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Opinión

El ejemplo alemán

El ejemplo alemán, por Alejandro Armas. Imagen_cartel electoral del estadista alemán Konrad Adenauer, 1957.
Alejandro Armas
01/10/2021
La reafirmación de apoyo a la democracia liberal y la marginación de los extremos por parte de la ciudadanía alemana en las elecciones del domingo es admirable

 

@AAAD25

“Keine experimente!” (“¡Nada de experimentos!”). Hace 64 años, esta proclama estampó por doquier las calles de la República Federal de Alemania. Sobre ella, el rostro de un hombre visiblemente maduro. Había campaña electoral, y el caballero de los afiches era el canciller Konrad Adenauer, invitando a sus conciudadanos a votar por su reelección.

La consiguió, cómodamente. ¿Cómo no lo iba a lograr? Alemania Occidental estaba experimentando un verdadero milagro económico que la catapultaría a la cúspide del desarrollo y la prosperidad entre las naciones europeas. Ello a pesar de que tan solo una década antes el país estaba en ruinas como producto de la Segunda Guerra Mundial. También se había convertido en una democracia modelo, mucho más sólida que la frágil República de Weimar, a pesar de estar rodeada hacia el este por regímenes comunistas hostiles, incluyendo a su propia gemela germana y satélite de la URSS.

Sin duda, el llamado conservador de Adenauer a evitar los experimentos no es muy apasionante. Por naturaleza, a los seres humanos nos excita lo nuevo y lo que no se ha probado. Quienquiera que haya escrito el Génesis tuvo la sagacidad de poner esta curiosidad en nuestra esencia misma, haciéndonos indignos del Edén divino y, por tanto, humanos. Las arrugas y canas del canciller acompañando la advertencia son el complemento gráfico perfecto al texto. A primera vista pudiera parecer aburrido. Fastidioso incluso. Es como si el abuelo nos conminara a abstenernos de las experiencias (palabra que no en balde comparte etimología con “experimentos”) que la juventud reclama.

Pero lo desconocido nos produce algo más, aparte de fascinación: miedo. Justamente porque no sabemos lo que puede salir de la interacción con el misterio, nuestra aproximación es dual. Queremos que nos dé satisfacción pero también tememos que nos haga daño, como si las pulsiones freudianas de Eros y Tánatos nos sacudieran simultáneamente.

A veces el miedo produce el peor tipo de política. La que, en nombre de la supresión de un peligro real o imaginado, termina suprimiendo la libertad y la democracia. Pero a veces el miedo tiene consecuencias positivas en este ámbito. Como cuando se teme perder un progreso o caer en manos de gobiernos nefastos.

No es de cobardes advertir sobre los riesgos de ciertos experimentos políticos.

Aristóteles nos enseñó que la negación virtuosa de la cobardía no es ser temerario, no es no temerle a nada, sino saber administrar el miedo de forma razonable. El miedo nos resguarda de fuerzas destructivas a las que no es necesario exponerse. Es un instinto de conservación de nuestra vida y nuestra felicidad.

Es así como el mensaje de Adenauer en esas elecciones deja de parecernos tedioso y podemos comprender que los alemanes le hicieran caso al abuelito prudente. Tenían mucho que perder si se ponían muy experimentales. Su nación apenas había comenzado a recuperarse de los traumas del Tercer Reich y necesitaba a un líder que mantuviera la senda hacia un futuro prometedor, en vez de volver al pasado horrendo. También un líder que supiera ser firme ante la hostilidad de los vecinos marxistas. Adenauer, en el afiche, representaba ese liderazgo. Alguien que sin ser judío ni miembro de ningún otro grupo “indeseable”, vivió en carne propia la persecución y las mazmorras del nazismo, debido a sus convicciones democráticas. También alguien que tuvo las agallas para no tambalearse cuando desde Berlín Oriental se amenazó con reunificar Alemania bajo la bandera del martillo. Ahora, el señor del afiche se ve como un Marco Aurelio del siglo XX, un mandatario que reúne las virtudes de la sabiduría estoica, incluyendo la templanza para apartarse de experimentos locos.

Hoy es válido decir que el espíritu de Adenauer y su “Keine experimente!” se mantiene vivo entre los teutones. El domingo pasado hubo elecciones en Alemania, que pusieron fin a una era, y al mismo tiempo no lo hicieron. El gran cambio es el retiro de Angela Merkel, quien por 16 años había sido canciller y decidió no buscar la reelección. Se va con un legado imperfecto, como cualquiera, pero que cualquier estadista envidiaría.

Durante su gobierno, Alemania se volvió aun más próspera que lo que era antes y se consolidó como líder de facto de la Europa Continental.

 Aunque Merkel jamás fue una gobernante personalista, la potencia de su liderazgo deja una sensación de vacío ahora que está de salida.

Paradójicamente, la cara conservadora de este fenómeno dual subyace el hecho de que muy probablemente se formará un nuevo gobierno encabezado por otro partido. La Unión Democristiana (CDU), organización que bajo la dirección de Merkel dominó la política alemana por más de década y media, sufrió una fuerte derrota, demostrando así que el prestigio de un mandatario popular no siempre lo heredan sus correligionarios. El hombre de la noche fue Olaf Scholz, candidato del Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD), que fue el más votado, pero lejos de una mayoría absoluta. Hablamos de una república parlamentaria, así que los partidos tendrán que negociar para formar un gobierno de coalición. Scholz es quien está mejor posicionado para hacer tal cosa.

Pero Scholz no es ningún advenedizo. De hecho, ¡es parte del gobierno actual! Es ni más ni menos que el vicecanciller y ministro de Finanzas de Merkel. Desde 2013, la CDU, de centroderecha, y el SPD, de centroizquierda forman un gobierno de coalición. Estos son los dos partidos que han predominado en la República Federal de Alemania desde su fundación en 1949. Todos sus cancilleres vienen de uno o del otro.

En otras palabras, abrirle las puertas a un nuevo gobierno encabezado por Scholz es un espaldarazo al establishment. Es dar un giro, sí. Pero un giro moderado. Los alemanes están satisfechos con todo lo que han logrado como nación desde el fin de la guerra, pasando por la caída del Muro de Berlín hasta llegar a su estatus actual de país entre los más estables y ricos. Así que recompensan al statu quo político con continuidad.

Aparte del SPD, los que aumentaron su número de curules en el Bundestag fueron el Partido Libre Democrático, de tendencia liberal clásica, y los Verdes ecologistas. Ellos pudieran ser los socios de Scholz en una coalición gobernante. Ya lo fueron en gobiernos anteriores. De nuevo, nada de outsiders. Nada de experimentos.

En cambio, los partidos radicales vieron sus cifras caer. Alternativa para Alemania, organización ultraconservadora e intolerante, perdió escaños luego de una irrupción sorprendente en el parlamento en 2017. Peor suerte aun tuvo Die Linke, que amalgama a la izquierda posmoderna y populista bajo la engañosa rúbrica de “socialismo democrático”.

La reafirmación de apoyo a la democracia liberal y la marginación de los extremos por parte de la ciudadanía alemana es admirable. Ocurre en un contexto en el que fenómenos de vocación autoritaria se las ingenian para tomar el poder, bien sea en solitario, como Donald Trump en Estados Unidos, o en alianza con elementos moderados que vergonzosamente se asocian como ellos, como Podemos en España, de la mano del PSOE.

Solo puedo esperar que más países sigan el ejemplo alemán. Si los experimentos van contra el orden democrático, pues repitamos la consigna de Adenauer: Keine Experimente!

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