chucherías.

A primera vista esto puede sonar bien. No más que una implicación inherente de la libertad del individuo. Y, manteniendo el ejemplo sobre las relaciones de pareja, ciertamente nadie quiere volver a una época en la que se estaba atado de por vida a otra persona aunque el vínculo, por la razón que fuere, produzca una profunda infelicidad. El problema es que, cuando se exalta la transitoriedad amorosa constante y para toda la vida, el resultado es una sociedad con personas más solas, muchas de las cuales terminan lamentando su soledad. Personas sin la seguridad que brinda el apoyo de una pareja estable mediante el afecto consolidado. Sociedades sin la seguridad de una generación de relevo, como se ve en varios países desarrollados cuyas tasas de fertilidad se han desplomado por un menor número de hombres y mujeres jóvenes que forman lazos afectivo-sexuales que devienen en familias. He ahí lo que Bauman señalaba como el gran descontento de la posmodernidad: la añoranza de una seguridad sacrificada en el altar del libertinaje consumista y hedonista.

Ahora bien, ¿qué tiene que ver todo esto con el ideario oficial del gobierno venezolano? El punto es que hay un contraste entre las ideologías de regímenes antidemocráticos del siglo XX, que podemos considerar “sólidas”, y las de los regímenes antidemocráticos del siglo XXI, que podemos considerar “líquidas”. En el primer caso, la permanencia en el poder estaba condicionada a la rigidez doctrinaria. En el segundo, es al revés: son las ideologías las que deben adaptarse a la permanencia en el poder de la elite gobernante. Tienen que ser, por lo tanto, flexibles y abiertas a la posibilidad de cambio constante, dependiendo de las necesidades de permanencia en el poder. Un líquido, después de todo, no es más que un fluido cuya forma se adapta a su contenedor. El “contenedor”, en este caso, es la permanencia en el poder.

Volviendo a la analogía antillana, Cuba es de las pocas excepciones contemporáneas a la regla. A fin de cuentas, el castrismo no es más que una copia tropical de la ortodoxia marxista-leninista oficial de la URSS, una ideología sólida. El chavismo (o, si se quiere, el chavismo-madurismo), en cambio, ha demostrado ser una ideología líquida. Llegó un momento, a finales de la década pasada, en la que el modelo socialista radical dejó de ser una fuente viable de extracción de riqueza para repartir entre la elite gobernante y quienes la mantienen en el poder. Ello debido a años de manejos negligentes y opacos de Pdvsa y otros recursos del Estado, que los redujeron a una sombra de lo que eran. También a las sanciones internacionales. Surgió, entonces, una necesidad de buscar una fuente alterna de riqueza, que viniera del alicaído sector privado y que pudiera gravarse. El nuevo ideario no es más que el correlato ideológico para ese orden económico.

Veamos, por último, cuál es el descontento posmoderno en nuestro lado de la analogía; la seguridad perdida. No es otra cosa que la incertidumbre absoluta sobre el futuro del país. Es la angustia perenne de saber que, si la elite gobernante lo juzga conveniente para sí misma, pudiera resucitar algún día sus políticas económicas más destructivas. No es, por otro lado, una analogía perfecta. Porque nosotros, los ciudadanos comunes, no estamos sacrificando seguridad para ser más libres. Nos quedamos sin ambas cosas. La libertad es la de la elite gobernante, que hace lo que le viene en gana. Solo restaurando la democracia y el Estado de derecho podremos cambiar esa situación.

Las opiniones emitidas por los articulistas son de su entera responsabilidad y no comprometen la línea editorial de RunRun.es

El chavismo (o, si se quiere, el chavismo-madurismo), ha demostrado ser una ideología líquida
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Una de las discusiones más frecuentes en política venezolana, ámbito que se enciende y apaga en la medida en que las masas tengan expectativas de que un gran cambio para bien es posible (justo ahora, está más apagado que otra cosa), refiere al tipo de gobierno que tenemos. En cuanto a sus estructuras y a su ideario. Tiene sentido. Dado que el deseo de la inmensa mayoría de la población es el referido cambio, primero se tiene que entender con qué se está lidiando para ver cómo cambiarlo.

Con respecto al componente ideológico, podemos dividir la hegemonía de Hugo Chávez y sus herederos en tres grandes períodos. El primero, de 1999 a 2004, fue uno de gran vaguedad. Lo único que guiaba a Chávez era una suerte de vocación ciega por dar al traste con todo el sistema anterior, sin tener muy claro qué era lo que, al menos retóricamente, estaba planteado como sustituto. Sí, había una inclinación hacia la izquierda. Pero no con el nivel de pureza posterior. Esto fue probablemente el producto de cierta inmadurez política y de la diversidad de posturas e intereses, algunos de ellos antagónicos, que se coaligaron a finales del milenio para sepultar el puntofijismo. Téngase en cuenta que el propio Chávez, pese a su temprana cercanía a Fidel Castro, también tuvo por un tiempo entre sus mentores al ideólogo argentino neofascista Norberto Ceresole. La falta de definición también pudo deberse, a su vez, a otra falta: de confianza en que el público venezolano estaba listo para digerir tesis “rojas, rojitas” que históricamente nunca fueron populares en el país.

Luego vino un tiempo en que la caracterización ideológica era algo bastante fácil. Este período va aproximadamente desde 2004 hasta 2018, abarcando así los dos tercios finales de la presidencia de Chávez y la primera mitad de la que, hasta ahora, ha sido la presidencia de Nicolás Maduro. Podemos referirnos a este lapso como el de mayor consistencia ideológica de la elite gobernante. Extrema izquierda. Socialismo radical. Estatizaciones a mansalva. Crecimiento elefantiásico del Estado. Discurso odioso hacia el empresariado privado. Controles de cambio y de precios. Etcétera. Esa es la etapa en la que hubo temores, bastante razonables, de que Venezuela se volvería una segunda Cuba. No solo en cuanto a la falta de democracia sino, además, al tipo de sistema económico. Por ser esta la etapa más larga (hasta ahora) y la que, en sus últimos años, produjo el mayor desplome de la calidad de vida de las masas que se haya visto en Venezuela al menos desde el fin de las guerras civiles, esta es asimismo la etapa que más se ha marcado en la psiquis colectiva del venezolano, tanto en términos epistemológicos (“¿qué es el chavismo?”) como emocionales y axiológicos (“¿qué nos produce el chavismo?”).

Sin embargo, la transición hacia el modelo cubano nunca se completó y a partir de 2019 empezó a dar algo de marcha atrás. Se esfumaron los controles de precio y de cambio. Muchos de los entes estatizados fueron puestos de nuevo en manos privadas (eso sí, bajo esquemas opacos que a todas luces beneficiaron a empresarios amigos de la elite gobernante). La verborrea hostil al sector privado dio paso a un tono conciliador y hasta amistoso con los gremios patronales más conspicuos. El aparato de propaganda se volcó a mostrar en tono celebratorio lo poco que quedaba de consumismo como muestra de que Venezuela es, en realidad, un país prometedor. El cambio de paradigma tuvo hasta una dimensión estética, manifiesta, por ejemplo, en la restauración del diseño multicolor de pintura en los trenes del Metro de Caracas, reemplazando el predominio del escarlata asociado al PSUV. Como vemos, no se trata de un súbito abrazo del libre mercado. Lo que prevalece es el crony capitalism, así como una voracidad fiscal que mantiene al sector privado, y sobre todo a los pequeños negocios, en jaque permanente. Pero de que hubo un alejamiento del cuasi estalinismo tropical, lo hubo.

Para bien o para mal, pienso que ese cambio no estaba contemplado por la inmensa mayoría de la población, traumatizada por la etapa previa, cuya duración proyectaba ad infinitum. ¿Qué pasó, entonces? La verdad es un tema que ya he abordado múltiples veces en esta columna y otros espacios de opinión. Si ahora lo hago de nuevo, es para ilustrar mejor el punto, con una metáfora.

Acudo entonces a la sabiduría de Zygmunt Bauman, el gran sociólogo y filósofo polaco. Si hay una palabra que podemos asociar con su pensamiento, es la de liquidez. Bauman caracterizó la “posmodernidad” o “modernidad tardía” en la que nos ha tocado vivir desde hace un poco más de medio siglo como “líquida”. Como el río de Heráclito (no en balde un cuerpo líquido), está marcada por lo perennemente fluido y mutable. Así, paradójicamente, la inconstancia es lo único constante. Hay una libertad de ataduras conductuales y hasta semánticas. Está, verbigracia, el “amor líquido”, por el cual las relaciones íntimas no producen vínculos afectivos duraderos, sino que se reducen a bienes de consumo rápido, por lo general limitados a un número relativamente reducido de encuentros sexuales. Así, se salta de una pareja a otra como si se tratara de comer chucherías.

A primera vista esto puede sonar bien. No más que una implicación inherente de la libertad del individuo. Y, manteniendo el ejemplo sobre las relaciones de pareja, ciertamente nadie quiere volver a una época en la que se estaba atado de por vida a otra persona aunque el vínculo, por la razón que fuere, produzca una profunda infelicidad. El problema es que, cuando se exalta la transitoriedad amorosa constante y para toda la vida, el resultado es una sociedad con personas más solas, muchas de las cuales terminan lamentando su soledad. Personas sin la seguridad que brinda el apoyo de una pareja estable mediante el afecto consolidado. Sociedades sin la seguridad de una generación de relevo, como se ve en varios países desarrollados cuyas tasas de fertilidad se han desplomado por un menor número de hombres y mujeres jóvenes que forman lazos afectivo-sexuales que devienen en familias. He ahí lo que Bauman señalaba como el gran descontento de la posmodernidad: la añoranza de una seguridad sacrificada en el altar del libertinaje consumista y hedonista.

Ahora bien, ¿qué tiene que ver todo esto con el ideario oficial del gobierno venezolano? El punto es que hay un contraste entre las ideologías de regímenes antidemocráticos del siglo XX, que podemos considerar “sólidas”, y las de los regímenes antidemocráticos del siglo XXI, que podemos considerar “líquidas”. En el primer caso, la permanencia en el poder estaba condicionada a la rigidez doctrinaria. En el segundo, es al revés: son las ideologías las que deben adaptarse a la permanencia en el poder de la elite gobernante. Tienen que ser, por lo tanto, flexibles y abiertas a la posibilidad de cambio constante, dependiendo de las necesidades de permanencia en el poder. Un líquido, después de todo, no es más que un fluido cuya forma se adapta a su contenedor. El “contenedor”, en este caso, es la permanencia en el poder.

Volviendo a la analogía antillana, Cuba es de las pocas excepciones contemporáneas a la regla. A fin de cuentas, el castrismo no es más que una copia tropical de la ortodoxia marxista-leninista oficial de la URSS, una ideología sólida. El chavismo (o, si se quiere, el chavismo-madurismo), en cambio, ha demostrado ser una ideología líquida. Llegó un momento, a finales de la década pasada, en la que el modelo socialista radical dejó de ser una fuente viable de extracción de riqueza para repartir entre la elite gobernante y quienes la mantienen en el poder. Ello debido a años de manejos negligentes y opacos de Pdvsa y otros recursos del Estado, que los redujeron a una sombra de lo que eran. También a las sanciones internacionales. Surgió, entonces, una necesidad de buscar una fuente alterna de riqueza, que viniera del alicaído sector privado y que pudiera gravarse. El nuevo ideario no es más que el correlato ideológico para ese orden económico.

Veamos, por último, cuál es el descontento posmoderno en nuestro lado de la analogía; la seguridad perdida. No es otra cosa que la incertidumbre absoluta sobre el futuro del país. Es la angustia perenne de saber que, si la elite gobernante lo juzga conveniente para sí misma, pudiera resucitar algún día sus políticas económicas más destructivas. No es, por otro lado, una analogía perfecta. Porque nosotros, los ciudadanos comunes, no estamos sacrificando seguridad para ser más libres. Nos quedamos sin ambas cosas. La libertad es la de la elite gobernante, que hace lo que le viene en gana. Solo restaurando la democracia y el Estado de derecho podremos cambiar esa situación.

Las opiniones emitidas por los articulistas son de su entera responsabilidad y no comprometen la línea editorial de RunRun.es

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