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Opinión

La ridiculez inculta de la endofobia venezolana

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Alejandro Armas
28/10/2022
El clasismo emigró. Algunos venezolanos que se mudaron a EE. UU. y llegaron por el Aeropuerto Internacional de Miami desprecian a los que llegan a pie, cruzando el río Grande

 

@AAAD25

Hoy sigo con la tragedia de los migrantes venezolanos y específicamente los que se han radicado o intentan radicarse en Estados Unidos. En emisiones pasadas de esta columna, sobre el mismo tema, puse el foco en cómo estos paisanos han sido literalmente desplazados, bien sea dentro del país del norte o de adentro para afuera, por el tornado de la polarización sobre la cuestión migratoria.

También se puso el foco en la causa política del éxodo: una elite gobernante venezolana que sacrificó, y que está dispuesta a seguir sacrificando, el bienestar colectivo con tal de preservar su poder y sus privilegios. Hoy quiero detenerme en la percepción que de estos venezolanos tienen sus propios compatriotas, la cual desafortunadamente en muchas ocasiones ha dejado mucho que desear. Tal vez eso sea inevitable. Un producto de la complejidad moral del ser humano. Hay personas de mayor calidad ética que otras. Los venezolanos no somos excepción.

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Por eso, en honor a la verdad, tampoco han sido pocos los gestos de solidaridad y empatía hacia los venezolanos que huyen de esta desgracia y buscan una vida decente en latitudes septentrionales. Sin reproches sobre una supuesta “irresponsabilidad” (que no reparan en las circunstancias de desesperación infernal de millones de venezolanos), hay manifestaciones de dolor por sus penurias en la selva monstruosa del Darién. Hay apelaciones a las autoridades de otros países, y a los ciudadanos que las eligen, para que sean generosos en su recepción de una gente que solo trata de sobrevivir. Hay lamentos y hasta críticas por las restricciones que esos mismos países ponen a los migrantes venezolanos, aunque se entienda que cada Estado es soberano y tiene derecho a controlar sus fronteras como guste. Pero como una columna de opinión es un recurso comunicacional limitado y, por ello, el objeto suele ser lo que su autor considera que está mal y debe ser corregido, pasemos al lado oscuro de la dualidad.

Es un hecho que todos o casi todos estos venezolanos que han tratado de asilarse en Estados Unidos, con o sin éxito, son de muy bajos recursos. No es necesario explicar por qué. Bien pueden ser profesionales con formación universitaria completa a quienes la crisis arruinó, o personas que solo completaron el bachillerato o ni siquiera eso. El arquetipo clasista que embarga al imaginario colectivo venezolano cuando se piensa en pobreza material y bajo nivel educativo aflora. Sus rasgos son el descuido físico personal, el mal gusto estético y una brújula moral averiada, con tendencias hacia la conducta grosera, desconsiderada, abusadora y hasta delictiva. Como la aporofobia es la principal causa del rechazo a la inmigración masiva, aunque no la única, pudiéramos decir que el arquetipo clasista se refleja en el arquetipo del inmigrante indeseado. Muchas personas temen que inmigrantes pobres cometan crímenes, se comporten de forma molesta, afeen sus comunidades o sean una carga para el Estado.

El clasismo emigró. Algunos (enfatizo el “algunos”; no son todos) venezolanos que se mudaron a Estados Unidos y llegaron por el Aeropuerto Internacional de Miami desprecian a los que llegan a pie, cruzando el río Grande. Preferirían que no lo hicieran. Entre sus razones vemos los típicos prejuicios de clase. Los tildan de potenciales criminales o vagos que parasitan a la sociedad. Alertan que sus “malas mañas” le darán una imagen negativa a la comunidad venezolana en Estados Unidos. Incluso los repudian por haber dizque violado leyes norteamericanas al entrar sin documentos al país, a pesar de que, hasta que la Casa Blanca emitiera el 12 de octubre una orden prohibiendo hasta eso, los caminantes se entregaban a las autoridades y pedían asilo, lo cual era perfectamente legal. A pesar también de que varios de los venezolanos “de bien” que entraron por avión y con visa de turista luego pidieron asilo aduciendo alguna persecución política en casa que no era tal.

Pero hay algo más notable que la aversión de venezolanos con apartamentos en Coral Gables hacia sus conciudadanos en refugios para indigentes en Brooklyn.

Es el desprecio que por estos últimos expresan venezolanos que no viven en Estados Unidos. Venezolanos que, a juzgar por la lógica retorcida de sus argumentos, nunca han estado en ese país o lo conocen muy poco. Me refiero a los que ven videos de venezolanos en Nueva York realizando actividades lúdicas de distinta índole y reaccionan con un asco y una ira paroxísticos. Dicen que se avergüenzan de compartir gentilicio con los asilados en la Gran Manzana. Que “se portan como unos salvajes en casa ajena”. Que “deberían estar trabajando en vez de payaseando”. Y un largo etcétera.

El nivel de ridículo de estas acusaciones es tan grande que uno no sabe por dónde empezar. Hay que estar demasiado desubicado para criticar a una gente por bailar salsa en Times Square. Como si la salsa no hubiera nacido en los barrios latinos de Manhattan y el Bronx. Como si Nueva York no fuera la ciudad más aludida en las letras de la salsa vieja (tanto Willie Colón como el Gran Combo de Puerto Rico le dedicaron a la urbe dos canciones completas). Como si en esa encrucijada llena de luces no hubiera espectáculos de tal índole a cada rato. ¿Y lo de que “no buscan trabajo”? ¿Qué prueba hay de eso? ¿Que algunos hagan videos cortos de ellos mismos divirtiéndose? Caramba, como si la gente que trabaja duro o está buscando empleo no pudiera tomarse cinco minutos al día para hacer algo que los entretenga. Hay que tener una mentalidad de capataz de hacienda esclavista diecioechesca para asumir lo contrario.

Ahora bien, ¿qué es lo que motiva tanta inquina contra unos compatriotas pobres en el norte? Algo del clasismo (mucho, en realidad) del que ya hablamos está presente ahí. Yo creo no obstante que hay algo más. Insisto: pareciera que estos señores nunca han puesto pie en un país desarrollado y, poseídos por un parroquialismo tonto, tienen una noción errada sobre ellos. Una visión excesivamente idealizada, al punto de la caricatura. Como la calidad de vida en esas naciones suele ser mucho más elevada, pues creen que ello se debe a algún tipo de ventaja cultural. A un modus vivendi caracterizado exclusivamente por el trabajo duro y la austeridad extrema, y en el que no hay cabida para lo jocoso, lo informal y lo espontáneo. Algo así como la tesis central de Weber en La ética protestante y el espíritu del capitalismo, pero muy distorsionado y banalizado. Entonces, los espacios públicos de Europa y Norteamérica son como una iglesia o un cuartel, donde todo el mundo, todo el tiempo, está derechito y solemne. Todo lo contrario a la igualmente estereotípica visión de la persona tropical como desordenada, negligente y débil ante las pasiones bajas.

Las reacciones adversas a videos como el de la autoproclamada “Marginal en Nueva York” (un obvio ejercicio de reapropiación lingüística para desestimar a quienes pretenden ofenderla con ese término), vendrían a ser un intento patético de gritar al resto del mundo que, pese a la nacionalidad en común, se deslindan de esas conductas. Que ellos sí entienden cuál es el “problema” con la cultura propia y no lo van a replicar. Por supuesto, semejante actitud denota un complejo de inferioridad bastante triste, pero también una ironía. Al atribuir una carencia de educación a los venezolanos en los videos de marras, lo que terminan demostrando es su propia falta de comprensión sobre el planeta fuera de sus respectivas localidades. En otras palabras, su falta de cultura y de mundo. Porque hay que verle la cara a creer que los neoyorquinos, habitantes de una de las ciudades más diversas y sorprendentes del orbe, se van a inmutar siquiera porque una mujer baile en el Metro. Probablemente eso será lo más normal que verán en todo el día.

En fin, no la tienen nada fácil nuestros paisanos regados por el continente americano. No solo tienen que lidiar con el rechazo de muchos en la población de los países receptores. También con el rechazo, a menudo irracional, de sus propios compatriotas. Justamente de quienes más cabría esperar comprensión y solidaridad. Esperemos que, en ambos flancos, la percepción sobre ellos mejore.

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