La ignorante arrogancia en política

La política no necesita caudillos iluminados ni retóricos infalibles, sino líderes que sean servidores públicos comprometidos con la verdad
A lo largo de la historia, pocas actitudes han resultado tan perniciosas y, a la vez, tan persistentes como la ignorante arrogancia. Prepotencia no sustentada en la reflexión ni en el análisis riguroso, sino en prejuicios y simplificaciones. Condición que se manifiesta en la sobrestimación de capacidades carentes de fundamento en el conocimiento y la experiencia, convirtiéndose en lastre que debilita y empobrece el tejido democrático.
Quienes la encarnan desde posiciones de poder, imponen visiones reduccionistas que niegan la complejidad de los problemas sociales, económicos y culturales. Su exceso de confianza margina a quienes piensan distinto, generando disonancia entre promesas de progreso y realidad de decisiones apresuradas y mal fundamentadas.
En tiempo convulso, la política enfrenta desafíos más allá de disputas partidistas y tensiones electorales. Un mal aun más nocivo aqueja el ejercicio del poder, la combinación letal de ignorancia y altanería. Fórmula que no fomenta el debate ni la construcción de consensos; al contrario, promueve dogmatismo, descalificación del pensamiento divergente y erosión del lienzo social.
La ignorante arrogancia, incluso en su variante intelectual, se manifiesta cuando, en lugar de buscar diálogo y conocimiento, algunos se erigen como depositarios de verdades absolutas, negándose a escuchar perspectivas disímiles. Esta autoconfianza infundada, basada en la falta de reflexión y análisis, concluye con decisiones irreflexivas que contaminan la salud democrática.
Rechazar el aprendizaje e imponer visiones simplistas crea un entorno donde las voces contrarias son deslegitimadas, transformando la política en terreno estéril de confrontación. En este escenario, el debate productivo es desplazado por el enfrentamiento, empobreciendo el discurso público y debilitando la confianza en sus representantes e instituciones.
Insolencia iletrada
La insolencia iletrada trasciende lo ideológico y acarrea consecuencias alarmantes. Entre ellas, la erosión de la creencia institucional cuando gobernantes intransigentes, se rehúsan a reconocer sus limitaciones, se pierde la oportunidad para mejorar manejos y capacidades públicas. La falta de humildad intelectual socava la imagen del Estado, y consume el afecto ciudadano, esencial para la estabilidad democrática.
Asimismo, la fragmentación del discurso y exaltación de posturas inflexibles alimentan la división social. El desplante impide la reciprocidad genuina de ideas y fomenta la creación de cámaras de eco en las cuales resuena una única versión de la realidad. Fenómeno que impide la búsqueda de soluciones concertadas, e incrementa la tensión social y riesgo de conflicto.
La soberbia desconectada de la realidad es una trampa peligrosa. Cuando el poder se rige por la autosuficiencia y desdén hacia el conocimiento, pierde contacto con las dificultades reales de la sociedad. La tendencia a imponer enfoques preconcebidos, en lugar de analizar datos y necesidades, conduce a decisiones desastrosas en ámbitos como la economía, educación o seguridad ciudadana.
Arrogancia en política vs. fuerza de la humildad
Para contrarrestar los efectos corrosivos, es prioridad recuperar el espíritu de deliberación y apertura al conocimiento. La grandeza de un estadista no radica en su obstinación, sino en su capacidad de escuchar, aprender y adaptarse a los retos cambiantes. La humildad intelectual no es un signo de debilidad, sino de fortaleza y madurez.
Es imperativo para quienes ejercen el poder, que comprendan la política es, ante todo, un servicio a la sociedad. Búsqueda constante del discernimiento, disposición a reconocer errores y voluntad de tender puentes, son actitudes que finalmente benefician a la comunidad en un todo.
Ignorancia, soberbia y jactancia son impedimento que apaciguan el avance democrático. Urge cavilación comprometida de erradicar la altanería que perpetúa la división y estancamiento. Hay que apostar por una política cimentada en el diálogo, comprensión y humildad, donde cada decisión se fundamente en el rigor analítico y afán de construir, juntos, una sociedad ética, justa y próspera.
Cuando desprecian la diversidad de opiniones y conocimiento crítico, desplazan al ciudadano del proceso de edificación del bien común. La consecuencia es devastadora, el sentido de pertenencia y compromiso cívico aminoran, mientras la polarización y pugna minan la estabilidad social.
Se impone, entonces, replantear fundamentos de la praxis política, erradicar el descaro impertinente sustentado en el atraso y abrazar una política basada en el conocimiento, empatía y conversación útil. Obligando la formación de líderes y ciudadanos, fortalecimiento de las instituciones que precisen la rendición de cuenta y participación democrática.
En definitiva, la política no necesita caudillos iluminados ni retóricos infalibles, sino líderes que, antes que todo, sean servidores públicos comprometidos con la verdad.
La soledad de los poderosos y de los sin poder
La política no necesita caudillos iluminados ni retóricos infalibles, sino líderes que sean servidores públicos…
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