Kiosko de medianoche - Runrun
Samuel González-Seijas May 14, 2020 | Actualizado hace 3 semanas
Kiosko de medianoche

@lectordepaso 

La noche hecha de nudos, caótica, pesada, aquella de la normalidad febril de siempre, se abre ahora liviana sobre la ciudad. No deja de ser por ello menos noche, no deja de albergar sus animales ni sus sonidos abruptos y, en estos meses de retiro, su silencio atronador. Sin embargo, la detención general de la vida la ha relajado como si fuese un cuerpo en trance. Está viva, pero a veces no se le siente.

La calle larga que cruza un lateral de mi edificio, al suroeste de la capital, sube desde la orilla de El Guaire y la autopista para terminar abrupta en una vieja fábrica de cartones Smurfit Kappa que solía tener actividad hasta años recientes. Los alrededores están poblados por indigentes que recogen papel, desperdicios, cartones, escombros. A ellos la noche no los inquieta porque siempre ha sido su elemento natural, su medio acuoso, su útero.

Para los demás mortales, insomnes como yo, ella es una dimensión incierta, de volúmenes cambiantes, de raras temperaturas, caprichosa peregrina que se hace temer muchas veces.

Con esta idea dándome vueltas, me di cuenta de que en esa calle larga y bajo estas noches de silencioso vacío, un kiosko de venta de comida y chucherías permanece abierto. Una sola luz sale de su fachada, blanca y fría, como esas de hospital a esas horas. Visto desde donde yo lo veo, a diez pisos sobre el suelo, el kiosko adquiere la estampa de un encuadre de cine negro. El asfalto, la esquina, el poste, son elementos usuales en un film clásico. Tiene mucho de bello conocido, sobre todo mucho de inquietante.

El kiosko «Buen provecho» que así se llama (de día he curioseado si tenía algún cartel, y eso fue lo que vi) alberga visitantes esporádicos que, a esa altura de la madrugada, y hablo de pasadas las 2 a. m., se detienen por un cigarro o algún refresco. Y los que hacen la visita son casi siempre policías. Esos mismos que han paseado la avenida con luces cocteleras y sus parlantes recomendando y advirtiendo que no se puede salir. Policías que se acercan, con sus vehículos a veces encendidos, a conversar quién sabe de qué temas, pero que por la gesticulación de sus cuerpos se intuye que la trama es la misma: nombres, persecuciones, alijos, rumores, órdenes, billeteras, montos, mujeres. Se ven de cuando en cuando la silueta de una culata o la punta de una pistola.

Los tipos duros de este film fuman a caladas sostenidas como si en vez de aspirar por placer se estuvieran asfixiando. Todos esos cigarros son como luciérnagas que se queman al vuelo. No hay risas, de hecho, las voces se oyen apagadas como si hablaran detrás de algo, como si una bolsa les cubriera la cara.

Pasado el tiempo se retiran. El kiosko vuelve a ser el mismo, con su luz de pasillo y su ventana muda. Me pregunto si estas vidas nocturnas, estas actividades fuera de tiempo son las que serán para los años que se avecinan. También sé que por lo general ha sido así, las zonas del gran oeste caraqueño tienen sus propios climas, sus estaciones, sus tránsitos. Vivo en una dimensión con sus reglas no escritas, donde manda una manera peculiar de ser social, donde no entra el orden ni se impone del todo lo razonable, donde además hay mucho miedo, más de lo que la otra parte de la ciudad estaría dispuesto a creer que hay.

 

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