La soledad de los poderosos y de los sin poder - Runrun
La soledad de los poderosos y de los sin poder
No importa que el mandatario omnipotente se rodee de mandarines y demás cortesanos. Su soledad es con respecto al colectivo que, paradójicamente, dice representar como jefe de Estado

 

@AAAD25

Siempre me gustó pasear por el Parque del Este, pero como habitante durante casi toda mi infancia y mi adolescencia del extremo sur de Caracas, no era algo que en aquel entonces podía hacer muy a menudo. Ahora vivo a pocas cuadras del parque y puedo visitarlo con frecuencia satisfactoria. Y aunque no soy de los que van cada mañana para hacer ejercicio, puedo entender perfectamente lo que significa ese ritual cotidiano para quienes sí lo practican. Puedo imaginar asimismo lo molesto que ha de ser que se les impida hacer tal cosa, más aun si es por razones caprichosas. Ya que el parque es controlado por un Estado en el que la arbitrariedad es ley, no es insensato pensar que eso puede ocurrir en cualquier momento. En efecto, sucedió la semana pasada. Usuarios de redes sociales denunciaron no haber podido ingresar a las instalaciones o hasta haber sido desalojados de las mismas, desde muy temprano. ¿Y por qué? Pues porque horas después Nicolás Maduro y Cilia Flores se iban a dar una de esas flâneries por el parque que a mí y a otros caraqueños tanto nos gustan.

Parece ser que la pareja presidencial quería disfrutar de la jardinería de Burle Marx sin nadie más alrededor, excepto obviamente por algunos otros jerarcas chavistas y los responsables de su seguridad. Algo llamativo para un mandatario que se jacta ad nauseam de su cualidad de hombre común. Que ha dicho que se pasea por las calles de Venezuela con total normalidad, como si no tuviera investidura alguna, codeándose así con un pueblo que, cómo dudarlo, lo adora. O, bueno, al menos esa era la imagen que Maduro se afanaba por transmitir hace unos años en sus alocuciones públicas.

Aunque admito que no ya no hago tanto seguimiento al discurso miraflorino como antes, me parece que ya Maduro no se afinca tanto en ese esfuerzo, acaso porque el chavismo desistió de ser un movimiento mayoritario y ya no necesita aquellas mañas populistas. Supongo entonces que a Maduro no le importan las imágenes, difundidas en redes sociales, de un Parque del Este desolado, con los referidos paseantes. Paseantes solitarios, como Rousseau, aunque sospecho que con ensoñaciones de mucho menor interés que las del ginebrino ilustre.

Es de eso de lo que quiero hablar hoy: de la soledad y su relación con el poder, tanto por posesión del mismo como por falta.

Ya que en la observación de situaciones dicotómicas conviene partir por el elemento afirmativo y luego pasar al negativo (es más fácil comparar a partir de una presencia que de una ausencia), comenzaré con la soledad de los poderosos, expresión que se ha vuelto una especie de lugar común, pero no importa. Si se ha hecho un lugar común, es porque representa un arquetipo junguiano fácil de entender, como todos los arquetipos junguianos. No en balde figura en numerosos productos culturales de ficción. Uno de los ejemplos más notables es la novela de García Márquez, El otoño del patriarca, una alegoría de la soledad del poder en todas sus páginas. Por cierto, el personaje titular está a todas luces inspirado, no en un tirano compatriota de su autor, sino en Juan Vicente Gómez (recordemos todos los años que el Gabo vivió en Caracas).

De manera que Venezuela ha sido testigo, en su historia ahíta de caudillos, de esa soledad. No importa que el mandatario omnipotente se rodee de mandarines y demás cortesanos. Su soledad es con respecto al colectivo que, paradójicamente, dice representar como jefe de Estado. Es más, pudiera decirse que la soledad es con respecto al grueso de la humanidad, puesto que las razones trascienden fronteras. Es el mismo efecto que, según el joven Marx de los Manuscritos de París, surte en el proletario el trabajo del que no es dueño.

Ahora bien, ¿cuál es la razón de esa soledad? No necesariamente, aunque pasa a menudo, es el rechazo de las masas gobernadas. Asumir lo contrario sería omitir la triste realidad de que ha habido y hay autócratas muy populares. No, más bien es la aversión a las implicaciones del ejercicio de un poder arbitrario, que tiene víctimas conscientes de que cualquier expresión de repudio por su parte sería legítima. Claro, entre más agraviados, más probabilidad de un episodio manifiesto de rechazo y más temor por parte del objeto de ese rechazo. Cuando los agraviados son millones o decenas de millones, el temor es tal que puede convertirse en paranoia, un rasgo típico de la psicología autoritaria, junto con el narcisismo y otros.

Al cierre de la obra teatral de Ibsen (el noruego, no el paisano de apellido Martínez) Un enemigo del pueblo, el protagonista sentencia que “el hombre más libre es el que está más solo”. Si, siguiendo la célebre terminología de Isaiah Berlin, entendemos la libertad en sentido “positivo”, el uso de los medios del poder es una expresión de libertad. Ergo, el todopoderoso es la persona más libre que hay… Y también la más solitaria. Pero la libertad es realmente “negativa”. Es la ausencia de coerción para que cada individuo actúe como le plazca. La libertad plena del todopoderoso es entonces la conculcación de la libertad de los demás, mediante su poder absoluto.

Pasemos ahora a la libertad de los desprovistos de poder, mucho menos explorada. Lo que me puso a pensar en ella fue la magnífica película Yo y las bestias del director venezolano Nico Manzano, que tanto ha dado de qué hablar en los últimos meses. Me valdré de su trama para ilustrar la abstracción que me interesa (alerta de spoiler, y me permito exhortarlos encarecidamente a que, si no la han visto y perderían el interés por saber el final, paren de leer ya mismo y dejen este artículo para otro día, porque el filme no tiene desperdicio).

Vídeo: Yo y Las Bestias (2023) – Tráiler oficial en español – Próximo Estreno | CineCorto Trailers

Advierto que, por ser una película muy poco convencional, hay muchas formas distintas de interpretarla. Para mí, como la novela de García Márquez, es una metáfora de la soledad. Pero de la soledad de los sin poder. De las víctimas del poder que confisca la libertad del ciudadano común.

Tal soledad está reflejada en los múltiples infortunios de Andrés, el personaje principal, en medio de un país disfuncional en todos los sentidos: Venezuela durante los peores años de la crisis económica. Vemos el sinfín de desgracias por las que todos los venezolanos hemos pasado alguna vez: apagones, abuso policial en alcabalas, malos servicios hasta en el sector privado, poco poder adquisitivo, disputas sobre lo que es o no es ético en la forma de relacionarse con el gobierno, etc. Aunque la manifestación más sobresaliente de su soledad es que Andrés vea cómo sus amigos abandonan el país, limitarnos a eso sería flojo. La soledad es la sensación de impotencia y desamparo ante un poder que, directa o indirectamente, priva al individuo de los medios para satisfacer sus necesidades… Y que no pase nada. Que, aunque haya millones de personas pasando por el mismo trance, no pase nada.

Pero como la alternativa es caer en una especie de pasividad existencial, a Andrés no le queda más remedio que seguir con su vida, como pueda. Las «bestias», esos seres anónimos y de rostro velado que habitan la mente del protagonista, vienen siendo entonces, a mi parecer, encarnaciones del empeño por seguir adelante y sobrevivir, como sea, en medio de la soledad y la adversidad. De ahí que le den al protagonista un nuevo impulso creativo en su carrera musical, aunque con destino incierto al final de la película.

Volviendo a Ibsen, la soledad es también un vehículo para la libertad. En este caso, para el ejercicio de un poder creador (cero afinidad con el empleo cursi de esa expresión, original de Aquiles Nazoa, por Gustavo Pereira en la escritura de la Constitución que Hugo Chávez se mandó a hacer). Porque la soledad es una oportunidad para la introspección y el descubrimiento de capacidades propias. Es lo que ocurrió en la Grecia del período helenístico, cuando los habitantes de las ciudades-Estado perdieron su libertad política al estar en manos de los herederos de Alejandro Magno, y entonces hubo un boom de escuelas filosóficas introspectivas (el estoicismo, el epicureísmo, el escepticismo, el neoplatonismo, etc.). Tal poder creador no produce solo creaciones artísticas, como en la película, sino soluciones a los problemas prácticos de la vida diaria. Es así como los venezolanos hemos sobrevivido a pesar de tanta calamidad.

He aquí una expresión peculiar del «poder de los sin poder», en palabras de Václav Havel. Eso es lo que nos ha tocado a los que seguimos en Venezuela: seguir adelante, como sea. Como el protagonista arrancando en su carro en la escena final, acompañado por las «bestias». Me gusta pensar que la soledad nos permitirá pensar en formas, no solo de mantener nuestras actividades privadas, sino de cambiar la política venezolana para que, de nuevo, los ciudadanos tengamos el poder.

El silencio de Dios

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