Nobleza que asiste - Runrun
Samuel González-Seijas Abr 09, 2021 | Actualizado hace 1 mes
Nobleza que asiste

@lectordepaso

En el nuevo encierro, lo que le queda es salir a comprar al kiosco improvisado de la esquina. Aunque era en principio casi un tugurio de ventas rápidas (harina, refrescos, cigarrillos, enlatados) ya hoy muestra una estructura más sólida, con más forma. Entonces, va allí por algo que lo saque unos minutos de los resabidos metros cuadrados donde vive.

Para acercarse debe cruzar la avenida principal y bordear una estación de gasolina. Como sale de noche, siempre está cerrada, como todo lo demás. La excepción es la bodeguita.

Aún pasan vehículos, pocos. Lo distrae verlos porque le hacen volver a sentir la frecuencia de un ritmo. Pasan y siguen los carros, moviendo el aire y dejando ese sonido de lejanía que suelen hacer. Le gusta esa paradoja de sonido y silencio en un solo movimiento.

Una vez en la ventana del local, que es una adaptación típica de los que montan un negocio donde pueden, pasea la mirada por las pocas cosas que hay, siempre como si no las hubiera visto. Entonces vuelve a preguntar por esto o por lo otro. Le gusta la iluminación discreta.

Hay unos cachorros de perro debajo de una mesa, al fondo, cerca de una nevera.

La muchacha que atiende o su padre, que trabaja con ella, se levantan y ya entienden qué va a pedir porque en verdad no hay mucho qué escoger. Lo sirven con amabilidad, con una confianza que se ha tejido sola, al acaso de las visitas y las charlas de ocasión.

Lleva una bolsa grande, sobre todo para regresar más cómodo. Pero esta vez no pide nada de lo usual y se permite repasar los rústicos anaqueles a ver si el azar le susurra otra cosa.

Entonces recuerda que fumaba. No cigarrillos sino tabacos. Le vuelve el sabor como una experiencia cercana. Pregunta si tienen, porque antes ha llevado.

La muchacha le da la espalda y levanta ambos brazos para coger un par de cajas de una repisa alta.

La chica es esbelta aunque no bella especialmente. Tiene hombros redondos y una piel propia de su edad. Viste de franela y leggins. Una vestimenta cómoda y barata. Usa lentes y parece inteligente. No se distrae con ella más allá de eso.

Ya tiene las cajas en frente. Compra al detalle. Paga y trata de prolongar el gesto de girar para regresar a su edificio.

En el lobby de entrada, y aprovechando la luz, decide mirar los tabacos a ver cuál marca le han vendido. No reconoce la vitola pero se fija que lleva estampada la efigie de un caballero, ataviado con elegancia, como un señor renacentista, tal vez un Sforza o un Pazzi o un Medici. Sí, aunque la estampa no es de calidad, se puede ver la categoría noble del personaje.

Debajo, en letras rojizas, dice «El duque», y eso le alegra la salida porque sabe que vivirá una aventura imaginaria mientras el fuego consuma las apretadas hojas, mientras el humo se extienda por el apartamento. Viajará, verá lugares no vistos y escuchará voces en otros idiomas.

Tal vez, toda esa nimiedad le haga merecedor de una vida más alta, invisible pero concreta… Y dormirá tranquilo.

Kiosko de medianoche

Kiosko de medianoche

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