Por qué estoy en paz con Venezuela
El 28 de julio y sus secuelas me mostraron cuán grande es la inconformidad con el oprobioso statu quo que tenemos

El oficio del columnista de opinión dedicado a asuntos relacionados con las ciencias sociales y las humanidades es, en esencia, la crítica social. Señalar los que, a su juicio, son los problemas de la sociedad y lo que se puede y debe hacer al respecto. “Pellizcarle el trasero a la sociedad”, diría Cabrujas. Creo que lo he dicho antes, pero vale repetirlo: no es, evidentemente, la más agradable de las ocupaciones. A mucha gente no le gusta que le hablen de problemas. Prefieren la diversión, ¿y quién puede culparlos? Nunca he esperado, por lo anterior, que esta columna sea leída por millones de personas. Si no lo consiguieron columnistas mucho más talentosos y renombrados, ¿lo voy a lograr yo?
Pero si usted, que hoy lee estas líneas, es de las poquísimas personas que lo han hecho regularmente con sus predecesoras, ha de saber que el contenido casi siempre se ajusta a los incómodos parámetros mencionados más arriba. El artículo de la semana pasada fue, sobre todo, de tono pesimista. A duras penas podía ser de otra forma.
Un desengaño cruelmente paradójico
@AAAD25 El oficio del columnista de opinión dedicado a asuntos relacionados con las ciencias sociales…
Las expectativas que millones de venezolanos depositaron en la elección presidencial del 28 de julio y sus secuelas no se han cumplido y en el presente lucen francamente con baja probabilidad de realización en el corto o mediano plazo. Ahora bien, si hoy por cualquier razón usted no se siente con ánimos a saborear otro trago verbal amargo, descuide. Sin pretensión alguna de compararme con mentes tan brillantes, hoy daré un paso lejos de Heráclito, “el filósofo que llora”, y cerca de Demócrito, “el filósofo que ríe”. Este artículo no es, pues, para decir lo que creo que está mal, sino para decir lo que creo que está bien.
Y es que, aunque no me lo crean, hoy me siento en paz con Venezuela de una manera en la que no me he sentido desde que, en mi adolescencia, comencé a tener madurez cívica. Podrá sonar paradójico, considerando la decepción colectiva de la que ya hablé. Pero el 28 de julio y sus secuelas me mostraron cuán grande es la inconformidad con el oprobioso statu quo que tenemos. Por supuesto que yo ya sabía que hay un descontento masivo y mayoritario al respecto. Eso es así al menos desde hace una década. Recordemos el resultado de los comicios parlamentarios de 2015, últimos, hasta la elección del año pasado, en la que hubo una gran participación. Pero me atrevería a decir que lo que vimos en julio fue mucho más contundente. Imaginen si se hubiera permitido votar a los más o menos siete millones de venezolanos dispersos por el mundo entero.
La paradoja de María Corina Machado
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Aunque haya compatriotas atolondrados que insisten en pontificar lo contrario, a mí me ha quedado muy claro que no somos un país de conformistas. La gente quiere un cambio profundo, el cual se expresó en las urnas. Hubo un intento valiente en los días siguientes de hacerlo valer, en el cual participaron personas en todos los rincones del país y de todos los estratos sociales. Es obvio que no fue suficiente para que la elite gobernante acepte las exigencias de cambio. Y no fue suficiente porque el poder represor, lamentablemente, sigue firme detrás de la elite gobernante.
¿Qué podemos hacer ante eso los ciudadanos que aspiramos a un mejor país, más allá de lo que ya hemos hecho, manifestándonos pacíficamente? Honestamente no lo sé. Somos civiles y solo sabemos de civismo. Exigir más a mis conciudadanos sería pretender que hagan cosas que yo no estoy dispuesto a hacer, por falta de formación y, lo admito también, de vocación para el peligro letal. Tengo muchos defectos, pero no soy hipócrita. Así que nunca pretenderé que otros se expongan mientras yo me resguardo.
Ahora no hay certeza alguna del rumbo hacia el que se dirige el movimiento que reclama que se cumpla el mandato popular del 28 de julio. ¿Rumbo? El rumbo presupone movimiento, cosa que no hay. La causa está inerte y no parece que los dirigentes sepan cómo proceder. No cabe esperar maniobras espontáneas desde la base. Un movimiento político no avanza de manera acéfala, como el caótico hombre decapitado de Bataille.
Entonces, no tiene ningún sentido que, mientras espera a ver si el liderazgo hace un nuevo planteamiento estratégico, el resto de la población no se dedique a sus actividades privadas para sobrevivir o incluso procurarse una calidad de vida decente, pese a las adversidades que todos conocemos. Tampoco que la gente deje de tener momentos de sosiego, gozo y recreación. Quienes puedan seguirán yendo al cine. Seguirán yendo a restaurantes. Seguirán yendo a la playa. Seguirán yendo a juegos de béisbol. Seguirán celebrando cumpleaños. Seguirán escuchando música. Seguirán haciendo el amor. Esa es la “normalidad” que algunos venezolanos encuentran desconcertante y hasta inmoral, porque creen que implica olvido de las luchas pasadas y satisfacción con el presente. No es así. Luego del fracaso del “gobierno interino”, gran fuente de entusiasmo opositor inmediatamente previa a las elecciones del año pasado, también se dijo que, en medio de bodegones y conciertos, el venezolano le agarró el gusto a la mediocridad. Ya ven que el deseo de cambio en realidad seguía ahí y volvió a expresarse el año pasado.
Cuando creó al profesor Pangloss para satirizar a Leibniz y su optimismo, Voltaire pudo haber malinterpretado aquello de su colega alemán sobre “vivir en el mejor de los mundos posibles” y creer que era un llamado a la pasividad resignada ante lo malo. Espero, pues, que mi manifiesto de simpatía fortalecida hacia Venezuela y su gente no corra la misma suerte. Fíjense que digo, no que estoy “en conformidad” con mi país, sino “en paz”. Es decir, no cargo el rencor que embarga a otros venezolanos, sobre todo jóvenes, por creer que su nacionalidad les quitó algo y hasta el Sol de hoy se los debe. La ciudadanía venezolana ha cometido errores que nos han salido caros (y miren que yo era un niño de preescolar en 1998; nadie me preguntó si quería este camino). Pero a mi juicio ya hizo un esfuerzo más que suficiente para corregirlo, no en términos técnicos, pero sí morales. Nadie merece sufrir más por aquel error. Creo que todos los venezolanos interesados en un cambio político estamos ahora igualados en términos de deberes. Ninguno puede exigir a otro que haga más sacrificios. Esa es la “paz” a la que me refiero.
Tal vez el movimiento forjado en torno al 28 de julio tampoco será el que cumpla el objetivo. Pero pienso que, como en la vez anterior, el deseo de cambio seguirá intacto, latente, esperando una nueva oportunidad.
Edmundo y María Corina, una yunta que incomoda
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