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Diego Arroyo Gil

Juan Pablo Dos Santos: “Perdí las piernas, pero no la sonrisa”
Con más de medio millón de seguidores en Instagram, Juan Pablo Dos Santos (@juanpablo2santos) es un atleta de la voluntad. Tras sufrir un accidente de tránsito aparatoso en 2019 que casi acaba con su vida, hoy es modelo publicitario y dirige una fundación que ayuda a personas que, como él, han sido amputadas

@diegoarroyogil

 

En 2016, cuando tenía 17 años, en pleno juego, se fracturó la rodilla derecha. Trasladado a la clínica, le daba golpes a las paredes porque no podía creer que su sueño de convertirse en un futbolista profesional se viera truncado por el percance. Tres años después, en septiembre de 2019, ya alejado del fútbol como único objetivo pero con una vida igualmente activa como amante de los deportes y como estudiante universitario, Juan Pablo Dos Santos tuvo un accidente de tránsito y perdió las dos piernas.

Ahora está aquí, 2021, sentado a la mesa de una cafetería, en Caracas. Alza la vista y se levanta para saludar. Le cuesta un poco, pero es ágil. Qué alto. Debe medir, al ojo, un metro ochenta y pico, pero él se apresura en aclarar que mide un metro noventa y que antes era aún más alto: “Perdí dos centímetros por las prótesis”, dice. Las prótesis: un par de aparatos que se articulan como sendas piernas mecánicas que le permiten erguirse y andar.

–¿Te duele?

–¿Qué cosa?

–Usar las prótesis.

–A veces. Cada prótesis encaja en lo que me quedó de cada pierna y los muñones sudan, se irritan, se maltratan.

–¿Cuánto te quedó de cada pierna?

–De la izquierda solo ocho centímetros. De la derecha tengo la rodilla y siete centímetros más. Yo antes llamaba a la rodilla derecha “la rodilla mala”, porque cuando tenía 17 años me la fracturé jugando fútbol. Mira… –Lleva short y se da una palmada justo donde calza la prótesis con la rodilla derecha.

–Ya no es tan mala, ¿no?

–No –se ríe–. Ahora es la buena porque es la única que tengo. Si no tuviera esta rodilla me sería muchísimo más difícil caminar. Si además tuviera la izquierda, te aseguro que estaría haciendo el maratón de Nueva York.

Juan Pablo nació el 14 de junio de 1999. Cuando Teresa, su madre, estaba en el sexto mes de embarazo, a su esposo, el padre de Juan, le dio una meningitis y falleció de un día para el otro. Antes había nacido Moisés, el hermano mayor. Juan Pablo creció con él y con su madre, quien además de encargarse de los hijos siguió adelante con el negocio que había dejado su marido: una venta de pescado al mayor. No hay persona en el mundo a la que Juan Pablo quiera más que a su madre, y por eso cuando habla de sus miedos asegura que su mayor miedo es perderla.

–Mi mayor miedo es perder a mi madre, y el segundo, pues no poder salir corriendo. –Se alza de hombros y hace un gesto con la cara que sugiere que bromea sobre sí mismo. Explica–: Imagínate que ahorita hubiera un incendio en esta cafetería. Tendríamos que salir corriendo y yo no podría. Las prótesis me permiten caminar, pero no puedo correr. A la gente le da risa la manera como lo digo, pero es verdad.

–Eres una persona con buen sentido del humor.

–Es que perdí las piernas, no la sonrisa. Aunque, más que buen humor, soy muy burlista: me burlo de los demás y de mí mismo. Un día, en la clínica, un enfermero no entendió un comentario mío y sin querer lo hice llorar. 

–¿Qué le dijiste?

–Yo ya estaba amputado y él estaba tratando de agarrarme una vía en el cuello porque tenía el cuerpo lleno de agujas. Como uno no está acostumbrado a eso, me explicó que a veces hay que agarrar vías “hasta en los pies”. Yo le dije: “¿Y en cuál de los dos pies podrías agarrarme una vía a mí?”. Él se impresionó y salió de la habitación para llorar en el pasillo. Mi mamá lo fue a buscar y le explicó que era un chiste, que yo sabía que él no había dicho eso con mala intención. Me dio un poco de pena y me disculpé.

–¿Cuántos días habían pasado desde la amputación?

–No me acuerdo, pero yo empecé a reírme otra vez como una semana o diez días después del accidente. 

El accidente: la noche del 7 de septiembre de 2019, Juan Pablo fue a casa de Cristina, su novia, para la celebración del cumpleaños de su suegra. La suegra cumple ese día y su esposo, el suegro, al día siguiente, de manera que todos los años suelen empatar un cumpleaños con el otro. Era sábado y el sábado dio entrada al domingo. Pasada la una de la mañana, Juan Pablo, su novia y su cuñado se despiden de la familia y se marchan a otro sitio para encontrarse con unos amigos. Van en un mismo carro, un Volkswagen Fox que es propiedad de Juan Pablo, quien conduce. Cristina va de copiloto y Gabriele, el cuñado, va en el asiento de atrás. Han salido de la urbanización Miranda, en el este de Caracas, y el Volkswagen Fox se ha incorporado a la autopista Francisco Fajardo. Unos minutos más tarde, a la altura de otra urbanización, La Urbina, Cristina se percata de que hay tres motorizados merodeando a baja velocidad en un tramo oscuro de la vía. “Cuidado”, alerta. Juan Pablo, temeroso de que los motorizados le estén tendiendo una trampa para obligarlo a bajar la marcha y asaltarlos, se pasa del canal del medio al canal rápido para esquivar a uno de los motorizados, pero en el canal rápido se encuentra con otro. En momentos de urgencia el pensamiento se embota y el cuerpo es puro instinto. La reacción de Juan Pablo es tratar de esquivar también al segundo motorizado, pero la maniobra que ensaya le hace perder el control del carro, que se lleva por delante la defensa de la autopista y comienza a dar vueltas como un tobo que cae por un barranco, pero en terreno horizontal.

–Yo nunca vi una pistola ni oí un “¡Párate!”, y hasta hoy no sé si nos querían robar o no. Tres días después, cuando me desperté en la clínica y me vi sin piernas, una de las primeras cosas que pregunté, desesperado, era cómo estaban Cristina, Gabriele y los motorizados. Si yo estaba en esa situación, me preocupaba haber matado a alguien.

Pero no: nadie murió a raíz del accidente. Los motorizados se perdieron en la noche, como murciélagos. Y Cristina y Gabriele quedaron ilesos. Gracias a ellos Juan Pablo está vivo. Cuando el Volkswagen Fox dejó de dar vueltas, la novia y el cuñado lograron salir de él como dos milagros y, haciendo un gran esfuerzo, sacaron a Juan de la maraña metálica que lo había envuelto a medias. Mientras Cristina llamaba a sus padres para pedir ayuda, Gabriele se quitó la correa y la camisa y le hizo a Juan un torniquete en las piernas para evitar que se desangrara. Las piernas: el colapso. La pierna derecha, de la rodilla para abajo, fue amputada por la defensa de la autopista durante el impacto. A la izquierda tendrán que amputarla luego los médicos, ante el escenario prácticamente imposible de conservarla sin poner en riesgo la supervivencia de Juan Pablo.

–Mis suegros llegaron rápido, porque estábamos cerca de su casa, y me llevaron a la Clínica Metropolitana. Me acuerdo de que en el camino mi cuñado me daba cachetadas para que no me quedara dormido. Yo le decía que me dejara tranquilo, que tenía mucho sueño. Ya en la clínica sé que yo mismo me quité el reloj y que hablé un poco con la enfermera. Después de eso, no supe más nada.

–¿Pensaste en la muerte?

–No, y tampoco me di cuenta de que ya había perdido la pierna derecha. Pasé ese día muy grave y el martes me amputaron la izquierda. Mi mamá tuvo que tomar la decisión. Los médicos le explicaron que de seguir intentando salvar esa pierna, que de todos modos iba a quedar inservible, me podía morir. Y entre la pierna y mi vida, mi mamá escogió mi vida.

Juan Pablo cuenta esto sin que se le asome ni una sola lágrima. Habla sereno y con un orgullo evidente ante la determinación y la fortaleza de su madre, que si ya lo había traído al mundo una vez ahora se aseguraba de que regresara a él a toda costa.

–El mayor temor de mi mamá era que cuando yo me despertara estuviera solo.

–¿Y eso fue lo que pasó?

–Sí, me desperté el miércoles, en terapia intensiva, a las tres de la mañana, solo.

–¿Y…?

–No hizo falta ni que levantara la cobija, me di cuenta de inmediato. Y llamé a la enfermera para que buscara a mi mamá, pero la enfermera me dijo que había que esperar hasta las seis. Fueron las tres horas más horribles de mi vida. Me vinieron a la cabeza unas palabras que mi hermano me había dicho cuando yo estaba inconsciente, pero las recordaba: “No te preocupes, Juan, todo está bien”. Me dio una arrechera. “¡Cómo coño es que todo está bien si no tengo piernas!”. Lloré y empecé a pelear con Dios. Le decía: “¡Pero por qué a mí, si yo soy una buena persona, si yo soy un buen muchacho, si yo soy trabajador, si yo ayudo a mi mamá, si hay tanta gente que sale a la calle para hacer el mal, por qué a mí!”. Y con la rabia estaba la preocupación por Cristina, Gabriele y los motorizados. A las seis, entró mi mamá. Nos abrazamos y lloramos juntos. Yo lloraba como un bebé.

–¿Cuántos días estuviste en la clínica?

–Cuarenta. Al principio estaba abrumado. Soñaba una y otra vez con el accidente. Soñaba que todo volvía a pasar. Pero también hubo algo… y es que aun estando despierto, si cerraba los ojos sentía que había una silueta flotando encima de mí. Yo pensé: “Debe ser mi papá, que está aquí conmigo y no quiere que me vaya”. Para mí nunca ha sido un trauma no haber conocido a mi papá, porque cuando nací él ya se había muerto, pero lo más lógico es pensar que esa silueta que me acompañaba era él, quién más.

Juan Pablo se levanta para contestar una llamada y camina por la cafetería mientras conversa. La gente se voltea para mirarlo. Él ni cuenta se da. Vuelve, se sienta.

–¿Te incomoda que te miren?

–¿Quién?

–La gente.

–Ah no, para nada. Es normal. Yo haría lo mismo. No todos los días uno se encuentra con una persona amputada de las dos piernas.

Pero a Juan Pablo no solo lo miran por eso. Además tiene el aire de un David: del David de Miguel Ángel. No contento con ser alto, lleva rostro, porte y figura. Tras el accidente ganó peso y, luego de obtener las prótesis, decidió ponerse en forma. Dos pisos más arriba de la cafetería está el gimnasio donde entrena. Lo asiste un instructor que lo ha ayudado a labrarse un cuerpo griego –“un medio cuerpo”, repone él– que incluso le ha permitido participar en un certamen de belleza, en una competencia de fisicoculturismo y ser contratado como talento publicitario. Pero su meta no es ser ni míster ni modelo.

–¿Cuál es tu meta?

–Retarme, romper mis propias barreras y demostrar que no hay límites. Lo único imposible es lo que no te atreves a intentar. En la medida en que yo pueda ser un ejemplo puedo motivar a los demás. Eso es lo único que me interesa. Un día dejé de preguntarme “por qué” me había pasado lo que me había pasado y empecé a preguntarme “para qué”. Ese día todo cambió para mí.

–¿Qué pasó ese día?

–Que vi un video de Daniel Habif, el motivador, y fue como si se me ordenara el ajedrez de la cabeza, mi mente hizo clic. Yo había llegado al egoísmo de preguntarme por qué había perdido las dos piernas cuando ni a mi cuñado ni a mi novia les había pasado nada.

–Siguen juntos Cristina y tú.

–Sí, y eso que se lo advertí. Ya amputado le dije: “Mi amor, el Juan Pablo del que tú te enamoraste ahora es otro, así que yo comprendo si no quieres seguir”. Y Cristina, que es una mujer espectacular, me contestó que se quedaba conmigo.

–Has dicho en alguna parte que ahora eres más feliz que antes del accidente.

–Es verdad. Hoy tengo un propósito en la vida. Antes no estaba tan claro. Tampoco es que estaba perdido, yo estudiaba y trabajaba, todavía estudio, me falta poco para graduarme como administrador en la Universidad Nueva Esparta, pero ahora tengo un foco. Yo quiero retribuirle a la vida lo que me ha dado, ayudar a otros como otros me han ayudado a mí. Los gastos de la clínica, que fueron 117 mil dólares, los pagamos gracias al apoyo de la gente, y las prótesis me las donó una persona que todavía no sé quién es. Esa persona supo de mi caso por un story que publicó Luis Olavarrieta en Instagram, lo contactó a él y le pidió que sirviera de intermediario, porque no quería que nadie supiera su nombre, solo quería colaborar. Le dijo a Luis que me preguntara a qué clínica del mundo quería ir a comprar las prótesis y a hacer el tratamiento para volver a caminar.

–¿No te da curiosidad saber quién es esa persona?

–Durante un tiempo estuve obsesionado, pero ya no. ¿Sabes lo arrecho que es donarle a alguien unas piernas, ayudarlo a que camine otra vez y no esperar nada a cambio, ni las gracias, ni un abrazo? Para mí ha sido una gran lección.

Exhaustiva pesquisa mediante, Juan Pablo escogió ir al IPO, al Instituto de Prótese e Órtese, en Brasil, donde, a lo largo de casi tres meses, de diciembre de 2019 a febrero de 2020, el doctor Fabrício Daniel lo irguió y lo hizo alto y caminante otra vez. El donante pagó los pasajes y la estadía de Juan Pablo y de su mamá, y todos los gastos médicos.

–El 11 de diciembre fue la primera consulta –recuerda Juan–, el 12 me hicieron el encaje de las prótesis y el 13, agarrado de unas barandas, caminé. El doctor Fabrício me dijo: “En todo el tiempo que tengo como médico, nunca había conocido a nadie con una determinación como la tuya, te felicito”. Después vino lo duro: aprender a caminar solo, sin apoyo. Yo le mentaba la madre al doctor, porque me dolía, pero lo logré.

 

Hoy en día, Juan Pablo Dos Santos da pasos en firme como director de una fundación que lleva su nombre: @fundacionjuanpablo2santos en su cuenta en Instagram. A mediados de 2020, Juan conoció la historia de Edwin Chacón, un chiquillo cumanense de 10 años de edad a quien tuvieron que amputarle ambas piernas cuando apenas contaba ocho meses de nacido, por una bacteria. La familia de Edwin no había tenido, hasta entonces, la posibilidad de sufragar el costo del tratamiento: la adquisición de las prótesis y el proceso de habilitación motriz. Pero resulta que Juan Pablo publicó un story en Instagram, alguien se comunicó con él y le pidió que sirviera de intermediario para que Edwin Chacón volviera a caminar… Con una condición: que nadie supiera quién era el donante, que ni Edwin ni su familia ni nadie supieran nunca cuál es la identidad del donante. A este respecto, Juan Pablo no suelta la menor prenda. Mantiene el secreto en caja fuerte. Dice:

–A mí me estaba pasando con Edwin lo que a Luis Olavarrieta le había pasado conmigo.

–Como si fueran cosas de Dios.

–Tal cual, y yo pensé: “Esto hay que hacerlo más serio”, y decidí crear la fundación. Porque las redes sociales son buenísimas, un story puede cambiar una vida, pero una fundación es mucho mejor: hay un objetivo preciso y puedes reunir esfuerzos. Ya Edwin tiene sus prótesis y cada vez camina mejor. Es un guerrero ese chamo.

Juan Pablo sonríe y se queda como a la espera de saber si hay más preguntas. No da la impresión de estar apurado; por el contrario, da la impresión de tener todo el tiempo por delante, pero le echa un vistazo al reloj. Es obvio que tiene agenda, y está convencido, porque lo ha dicho en otras entrevistas, que “hoy estás vivo, pero mañana quién sabe”.

–Una última duda y terminamos: ¿tú ya no lloras nunca?

–Depende. El otro día me desperté en la noche y me puse a llorar. Pero no por lo que me pasó a mí. Es que me pongo ansioso porque quiero lograr todo muy rápido.

–¿Qué es todo?

–Hacer hasta lo imposible para que otras personas amputadas logren sus sueños.

 

 

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Helena Ibarra: “Tú le sirves a un francés una buena yuca venezolana y se desmaya”

Helena Ibarra nació en Caracas, pero vivió buena parte de su niñez y de su adolescencia en Francia, donde fue alumna de Gérard Vié, un chef con estrellas Michelin, la máxima distinción posible en la cocina mundial. Tras regresar a Venezuela por decisión propia, Helena se labró un nombre que hoy en día es referencial para la gastronomía criolla: fue cocinera privada de grandes figuras de la sociedad y regentó restaurantes que elevó al tope de los topes, como Palms, en el Hotel Altamira Suites. Tiene una hija, Samantha Dagnino, de su matrimonio con Pablo Dagnino, vocalista del grupo de rock Sentimiento Muerto, del cual Helena fue mánager, pero esa es otra historia… A modo de bocadillo, esta entrevista indaga en el origen de una chef que dice que su próxima meta es conseguir una estrella Michelin para Venezuela. Una chef que, la verdad, merecería un libro entero en el cual dejar registro de una historia y de una personalidad que, a fuerza de novelescas, hacen que Helena Ibarra sea una mujer que no pasa nunca desapercibida.

 

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–Cuando yo nací, mi madre no me dio pecho porque en aquella época eso era mal visto, pero como era una extraordinaria cocinera, comenzó dándome teteros de leche y de ahí pasó a la bouillabaise licuada, una sopa de pescado. Mi mamá consideraba que había que dar el golpe desde que uno nace: quería que hiciera estómago y que tuviera sabores. Dicen que la gente iba a verme en la cuna mientras comía porque yo gemía. 

–¿Cómo que gemía?

Helena Ibarra suelta una carcajada que se oye a cuatro cuadras, como todas las suyas, y de inmediato ensaya una escena de actriz cómica imbatible:

–¡Sí! Hacía “¡UMMM, UMMM!” –gime.

–¿Tan chiquita?

–No te digo, pues… ¡Recién nacida! 

–Usted nació el 28 de octu…

–¡Ya va! –interrumpe–, que yo ya estoy como Elizabeth Taylor: prefiero que no se sepa mi año de nacimiento. Hasta lo mandé a borrar de mi página web: helenaibarra.com. Antes siempre decía la fecha completa porque me sentía orgullosísima de ser joven. Ahora tendré que ganar bastante plata para ponerme el botox parejo.

–Pero si está perfecta.

–Y eso que jamás me he hecho nada, porque lo que tengo es para mantener este palacio y para llenar la nevera. –Con “este palacio” se refiere al apartamento donde vive, un amplio y luminoso penthouse de un edificio al noreste de Caracas que se alza en las faldas del Ávila como un árbol de cemento desde cuya cima se ve la ciudad casi completa. El apartamento era de su padre, el escritor y diplomático Vicente Ibarra, ya fallecido, miembro de una familia de prosapia colonial en Venezuela.

–Ha mencionado a su madre como buena cocinera, pero he leído que su primera influencia en la cocina fue su abuela paterna.

–Sí. María Luisa Casanova de Ibarra.

–Un prejuicio me hacía creer que las señoras de la alta sociedad no cocinan.

–Mi abuela sabía cocinar, pero tenía una cocinera. Todas las mañanas, cuando se despertaba, con aquel casco de pelo plateado que tenía, levantaba el teléfono y decía: “Rosa, venga para acá”, y llegaba Rosa, la cocinera, y se sentaba con ella para que hablaran sobre lo que se iba a comer ese día en la casa. Mi abuela y mi mamá me enseñaron a comer. Me enseñaron a tener un paladar que habría que asegurar como el culo de Jennifer López, perdón por la palabra. Tú puedes decir: “No me gusta cómo cocina Helena Ibarra, no me gusta cómo presenta los platos”, lo que tú quieras, pero es imposible negar lo que yo detecto con esta lengua. –De repente, agrega–: Mi abuela era maravillosa, pero también malísima, ¡terrible! Si mi abuelo quería que le sirvieran más arroz del que le habían servido, ella no lo permitía.

–¿Y eso por qué?

–Porque mi abuelo le había montado los cuernos con una bailarina rusa. Entonces mi abuelo, en la mesa, decía: “Más arroz”, y salía mi abuela: “El-señor-no-quiere-más-arroz”. Por eso cuando a mí me nombran a una bailarina yo me estreso. Pienso: “¡Ahí viene el peligro!”. ¡Les tengo pavor! Yo soy difícil no por cualquier cosa, sino porque vengo de una familia muy exigente y muy severa. Soy la última de una familia en la que ha habido rectores de universidad, arzobispos de Caracas, edecanes y primos de Bolívar. Llevo una carga histórica muy brava, y como me decía un amigo en estos días: “Tú no te permites la posibilidad de no destacar”. Lo cual, en ciertos momentos, me ha llevado a un desbordamiento. De pequeña, mi papá me corregía las comas y yo, para rebelarme, hacía escritura automática y no ponía las comas. Hace poco estaba conversando con Samantha –su hija, actriz y cantante residenciada en Nueva York– sobre la inseguridad que le da a uno el hecho de no ejercer el afecto. A mí mi padre no me acariciaba ni por error, y mi madre era una comandanta ante la que uno sentía que tenía que erguirse. Eso hace que uno se desconecte de la conciencia del cuerpo, de la gestualidad, de esa energía que fluye con el baile. A mí me ponían la mano en la cintura para bailar y la tensión nerviosa era impresionante. –Helena disminuye ligeramente el tono de voz para hacer una salvedad graciosa–: En el ámbito íntimo es muy distinto todo, obvio. –Prosigue–: Por eso ahora tengo un profesor de Tai Chi, para mejorar la canalización de la energía, y me ha ayudado mucho. El vigilante del edificio me ve y me dice: “¡Pero usted está muy feliz!”, y es verdad. Muevo los brazos con soltura, cada vez siento menos los pesos muertos.

Yo soy difícil no por cualquier cosa, sino porque vengo de una familia muy exigente y muy severa.

–El Tai Chi le permite trabajar asuntos que arrastra desde hace mucho.

–Sí, y además es favorable para el temblor esencial, que es una cosa mía de nacimiento.

En efecto, Helena tiembla. La medicina explica el “temblor esencial”, que así se llama técnicamente, como un trastorno de movimiento que afecta las manos y a veces otras partes del cuerpo. A simple vista parece Párkinson, pero no lo es: el temblor esencial no compromete el funcionamiento normal del organismo. Dificulta, por ejemplo, para escribir con una letra limpia, recta, sin saltos. Cosas por el estilo. Helena se levanta de la silla y va hacia las habitaciones de su casa mientras dice que está yendo a buscar un cuaderno de cuando era estudiante. Cuando vuelve, abre el cuaderno y aparece una escritura pulcra, geométrica, sin el menor rastro que indique que quien la ejecutó pudiera tener, ni de lejos, una mano vacilante, mucho menos las dos.

–Pero si parece escritura cuneiforme. Es muy bella.

–Así tomaba yo mis notas de clase. Afincaba tanto sobre la hoja al escribir que dejaba las marcas en las cuatro páginas siguientes.

–Para controlar el temblor.

–Para que la letra me quedara derechita. Imagínate lo que es para mí hacer un plato con esta tembladera. Pero por otro lado eso me permite ser perfecta sistematizando procesos en la cocina, porque puedo pensar rápidamente en varias cosas al mismo tiempo.

–Volviendo a sus influencias, ¿cómo conoció usted a Gérard Vié, su maestro?

–Lo conocí el día que mi padre me llevó a comer por primera vez en Le Potager du Roy, el restaurante que tuvo Gérard antes de Les Trois Marches. Yo tenía diez y pico de años, era una muchachita. Mi padre ya se había divorciado de mi madre y fui con él y con mi madrastra, Diane Gaye, una mujer altísima, delgada y pelo rubio que había sido modelo de Jacques Griffe, el diseñador. En cierto momento de la cena, yo, que puedo ser tímida para muchas cosas pero no para la comida, pedí que llamaran al chef. Llegó Gérard y le dije lo estupenda que le había quedado la terrine, que su terrine era una obra de arquitectura, que qué maravilla cómo estallaba el tomate en la boca y no sé cuántas cosas más. Él miraba para abajo y solo daba las gracias. Estaba como asombrado, porque en Francia a los restaurantes la gente lleva a los perros, pero no a los niños. Esa noche, cuando regresé a casa de mi madre, que también vivía en París, le conté lo bien que habíamos comido, y como ella competía con mi padre, se antojó de que al día siguiente fuéramos a comer al restaurante de Gérard. Fuimos, Gérard se enteró de que yo había vuelto y, a la hora del postre, salió a servirnos unas peras al vino. Las probé y le comenté: “¿No encuentra usted que se pasó un poquito de mantequilla?”. ¡Ah –grita Helena–, ese hombre se puso…! “¡Yo sabía, yo sabía que me había equivocado con la mantequilla!”.

Helena Ibarra

–Y ahí fue el flechazo.

–¡No, no, espérate! Un par de años después, siendo mi padre embajador de Venezuela en Bélgica, debía ir a París para encontrarse con el presidente Caldera, que estaba de gira. Y papá me pregunta: “Helena, ¿adónde llevamos a comer a Caldera?”. Y yo le digo: “¿Dónde más? A Les Trois Marches, el nuevo restaurante de Gérard Vié”. Oh sorpresa, aquella noche Gérard no estaba y la comida fue un desastre. El pescado estaba malo, el conejo estaba seco… ¡Yo me puse como una fiera turca!, y contra la voluntad de mi padre, que me pedía que me quedara tranquila, le escribí a Gérard una carta horrorosa y se la mandé al restaurante. A la semana, me respondió: “Señorita Helena Ibarra, la invito a que almuerce conmigo tal día”. Desde luego, fui, y Gérard me dijo: “Mire, yo guardo una carta que Yves Saint Laurent me escribió una vez criticando mi comida. ¡Quiero que sepa que la de usted es peor! Usted no se va a salvar de ser cocinera. La invito a formarse en mi restaurante”.

–Y usted aceptó al invitación.

–No, yo me eché a reír y dejé eso así. Pero un tiempo después, mientras estudiaba Ecología en la Universidad de Tours, una ciudad muy bella de Francia, llena de palacios, tuve un accidente de tránsito muy fuerte, y en vez de irme para el psiquiatra para recuperarme de aquel susto, me fui a trabajar con Gérard. Yo nunca había estudiado nada de cocina, pero cocinaba muy bien, por lo cual mi papá me hacía que le preparara las grandes cenas de la embajada de Venezuela en Bélgica, adonde yo me iba en tren desde Tours cuando era necesario. Parecía la esclava Isaura.

–¿Cuánto tiempo trabajó con Vié?

–Como seis meses. Y cuando terminé la pasantía, me regresé a Venezuela, de donde me había ido a los cuatro años, aunque pasaba temporadas más o menos largas en Caracas.

–¿Por qué no se quedó en Francia?

–Yo llegué a pensar en montar un restaurante en París con el apoyo de Gérard y de mi familia, pero me di cuenta de que lo que realmente quería era volver a las calidades venezolanas, a los sabores de mi país, a lo que llevo en la sangre: la parchita, la batata rosada, la yuca. Llegué a Caracas y me dediqué a hacer catering para reuniones de no más de 12 personas. No tenía la habilidad para negociar inversiones yo solita, y además era mujer. Aquí todavía no había la tradición de ver a la mujer como una cocinera de verdad, nos veían como “cachifas”. Pero a mí los retos no me paralizan. Trabajé casi fijo para Oscar García Mendoza, el banquero, y sobre todo para Alfredo Boulton. E hice cenas para Alejandro Otero, para Arturo Uslar Pietri, para Carolina Herrera, para Marisol Escobar, para Gustavo Cisneros, para Guy Meliet, para Lorenzo Mendoza. A Carlos Cruz-Diez le inventé un plato que llamé “Las persianas del mar”, inspirado en el cinetismo. Era una vieira del Japón con una joulé de pescado y juliana de vegetales. El maestro Cruz-Diez me dijo una belleza que nunca olvido: “Es la primera vez que yo como pintura”.

No tenía la habilidad para negociar inversiones yo solita, y además era mujer.

–Usted ha asegurado que tiene la estructura de la gastronomía francesa y la dignidad de las calidades criollas, ¿qué significa eso?

–La gastronomía francesa inventó el orden, la metodología en la cocina. Los franceses pusieron en claro las ideas primarias y secundarias, las bases de las preparaciones. Yo parto de allí gracias a Gérard y a todos los demás chefs franceses a cuyos restaurantes fui con mi padre, a muchos de los cuales conocí, con quienes hablé y de los que me hice y soy amiga. ¡Por cierto! –exclama Helena–, todos los periodistas dicen que yo estudié con Joël Robuchon, a quien admiro, pero eso no es verdad, por favor, lo he desmentido un millón de veces. –Hecha la aclaratoria, continúa–: El gran regalo que me ofreció la vida para mi formación fue que mi padre me llevara adonde esos grandes chefs para que yo viera, probara y reprodujera. Nadie inventa nada, ni en arte ni en cocina. Uno simplemente propone nuevas asociaciones o recompone. Eso es lo que yo hago, a partir de la tradición francesa, con las calidades venezolanas.

–¿Cuál diría usted que es el aporte del sabor criollo a la cocina mundial?

–Un nivel de calidades y de perfumes que ninguno de nosotros está dispuesto todavía a reconocer. El venezolano no se da cuenta de la maravilla de la yuca que aquí se pone como acompañante del pollo en brasa, por ejemplo. Tú le sirves a un francés una buena yuca venezolana y se desmaya. Esa yuca es de un nivel de sutileza que nadie se imagina. Es una yuca que se entrega, que no opone fibra ni dureza. ¿Y las batatas? ¡En Venezuela las batatas son para morirse! ¿Y las papas? En Mérida hay 80 tipos de papa, ¡80! Yo reto a cualquier chef de este país a que lleve a sus alumnos a ordenar esas papas según su tipo. Chef es una persona que es capaz de definir los usos de mercado de los productos. Es el que dice: “Con esta papa se puede hacer esto, y con esta se puede hacer esto otro”, y así.

Tú le sirves a un francés una buena yuca venezolana y se desmaya. Esa yuca es de un nivel de sutileza que nadie se imagina. Es una yuca que se entrega, que no opone fibra ni dureza.

–¿En qué momento usted se convirtió en una chef de ley, digamos así?

–Cuando dirigí mis restaurantes, sobre todo Palms, porque el Altamira Suites era un hotel cinco estrellas y Palms tenía que funcionar perfectamente.

–Se ha dicho que su cocina es muy aromática. ¿Para usted es más importante el sentido del olfato que el del gusto?

–Lo bonito de la gastronomía es que es un concierto. Hasta el oído es importante: captar cómo estalla el sofrito mientras se hace. El olfato es esencial porque los olores tocan directamente el rinencéfalo, que es el centro del placer. Si tú le entras por la nariz a alguien, le entras por donde es. El perfume es el arma mortal de la seducción, y la cocina es seducción. Para saber más sobre eso hay que leer el libro Les Aphrodisiaques, de Tran Ky y François Drouard, que le explican a uno el origen de las especias y cómo influyen en el organismo. Yo siempre he dicho que las cocineras somos peores que las madamas de los burdeles. Las madamas venden cuerpos, pero las cocineras penetran en la boca de la gente y, a menos que escupas, tienes que tragar.

–¿La cocina es femenina?

–Siempre.

–¿Aunque la practique un varón?

–No es que “aunque” la practique un varón. Es que todo viene de la madre naturaleza, que es la que da los frutos que uno transforma. Durante mucho tiempo muchas mujeres, por ser feministas a juro, prefirieron ser abogadas que ser cocineras. ¡Pero por qué! No se trata de competir. La naturaleza de la cocina es femenina, así como la naturaleza de otras profesiones es masculina. Da igual quien las ejerza.

–No es usted feminista.

–Hay gente a la que le gusta decir que yo soy feminista. Para nada. Al menos no como muchas entienden ser feminista hoy en día. Yo me arrodillo ante un hombre sin ningún problema. ¡No me toques esa tecla porque empiezo a hervir! Vivo horrorizada ante esta andanada de radicalismo. Me parece terrible que hayamos llegado a este grado de individualismo y de confusión en que se usan las redes sociales para ventilar la vida íntima en nombre de la causa que sea. Señalar una experiencia personal no puede ser producto de una gimnasia automática. Eso es una vulgaridad. Vivimos una época hija del reguetón. Yo ni loca expondría mi vida íntima por nada, porque mi vida es mía.

–Helena con hache, como Helena de Troya…

–Sí, Helena, que al revés es “aneléh” –extiende la mano como para saludar y dice, pícara e histriónica–: Anhelé tanto conocerlo.

–Digo, Helena como la de Troya… Más de una guerra habrá desatado usted.

–He vivido, pero no me gusta la guerra porque no me gusta la violencia. El amor tiene un lenguaje, y yo soy una mujer de menú de degustación: después del chocolate siempre viene el café, y después la infusión, y después el desayuno. Los cocineros y los chefs nos encargamos de que puedas comerte un conejo sin que veas cómo se le corta la cabeza. Hacemos sutil esa cadena atroz que todos atravesamos para alimentarnos, para que el pescadito no salte en el plato y en cambio veas su bella blancura. Psicológicamente eso es muy importante: para la cocina y para todo.

–¿Para cuándo un nuevo restaurante de Helena Ibarra?

–Pronto. Pero ahora no puedo hablar de eso. Y mi reto, clarísimo, es conseguir una estrella Michelin para Venezuela. Tengo tiempo para lograrlo. Tampoco estoy tan vieja, ¿no? –Sale expulsada del asiento como un cohete–: ¡AYYY! ¡Pero si no te he servido la merienda! Te hice helado de caramelo, torta de pan y una mousse de auyama.

–¡Pero eso es mucho!

–Qué mucho nada, chico. ¿Estás a dieta? ¡Porque igualito te lo vas a comer! –Y se ríe.

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Diego Arroyo Gil Mar 30, 2020 | Actualizado hace 3 semanas
La importancia de una pausa

@diegoarroyogil 

Cuenta Petrarca, gran poeta italiano del siglo catorce, que un día, motivado por un espíritu curioso que era propio de su carácter, emprendió una excursión a una montaña que quedaba cerca de donde él vivía, en Provenza. Mont Ventoux se llama, o “Monte Ventoso”, pues es un sitio donde se supone que corre mucho aire. Para allá se fue Petrarca con su hermano y unos criados, dice, “tan solo impulsado por el deseo de ver un lugar célebre por su altura”. Era abril de 1336. El poeta contaba 32 años y estaba en camino de convertirse en uno de los humanistas más importantes de la historia y, para muchos, en uno de los tempranos padres del Renacimiento.

Las incidencias del viaje están recogidas en una carta que Petrarca le escribió a su amigo Dionigi da Borgo Sansepolcro, un monje agustiniano que le servía de confesor. Son incidencias simpáticas; la mayoría, circunstanciales.

Hay una de ellas, sin embargo, que ha convertido esa carta en un testimonio de un valor incalculable para el decurso de la cultura y de la relación del hombre consigo mismo, con la vida, etcétera. Como suele ocurrir con los poetas, se trata de un hecho que, en apariencia azaroso, se convierte en una revelación, en un giro de tuerca para el pensamiento.

Ascendían el monte, cuenta Petrarca, haciendo un esfuerzo supremo –sobre todo él, pues su hermano y los criados eran más resueltos e iban adelante– hasta el punto de que la dificultad le hizo pensar en que lo mismo que aquella ruta montañosa era la ruta del alma. Se dijo a sí mismo: “Igual que te ha ocurrido hoy en la subida de este monte, te ocurre a ti como a tantos en el camino de la vida bienaventurada. La vida que llamamos bienaventurada la encontramos en un lugar alto, y angosta es la senda”.

Así reflexionaba el teólogo que había en él. Buscaba otorgarle un sentido trascendente a una simple excursión a una montaña… Bien, por fin llegaron a la cima más alta y allí, en un pequeño llano, se echaron. Y Petrarca se dio a pensar en sus progresos, en sus imperfecciones, en la inestabilidad del obrar humano, en todo eso a lo que somos dados a pensar los hombres en medio de nuestras faenas.

“El sol ya declinaba y las sombras del monte se alargaban indicando que ya iba siendo hora de volver” cuando, en un gesto súbito pero sin intención secreta, Petrarca sacó de su bolso un libro que había llevado por si tenía la ocasión de leer algo en el camino. Su hermano, que estaba su lado, se puso atento para escuchar, mientras Petrarca abría el libro en una página cualquiera. Y Petrarca leyó: “Se van los hombres a contemplar las cumbres de las montañas, las grandes mareas del mar y el ancho curso de los ríos, la inmensidad del océano y las órbitas de los planetas; y de sí mismos se olvidan”.

Era un fragmento de las Confesiones de San Agustín y, tras decirlo en voz alta, Petrarca guardó silencio. Se había quedado atónito e incluso se irritó. Pidió que nadie le hablara hasta descender del monte. Y mientras descendía, pensaba en la insensatez de los hombres, que los lleva a descuidar la parte más noble de sí mismos y a dispersarse “en especulaciones inútiles para buscar fuera lo que podrían encontrar dentro de sí”.

Recuerdo la primera vez que oí esta historia. Nos la contó, en la universidad, un profesor que estaba enamorado de la belleza y que nos invitó a leer, además de la carta a Dionigi da Borgo, también, juntamente, el Secretum y el Cancionero. Hablaba emocionado de Petrarca y nos transmitió, a muchos, esa emoción. Esa línea valiente, por ejemplo: “Yo sé que voy tras lo que abrasa”, o ese rezo descarnado: “Bendito sea el año, el mes, el día; el tiempo, la estación, la hora; el instante, el rincón y el lugar en donde por tus ojos fue prendida mi alma”. Todo eso, sí, era Petrarca y más, mucho más, pero no podíamos perder de vista el ascenso al Monte Ventoso. “El descenso”, precisaba el profesor. “Porque solo quien se entrega abre una ventana hacia el corazón”. Y aun insistía, con un ímpetu leonino muy convincente: “¡El corazón, carajo, el corazón!”.

En estos días de encierro he pensado, como todos, en muchas cosas, pero creo que ninguna me ha sido tan fértil como esta brevísima memoria que llega hasta Petrarca. En las redes sociales hay mucho empuje. La gente se da ánimo y es de agradecer, pero de pronto comienzas a sentir que es como si estuvieras escalando una montaña, una montaña sin fin, y que no puedes parar, vamos, arriba, vamos, cuando lo cierto es que el mundo está en una tregua y que no está mal si nosotros también lo estamos.

“Apresúrate lentamente”. Tal es una de las lecciones antiguas que recuperaron con mayor esmero precisamente los humanistas del Renacimiento. Festina lente es la locución latina y según Edgar Wind, un erudito del saber clásico, tiene que ver con que la madurez se alcanza si la velocidad y la lentitud están igualmente desarrolladas en nosotros como actitudes posibles, y entrecruzadas, ante lo que nos sucede. Es una paradoja, pero pensar en ella aviva la riqueza de nuestra imaginación.

Se me ha ocurrido que aquel día de 1336, tras llegar a la cima más alta del Monte Ventoso, Petrarca recuperó para todos, tumbado en un llano de un camino sembrado de ansiedades, la importancia de una pausa. O para decirlo como creo que lo diría mi profesor: la importancia de ser echado de pronto, en medio de todo, hacia uno mismo.

Boris Izaguirre: “He regresado del desierto y me he inventado una nueva piel”

@diegoarroyogil | Fotografías: Lisbeth Salas

 

Madrid a finales de febrero. Un viernes a comienzos de la tarde. Afuera, en la calle, hace frío. Aquí, no. Aquí está encendida la calefacción y se está cómodo. El techo es de doble altura y la luz que entra por un par de ventanales cercanos ilumina suavemente el recibidor. Al centro, el protagonista. Su saludo ha sido afectuoso como, en general, todo lo suyo. ¿Persona o personaje? ¿Él es así con todo el mundo o se trata, como en este caso, de que está delante de un periodista? Es todo tan natural que es difícil pensar que no sea así siempre. Es un pez en el agua de la simpatía, como si hubiera nacido contento o, mejor, encantado de la vida. Además, lo acompaña un aire de figura. Paulina Rubio dijo de él una vez que es todo un señor.

–¡El abrigo! Cuelga aquí el abrigo… ¡Ay, pero qué carita! Es que esta ciudad es muy loca, le hace muy bien a la gente.

–A ti te ha hecho muy bien, ¿no?

–¡¿Madrid?! Totalmente. ¡Totalmente! Estaba pensando, mientras te esperaba, que a mí me han dicho que yo soy un alma muy joven. Una vez una persona experta en eso de la reencarnación me dijo que yo he tenido una sola vida pasada. ¡Una sola! ¿No te parece divino? ¿Y sabes qué fui en esa sola, única vida pasada?

–¿Qué?

Boris Izaguirre respira como quien busca aire para un suspiro mientras cierra y abre los ojos. Exhala lento pero breve. Hace un gesto de picardía con la mirada y levanta un poco el hombro derecho. Responde:

–Un alga marina.

–¿Un alga marina?

–¡Sí! ¿No es divino? –Es una de sus palabras favoritas: divino–. Ser un alga y andar de mar en mar, de ola en ola.

De pronto, se pone serio. A voluntad.

–Bueno –dice–, y de esa vida pasada como alga marina reencarné en esta como Boris Izaguirre. ¡Ja, ja! Un salto espectacular… ¡Oh! Está pitando la tetera. ¿Quieres té con limón?

–Muchas gracias.

–¡Qué adorado!

En la cocina, dominada por un suelo aguamarina y un largo mesón blanco (lámpara, lentes de ver y de sol, flores, periódicos, revistas, un montón de correspondencia, el lavaplatos y el escurridor, las estufas), Boris prepara la infusión. A la suya le pone, además de una rodaja de limón, un poco de leche. Nada de azúcar.

–¿No te fastidia dar entrevistas?

–¡Para nada! Es como estar en el psiquiatra, con la diferencia de que ahora estoy yendo al psiquiatra de verdad, verdad… Toma, coge tu taza. ¿Vamos al salón?

Boris va de la cocina al salón de su casa, un apartamento en el muy bello y distinguido barrio de Salamanca. Fuera de la cocina, el suelo es de madera. Ruido de pasos. Como el resto de la residencia, el salón desprende una armonía que recuerda a las boutiques de diseño, pero, a diferencia de estas, aquí se nota que vive gente. Es decir, hay calor de hogar. Es el hogar de Boris y de su marido, Rubén Nogueira, que no en vano es escaparatista: forma parte del grupo encargado de hacer las vitrinas de las tiendas Mango alrededor del mundo. Boris se sienta en un sofá de tres puestos. Está impoluto: bluyín oscuro, camisa blanca, suéter azul índigo y botines de cuero vino tinto. Más tarde se cambiará de ropa para que la fotógrafa Lisbeth Salas le haga los retratos que acompañan esta entrevista, en la terraza del Hotel Wellington, “que es mi sede”. Boris y Rubén tienen por norma no fotografiar su residencia.

–Ven, ponte aquí –ordena–. Cerca. Siempre cerca.

 

 

–¿Por qué estás yendo al psiquiatra?

–Ah, porque he tenido unos sueños recurrentes muy espantosos.

–¿Qué sueñas?

–Que no llego a tiempo a los lugares, que estoy mal vestido, que no logro ser coherente –dice y bebe de la infusión–, y he pensado que todo esto tiene que ver con el cambio de ciclo en el que estoy ahora.

–Que consiste en…

–En haber recuperado mi carrera, porque estuve disperso durante bastante tiempo. Pero fue una decisión voluntaria. Cada persona, en cierto momento de su carrera, entra en un desierto, como Jesucristo, que estuvo perdido en el desierto y conoció al diablo allí. A mí siempre me ha impactado mucho ese episodio de la vida de Jesucristo, y una vez que crucé los 40 años pensé que me iba a pasar lo mismo, y que, si no me pasaba, igual tenía que hacer que me pasara y así fue.

–¿Por qué querías atravesar el desierto?

–Porque es algo que hay que hacer. Es difícil de explicar y ahora no es el momento. Lo que sí te puedo decir es que esa fue la razón por la cual viví un tiempo en Londres y escribí una novela allí, Dos monstruos juntos. Y por lo que luego escribí otra novela, Un jardín al norte, y estuve trabajando en la televisión en Miami. Miami fue parte de ese desierto, pero con mar. Yo no tenía mucho de qué aferrarme que no fueran los libros y todo ese dejarme llevar me desubicó completamente. Durante un tiempo yo desaparecí de la agenda de la gente que en España podía pensar: “Boris sería bueno para esto”, “Boris podría funcionar para esto otro”.

–Y el reajuste llegó con tu participación en Masterchef Celebrity, en Televisión Española.

–Totalmente. Macarena Rey, que es la productora, quería que yo participara desde la primera edición, pero yo acababa de instalarme en Miami. Luego, con la segunda, me asusté, porque sentía que era un programa que no iba a hacer bien. Cuando me ofrecieron estar en la tercera edición, Rubén, mi marido, me dijo: “Mira, Boris, ya está, déjate de tonterías, que tampoco estás en situación de escoger”. Entonces acepté, y cuando tomé ese avión en Miami de regreso a Madrid sabía que estaba dejando atrás radicalmente esa etapa del desierto. Lo demás es sabido.

–Que Masterchef fue un éxito. Te relanzó. Participaste en la tercera edición, en 2018 y, además, te llamaron para la cuarta, en 2019.

–Para mí fue una rehabilitación, una rehabilitación que yo necesitaba. Necesitaba decirme: “Ya está, ya has hecho el paseo ese que querías hacer, has probado todo tipo de cosas y de situaciones y tienes que centrarte de nuevo”. Masterchef me hizo ver que las cosas ya no funcionaban con un simple gesto de la mano, con un amaneramiento, con una sola frase. Me di cuenta de que eso había quedado obsoleto. Fue como si me hubieran puesto delante del espejo y me dijeran: “¡Tienes que inventarte una nueva piel ya!”. Y eso he hecho: he regresado del desierto y me he inventado una nueva piel. Las oportunidades en la vida son como trenes, eso es cierto. Hace años pasó un tren y me subieron a él: era Crónicas Marcianas –Boris se refiere al programa que lo hizo famoso, famosísimo en España–. Luego, a este segundo tren, que ha sido Masterchef Celebrity, tuve que subirme yo solo. De manera que estoy en mi segundo tren, y este segundo tren me ha llevado, por ejemplo, a Prodigios.

–Un programa que va por su segunda edición y en el que has repetido como anfitrión.

–Sí, y estoy feliz. Porque es un programa culto, pero de máximo entretenimiento. Y todo esto de la mano de Macarena Rey, la misma productora de Masterchef… ¿No te parece que Macarena Rey es una de las personas más increíbles del mundo? Es impresionante la cabeza y la devoción que tiene para la televisión. Además, es divina.

–Hace unos días dijo que estás escribiendo el guión de una serie biográfica sobre Miguel Bosé.

–Sí. Macarena conoce muy bien a Miguel. No sé si sabes que durante mucho tiempo se ha mantenido el rumor de que “Morena mía”, la canción de Miguel, está inspirada en Macarena.

–¿Y es verdad?

–¡No lo sé! Quienes podrían confirmar esa leyenda siempre sonríen –Boris sonríe–. Miguel ha guardado muy celosamente su intimidad, pero esta vez quiere de alguna manera liberarse un poco de cosas y transmitirlas. Está escribiendo su autobiografía y todos estamos fascinados por la cantidad de cosas que hay en torno a él: él mismo, su carrera, sus padres. Miguel es un pionero, es una persona que abrió puertas y caminos para las generaciones que quedamos deslumbradas por él y que seguimos deslumbradas por él y para las que seguirán deslumbradas por él. La España en la que nació Miguel no es la España en la que Miguel Bosé apareció por primera vez en el escenario para cambiar completamente este país. Primero viene Miguel con sus mallas y con ese concierto en el Florida Park, en el 77, y luego la Transición Española.

–Primero fue ese concierto y luego, en el 78, la Constitución de la democracia.

–¡Te das cuenta! ¡Miguel es anterior a la Constitución! E igual de moderno y liberador. De modo que yo, como el cronista social que soy, estoy encantado.

–Eres amigo de Bosé. ¿Nunca te enamoraste de él?

–Por supuesto, pero él de mí jamás. ¡Ja, ja! Cuando yo lo vi, por Venevisión, en Sábado Sensacional, en el 77, con esa sonrisa, con ese pelo, con ese cuerpo, con ese atuendo…, y Gilberto Correa que nos advertía que era hijo del gran torero Luis Miguel Dominguín, pero distinto… ¡aluciné! Yo tenía 13 años y cuando terminó de actuar me paré delante del televisor en un estado de excitación insólito. No quería besar la pantalla: quería ser él. En ese momento se despertó en mí el hombre de escena. Y luego…, bueno, hemos hecho una amistad tan divertida… Las personas como Miguel son tan suyas, tan propias, que tienen muchos límites. Sabes que hay cosas a las que puedes llegar y otras a las que no, y dices: “Es que no hace falta avanzar más”.

–¿Tú también tienes esas zonas a las que nadie accede?

–Es verdad –piensa–. Sí, las he desarrollado.

–¿Sobre qué no hablas tú?

–Yo nunca hablo de mis ideas, e incluso cuando las escribo me doy cuenta de que uso una especie de barrera. Me cuesta abrirme y creo que eso tiene que cambiar.

–Qué te va a costar abrirte si tú eres una persona absolutamente extrovertida.

–Pero parece que ese no soy yo, que ese es otro yo. Me están explicando que durante muchísimo tiempo yo he construido un súper yo, y que lo que tú conoces es ese súper yo, no el verdadero yo. Y es verdad que llevo tanto, pero tanto tiempo haciendo el súper yo, que ya no sé cuál es el camino para volver al yo. ¡Me he perdido! –Boris baja la voz teatralmente a la manera de quien hace una confesión y dice–: Además, encuentro que el súper yo está tan estupendo en este momento que digo: “Ay, pero para qué regresar al yo, si ese yo debe ser un desastre”. ¡Ja, ja! Porque por lo visto se trata de una persona que está muy desasistida de afecto, escondida por una razón que todavía no sabemos.

–Qué raro, si da la impresión de que tú has sido siempre una persona muy amada.

–Justamente. He sido amado y no me he dado cuenta.

–No es posible.

–¡Te lo prometo! Lo dice todo el mundo. Y lo he visto con Prodigios. Los niños que participan en el programa están muy concentrados porque su talento realmente surja, porque llegue a alguna parte. Son muy exigentes consigo mismos. No son como yo, que toda la vida he estado rodeado de buena suerte y de gente increíble y diciendo: “Esta persona sí; está no”, “Esta persona me gusta; esta no”. Esa es la verdadera historia de mi vida.

 

 

–Tu papá ha dicho mucho, y tu madre también lo decía, que tú fuiste un niño prodigio. Te sentirás muy bien con los chicos que concursan en el programa.

–Sí, pero yo no tenía esa disciplina. Y como mis papás me amaban mucho pero, en el fondo, me temían, eran un poquito incapaces de exigirme esa disciplina.

–¿Por qué te temían?

–Porque yo era una bola de fuego. Pero una buena bola de fuego.

–¿Cuál es tu gran talento?

–Que yo soy encantador. Y el encanto se retroalimenta. Yo puedo ser encantador por horas y en situaciones realmente dramáticas. Ese es mi verdadero talento… No. Mi verdadero talento es el diálogo, y por eso quiero volver a él.

–¿Cómo es eso?

–Yo siempre quise escribir teatro. Lo hice y no funcionó. Pero eso sirvió para que Cabrujas me invitara a ser libretista de telenovelas. Y aunque yo hacía muy bien la diagramación, cuando me ponía a hacer diálogos me salía muy bien.

–Cuando dices que quieres volver al diálogo te refieres al diálogo como escritor.

–Sí, me refiero a hacer guiones. Como el que estoy haciendo sobre Miguel Bosé.

–Si le damos la vuelta a lo que has dicho la conclusión es que tu gran talento es que eres un conversador encantador.

–Ujum… Es probable… ¿Sabes que me miran mucho? Yo antes pensaba que la gente me miraba para ver si me había operado. Luego me he dado cuando de que me miran para ver si soy de verdad o no. Entonces yo capto ese interés e intento seducir, pero me está pasando algo nuevo cuando seduzco. Y es que, cuando me canso, me voy. Cuando veo que no estoy trabajando como seductor, aunque haya sido yo el que ha empezado, me aparto y adiós. ¿No es increíble? Es una nueva faceta de mi vida.

–Hablemos de tu libro más reciente, Tiempo de tormentas. Has dicho que es una autobiografía novelada. ¿Por qué escribiste una autobiografía novelada y no, directamente, una autobiografía?

–Lo que yo quería era hablar sobre Venezuela –Boris pasa de ser gracioso a estar serio con rapidez–, pero cuando estaba escribiendo me di cuenta de que Villa Diamante es toda sobre Venezuela, y Azul petróleo también. Venezuela es uno de mis grandes conflictos: lo que dejé atrás, en lo que se ha convertido el país, lo que representa hoy en España, porque Venezuela es como una tormenta dentro de España, etcétera. Yo asocié la muerte de mi mamá con la muerte de la Venezuela que mi mamá conoció, de la Venezuela que mi mamá quiso hacer y que vio desvanecerse. Y esa era la novela que yo quería escribir. Quizás mi error fue no saber hacer una novela sobre mi mamá en vez de una novela sobre mi mamá y yo. Porque también es cierto que ella y yo tuvimos una relación muy especial. Pero no quise asumir totalmente lo autobiográfico porque una novela siempre llega más lejos. Ese es el poder de las novelas.

–¿Escribir ese libro cambió tu relación con Venezuela?

–Sí, la hizo más distante… Para luego tener de nuevo a Venezuela en la esquina de mi casa. Es decir, no ha habido distancia… Yo espero que algún día Tiempo de tormentas se lea como el retrato de un país que consiguió ser algo y que dejó de serlo para convertirse en otra cosa. Eso está muy bien contado en esa novela, y escribirla me ha dejado un poco en plan: “Ya está, tengo que descansar de la narrativa”. Y en ese descanso he retomado el guion. –Boris se gira en el sofá y mira de frente–: ¡Ves para qué sirven las entrevistas! Hemos sacado una verdad muy profunda.

–Si fuera posible que se hiciera una película sobre tu vida, tú, que eres cinéfilo, ¿qué actor de antes o de ahora te gustaría que te interpretara?

–¡Cary Grant! Cuando Cary Grant iba a hacer la película sobre Cole Porter, que era muy amanerado y tenía una doble vida, la esposa de Cole Porter le dijo a Cole Porter: “Pero, Cole, ¡te va a hacer Cary Grant!”. Y Cole Porter le respondió: “Claro, quién más podría hacerme”. Me encanta esa historia.

–¿Te acuerdas de la entrevista que le hizo Capote a Marilyn?

–Por supuesto, “Una adorable criatura”.

–Al final, Capote le dice a Marilyn: “Recuerda que me habías ofrecido champaña”. Y ella le contesta: “Es que no llevo dinero”.

–¡Qué maravilla Capote! –interrumpe Boris–. Uno de los grandes descubrimientos de mi vida fue leer Breakfast at Tiffany’s en inglés y emocionarme con cada página. Pensé que yo quería escribir así, vivir así, ser así.

–Como Capote.

–No solo como Capote: ¡como Capote y como sus personajes! Toda mi vida he hecho un gran esfuerzo para conseguir eso completamente. Es el poder de la literatura.

–Te refería lo de Marilyn y el dinero porque no te imagino manejando dinero.

–Es cierto. Lo tengo todo encima. Un día mi papá me dijo: “Es que no sabes qué hacer con el dinero”. Una frase que me encantó. Y Rubén dice que yo me creo millonario porque lo parezco, pero que no lo soy. Mi hermana sí cree que soy millonario. Y tacaño. Como todos los millonarios.

–¿Cuántos años tienen juntos Rubén y tú?

–28.

–¿Y cuál es el secreto de un buen matrimonio?

–Este –Boris abre los brazos para señalar el salón de su apartamento–. Mira la casa: está perfecta. Y aquí estoy yo, sentado, ocupando mi lugar. Yo soy un mueble más. Yo soy el mueble que se mueve… ¡Oh! –se peina el pelo hacia atrás con las manos.

–¿Estás cansado?

–¡Para nada! Una vez fui a un desfile de Carolina Herrera y al final le pregunté: “Carolina, ¿estás cansada?”. Y me dijo: “NO”. Una persona que ha trabajado mucho no puede decir que está cansada. Además, estamos hablando del secreto de un buen matrimonio, y el secreto de un buen matrimonio, de verdad, es volverse a enamorar.

–¿Cada cuánto?

–Cuando Rubén y yo nos conocimos, yo le dije que hiciéramos un contrato renovable cada cinco años. Ahora estamos en la mitad del quinto lustro. El gran secreto del amor es ganar y no perder el respeto. Equivocarte y poder regresar a la casa. Hay que hablarlo todo, pero es cierto que puedes hablarlo todo de una manera encantadora. No disfrazar las cosas, no mentir, pero tampoco ser totalmente de verdad.

Exclusivo: Extractos del libro “La sal de ayer. Memorias de Margot Benacerraf”, de Diego Arroyo Gil

 

 
La cineasta venezolana cumple 93 años de edad mientras trabaja con el escritor la publicación de sus memorias

 

MARGOT BENACERRAF, conocida como la dama y la pionera del cine venezolano, ha llegado, este 14 de agosto, a los 93 años de edad. Ha vivido una vida larga y llena de incidencias, pero poco conocida para el gran público. Es como una gran película que se resiste a llegar a las pantallas. Con el objetivo de esclarecer un poco ese misterio hace un par de años el periodista Diego Arroyo Gil fue en busca de la señora Benacerraf para conversar con ella. El resultado de esos encuentros hacen el nuevo libro de Arroyo Gil, titulado La sal de ayer. Memorias de Margot Benacerraf, que está por publicar la editorial Planeta. A propósito de los 93 años de Benacerraf, Runrun.es publica aquí las primeras páginas y la portada del libro de Arroyo Gil, que se estima llegue pronto a las librerías.

 

***

 

La sal de ayer

Memorias de Margot Benacerraf

Por @diegoarroyogil

 

Al fondo de un corredor oscuro, desde una habitación iluminada, se escucha un hilo de voz. Si no supiera a quién pertenece –es una dama–, me preguntaría de qué ser humano procede ese sonido agudo, de una cadencia inconstante, tan peculiar. De pronto un bulto a contraluz (parece una mujer…, sí, es una mujer: pequeña, un poco robusta, dulce) me llama, me dice que pase. Me acerco, la mujer pequeña y un poco robusta se aparta y desde la puerta la veo a ella, a la dama del hilo de voz, con una mano apoyada sobre un escritorio. Me mira, sonríe y viene a mi encuentro, sin prisa. Temo que pierda el equilibrio, pero en un gesto resuelto me toma por los hombros y me saluda como si nos conociéramos de toda la vida: me besa en la mejilla y me dice mi amor. Al corresponderle el abrazo, que ha sido inesperado, me digo: qué flaca, y pienso que, aunque de baja estatura, parece una espiga. Una espiga que remata en un peinado cobrizo perfectamente abombado, echado hacia atrás, de otra época, pero que a ella le va de perlas. De boca muy fina, como sus dedos, lleva los labios de carmín, y detrás se asoman unos dientes como miniaturas japonesas. La nariz es de judía, de eso no cabe duda, lo que le da un carácter sólido y sobrio a un rostro a la vez tan delicado y sugerente. Todo en ella deja ver que es una mujer coqueta, pero la suya es una coquetería sin ambiciones exageradas, algo muy propio de otras mujeres caraqueñas de su tiempo que, como ella, son elegantes sin pose ni artificio y que optan mucho por una blusa blanca o negra, de rayas o ligeramente estampada, siempre a condición de que sea fresca. Margot se llama, Margot Benacerraf, y ahora que la tengo enfrente, sentados ambos a una mesa redonda de cuatro sillas donde dos quedan vacías, me siento extrañado de encontrarme cara a cara, de cuerpo presente, con una mujer que, además de una mujer, es una leyenda, un misterio.

Hace ya muchos años, en 1959, cuando Margot se hizo famosa, era una chica de apenas 32 que se alzaba en el Festival de Cannes con dos premios por su película Araya, la segunda y la última que hizo (la primera fue un cortometraje sobre Armando Reverón, en el 52), la cual le dio una figuración y luego le otorgó una gloria de la que aún goza, tanto después, al margen de quienes le riñen por no haber hecho ninguna otra a pesar de haber tenido la vida entera por delante. La leyenda, el misterio se deben un poco a eso precisamente: a que luego de Araya, que fue un logro tremendo por donde se le mire, Margot “no hizo más nada”, “no hizo más obra”, y que hoy por hoy sea la misma de 1959 pero ya no de 32 sino de más de 90 años, es decir, una mujer casi eterna, una mujer que, para algunos, incluso ya no vive. Yo mismo, antes de venir aquí, lo preguntaba: ¿Está activa? ¿Está lúcida Margot? Porque, como para muchos, para mí Margot Benacerraf era, claro, la mujer de Araya, pero vox pópuli era el nombre de la sala de cine del Ateneo de Caracas, una sala a la que habían bautizado así para honrar la memoria de una artista inconfundible, aunque de historia (casi) desconocida…

¡Cuánto hay siempre por descubrir! Esta tarde el hilo de la voz, el abrazo inesperado, la presencia de Margot me llevan de pronto a observar un cuadro que está en la habitación caraqueña en la que ella me recibe. Es el retrato de una mujer. Solo el rostro.

 

Margot Benacerraf, por Oswaldo Guayasamín

 

–Soy yo –dice Margot, que se ha dado cuenta de mi curiosidad–. Me lo hizo Oswaldo Guayasamín, el pintor ecuatoriano, que fue mi amigo.

–Es bello el cuadro.

–¿Te parece? –se asombra un poco–. A muy poca gente le gusta.

Me parece, sí. Además de que el cuadro es bello, me gusta su decidida rareza. Lo observo y en él reconozco a Margot, pero al mismo tiempo percibo que esa no es Margot o, más bien, se me ocurre, que esa es la otra Margot, la Margot secreta. Percibo que ese es su rostro, sí, pero atravesado… cómo puedo decirlo… atravesado por el teatro de la vida, por el teatro de la vida vivida. Fantaseo: ese cuadro es Margot como personaje de la memoria, el personaje que justamente he venido a buscar… La verdad, ¿estoy aquí para otra cosa? ¿Por qué razón he organizado esta cita si no es porque quiero escudriñar en ese rostro, atestiguar de cerca su belleza, su rareza?

La mujer pequeña, un poco robusta y dulce se llama Milvia y es la asistente de Margot. Ha traído a la mesa una taza de agua caliente y varios sobrecitos de té.

–Supe que te gusta el whisky –me dice Margot–, pero puedo ofrecerte un té, ¿está bien?

Carcajadas de mi parte y una sonrisa hospitalaria de su lado terminan de abrirle paso a la confianza que ya había anunciado el abrazo del saludo, pero no pierdo de vista el retrato del rostro indescifrable.

–También me gusta el té –concedo–, hay que variar.

Margot estudia con cuidado los sobrecitos de té. Escoge uno y se lo lleva a la nariz.

–¡Mariage Frères! El mejor té francés.

Milvia me mira y me hace un gesto como diciendo: “Adelante, no pierdas tiempo, cariño”. La experiencia me aconseja que para acceder mejor a la vida de un personaje casi mítico –Margot Benacerraf en este caso– siempre es mejor recibir antes el santo y seña de un daimon suyo protector. Pues bien, pienso, me ha dado acceso.

–Mariage Frères, entonces –digo, y echo el sobrecito dentro de la taza, desde la cual de inmediato se desprende un aroma a roble oscuro con flores de azahar.

Milvia se retira y quedamos Margot y yo. Y la pintura de Guayasamín.

 

I

 

–¿Le parece que comencemos por el principio?

–Por donde tú quieras.

–Yo quiero empezar como siempre empieza James Lipton sus entrevistas en Inside the Actors Studio, para entrar en ambiente: ¿cuándo y dónde nació usted?

–Yo nací el 14 de agosto de 1926, en Caracas.

Pero su padre nació en Tetuán, en Marruecos.

–Sí, en Tetuán. Mi padre se llamaba Fortunato, Fortunato Benacerraf, y aunque nació allá, en el Marruecos español, alrededor de 1885, era un venezolano absoluto. De 30 y pico de años, en un viaje a la Costa Azul, en el sur de Francia, a orilla de aquellas playas maravillosas decía que las de Carúpano eran mejores y más bellas. (Se ríe). En 1900, siendo un jovencito, un tío suyo de apellido Benzacar lo hizo venirse al estado Sucre para que trabajara con él en el negocio del cacao y el café. Por aquellos días a las costas de Carúpano llegaban barcos de muchas partes de Europa. Sobre todo, de Alemania. Era una época esplendorosa de la ciudad y yo me imagino que mi padre, por más que venía de Tetuán, que es una ciudad preciosa, se fascinó de inmediato con ese escenario que a sus ojos era el Nuevo Mundo. Hay que ver lo que era que un adolescente como él, judío sefardita, se encontrara de pronto en la faena de “hacer la América”, como se le decía a la aventura de cruzar el Atlántico para dedicarse a la conquista de otra vida.

–¿Qué le contaba su padre sobre su niñez y su juventud en Marruecos, antes del viaje a Venezuela?

–Ni papá ni mamá hablaban mucho de sí mismos. Ni de sus historias respectivas ni de su vida en pareja. Lo que sé de ellos antes de yo nacer se lo debo a lecturas que hice luego y a cuentos que otros me echaron. Me he arrepentido tanto de no haberlos puesto a hablar. (Calla). Es que eso no se estilaba, ¿me entiendes?

–Pero usted sabe cómo se conocieron sus padres, ¿o tampoco?

–¡Ah, claro, es una historia divina! Mamá era una mujer muy bella. Tenía los ojos verdes almendrados. Se llamaba Sete Coriat y formaba parte de la aristocracia sefardita de Tetuán. Su padre, mi abuelo, el Sr. Coriat, era nada menos que el cónsul de España en la ciudad. Mamá y papá se conocieron en 1923, durante un viaje que papá hizo a Marruecos para visitar a su familia. Papá entró a comprar algo en una farmacia y allí estaba mamá, buscando remedios para un resfriado. Papá se le acercó para recomendarle un jarabe y ella le respondió. Al cabo de unos días se hicieron novios, papá fue introducido en la familia de mamá y se casaron. La diferencia de edad que había entre ellos, él mayor que ella, no fue un impedimento para nada. Desde luego, papá supo demostrar que era un hombre bien instalado, que podía formar familia, y entonces el hombre que había “hecho la América” se trajo a Venezuela a la hija del cónsul de Tetuán. Papá fue el único de sus hermanos que se casó con una marroquí española. Los demás se casaron con mujeres provenientes de familias del protectorado francés. Gente de Orán, Argelia.

–Cuando sus padres se casaron, ¿su papá ya se había mudado a Caracas?

–Sí. Cuando mis padres se conocieron y se casaron, en Tetuán, en 1923, papá ya se había venido de Carúpano a Caracas. 1918. Sus otros hermanos, mis tíos, vivían aquí desde hacía años y lo habían invitado a que se uniera a ellos, como socio, en el manejo de Hermanos Benacerraf, una compañía de comercio que era propiedad de la familia. Durante unos años vivieron todos juntos, con sus esposas, en una casa entre las esquinas de Puente Yánez y Tracabordo, en el centro, hasta que un día mis tíos decidieron irse a París y dejaron a papá encargado del negocio. Luego, en el verano del 39, vinieron de visita para vernos y revisar cuentas, pero apenas unas semanas después de su llegada, a comienzos de septiembre de ese mismo año, explotó la Segunda Guerra y no les quedó otra opción que quedarse un tiempo en Venezuela. Cuando terminó la guerra, en el 45, se volvieron a ir. Nosotros nos quedamos.

–¿Por qué?

–Porque papá era muy venezolano y no se iba a ir de aquí. De modo que mis hermanos Moisés, el mayor, y Enrique, el menor, y yo, crecimos en Caracas… ¿Tú sabes que yo tuve un primo que se ganó el Nobel de Medicina?

–¿Un primo, primo? ¿Venezolano?

–Esa es la cosa. Baruj Benacerraf, premio Nobel de Medicina 1980, nació en Caracas en 1920 y vivió aquí hasta que sus padres se fueron para Francia. Luego volvió, como todos, en el 39, que fue cuando yo lo conocí, pero más tarde decidió irse para los Estados Unidos, donde estudió e hizo su vida. Cuando ganó el Nobel lo invitaron a Caracas. Miguel Otero Silva, que era mi amigo, me llamó: “Mira, voy a mandar a unos reporteros a recibir a tu primo el Nobel en el aeropuerto. Le voy a dar una página completa en El Nacional”. Pero resulta que cuando Baruj llegó a Maiquetía y lo entrevistaron, lo primero que dijo fue que él había nacido en Venezuela “por accidente”. Los periodistas se quedaron fríos. Después, cuando se enteró de que la comunidad judía quería hacerle un homenaje, dijo que él no creía en Dios. Viendo aquello le recomendamos que lo mejor era que no hablara más. (Se ríe). Baruj era inteligentísimo. Y también lo es Paul, su hermano, que fue decano de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Princeton.

–¿En su familia se fomentaba la búsqueda de una profesión propia, el desarrollo personal?

–No tanto. De hecho, mi tío no estaba de acuerdo con que Baruj estudiara Medicina. Quería que se dedicara al comercio, que siguiera la tradición familiar. Pero Baruj lo engañó y le dijo que se iba para Nueva York a estudiar Business Administration, y estando allá se zafó.

–¿Y usted?

–¿Yo?

–Sí, usted. ¿Tuvo libertad para hacer lo que quería?

–Bueno… (Calla). Yo recuerdo mucho la casa donde transcurrieron mi infancia y mi juventud. “La casa de los tres patios” la llamo yo, que quedaba de Miseria a Pinto 129. El primer patio era el lugar al que daban las habitaciones y el tercero era un corral, pero el mío era el segundo, donde había una mesita a la que yo me iba a escribir y a estar sola, siendo ya una muchacha de universidad. Era lo que me gustaba en aquel tiempo: la escritura. Y mis padres no me comprendían. Eran maravillosos, ambos, mamá una mujer muy dulce, pero no había comunicación alguna entre ellos y ese mundo mío. Mi otro sitio preferido era la cocina, que era como un cascarón donde lo principal era la presencia de Angelina, la cocinera, a quien recuerdo un día llorando a mares por la muerte de Carlos Gardel, a quien amaba. (Se ríe). Yo escribía con sentimiento de culpa. Tenía la sensación de que cometía un pecado. (Calla). Yo debo haber hecho sufrir mucho a mis padres. (Calla).

–¿Por qué?

–Porque sé que ellos hubieran preferido que yo viviera según otros parámetros.

–¿Según cuáles parámetros?

–Que me casara al terminar el bachillerato, que tuviera hijos y siguiera la rutina. Y ya en el bachillerato yo empecé a ser un bicho raro. (Se ríe). Comencé a interesarme por la literatura, por el teatro. Mi papá murió muy pronto y no tuvo tiempo de ver ni siquiera mi película sobre Reverón, pero mamá estuvo en el Festival de Cannes conmigo cuando me dieron el Premio de la Crítica por Araya y eso la hizo feliz, pero hubiera sido más feliz si mi vida hubiese sido distinta desde un principio.

–¿Y alguna vez habló de eso con ella?

–No, no. Había un cariño tremendo entre nosotras, pero nunca hablamos de eso. Yo encuentro que una de las cosas más bellas de hoy en día es que hay una relación más estrecha entre padres e hijos, me parece. Baruj fue una de las pocas personas que trataron de ayudarme. Estando al tanto de mis intereses, le dijo a mi padre que me mandara a estudiar en un colegio en los Estados Unidos, pero papá no quiso.

–Era conservador su padre.

–No sé. Papá tenía fama de haber sido enamoradizo y parrandero durante su juventud, y era un hombre de buen humor, pero como cabeza de familia se ajustó a la costumbre de la vida venezolana de la época, según la cual el lugar de la mujer era el hogar. En eso también influía su origen sefardí. Mamá tenía las virtudes que exigía ese mundo y hacía todo sinceramente y con un gran talento.

–¿Usted se recrimina por no haber encajado en ese molde?

–No. A fin de cuentas, en ese momento hice lo que sentía que tenía que hacer. Y es mi vida. Además, ellos nunca me reclamaron nada.

–Pero usted sí se lo reclamaba a sí misma.

–Yo era muy sensible a todo. (Piensa). Aún lo soy. Por ejemplo, a mí me enferman los días grises. Yo soy muy solar, me gusta la luz. No sé cómo sobreviví a tantos inviernos en Europa.

Este 23 de mayo La señora Ímber llega al teatro
Julie Restifo encarna a la polémica y fascinante Sofía Ímber en un monólogo basado en el libro de Diego Arroyo Gil, adaptado por Javier Vidal

 

SOFÍA ÍMBER DECÍA QUE NO le gustaba el teatro porque no soportaba estar sentada, pero a partir del jueves 23 de mayo –y hasta el domingo 26– el público venezolano tendrá la ocasión de ver, por primera vez, a Sofía Ímber sobre las tablas. Desde que, en 2016, salió a la venta el libro La señora Ímber, la biografía que sobre Sofía escribió el periodista Diego Arroyo Gil, un dramaturgo de tanta experiencia como Javier Vidal no ha dejado de trabajar en la adaptación del texto para llevar a los escenarios la vida de una de las mujeres más polémicas, inquietantes y misteriosas de Venezuela y de América Latina en el siglo XX.

Interpretada por la actriz Julie Restifo, en La señora Ímber veremos hablar a Sofía, en primera persona, sobre los momentos más relevantes de su vida, sobre sus amistades y sus detractores, sobre sus dos grandes amores, Guillermo Meneses y Carlos Rangel, sobre sus nexos con lo más destacado de la cultura occidental en una Venezuela moderna y cosmopolita, sobre su insólita temporada en París en los 50 y, sobre todo, sobre su insospechada pasión psicoanalítica. Sofía: la intransigente, la perfeccionista, la inconforme, la inspiradora, la difícil, una criatura con una gran capacidad para sobrellevar sus éxitos y sus tragedias con una entereza apabullante, cobra vida gracias a un espectáculo producido por Jota Creativa y patrocinado, entre otras instituciones y organismos, por la Embajada de España.

“Sofía se ha convertido en mi obsesión –dice Julie Restifo–. Para mí es un gran reto personificar a una de las mujeres más complejas y emblemáticas de nuestra cultura. La angustia existencial que ella decía padecer, y que ha sido uno de los enigmas de su vida, es mi fuente de inspiración para darle vida a una persona que considero era la pasión en persona”.

“Sofía fue mi maestra –agrega Javier Vidal–, y yo no podía dejar pasar la oportunidad que nos regala Diego Arroyo Gil con la biografía La señora Ímber para llevarla a las tablas en la piel de Julie Restifo. Es un reto, un honor, un homenaje a la que nos dejó tanto. Es una alerta a la resistencia, a la pugnacidad, a la rebeldía, a la obcecación y a la tozudez de vivir sin un instante de descanso. Sofía la incansable ni siquiera ahora descansa”.

La señora Ímber contará además con la actuación especial de Leo Aldana, que hará las veces de Diego Arroyo Gil –que aparece como personaje en la obra–, Guillermo Meneses y Carlos Rangel simultáneamente, en lo que resulta en una suerte de juego de reflejos entre el personaje de Sofía Ímber, sus dos maridos y su biógrafo.

El diseño de iluminación de La señora Ímber correrá por cuenta de Juan Carlos Ogando; el video arte, a cargo de Daniel Dannery; la asistencia de escena, a cargo de Sergio Malpica, y la intervención escénica a cargo de Miguel Marsan. Todos ellos bajo la producción de Samuel Hurtado. “Estoy sumamente emocionado por el trabajo que Javier Vidal y su equipo han hecho con mi libro sobre Sofía, que es quizá la persona más fascinante que yo he conocido jamás.

Me complace sobre todo que el teatro permita que una vida tan insólita y novelesca como la suya sea conocida por la mayor cantidad de gente posible”, concluye Diego Arroyo Gil.

 

*** LA SEÑORA ÍMBER Lugar Centro Cultural Chacao Estreno Jueves 23 de mayo de 2019, 7pm

Funciones Viernes 24 de mayo, 6pm

Sábado 25 de mayo, 5pm

Domingo 26 de mayo, 11am

Las entradas están a la venta en la taquilla del teatro y en la página web www.ticketmundo.com

Por Notre-Dame, regazo del alma, por Diego Arroyo Gil

LAS COMPARACIONES SON ODIOSAS. Cuando se trata de comparar obras de arte de incalculable valor para el mundo, además son estériles. Pero aunque solo sea para tratar de esclarecer un poco más lo que significa el incendio de la Catedral de Notre-Dame, es como si de pronto se perdiera, por efecto de un ácido o del mismo fuego, un pedazo de la Gioconda, o como si un cataclismo imposible hiciera que desaparecieran para siempre, sin posibilidad alguna de recuperación, cuarenta páginas del Quijote o de Hamlet. Estoy extremando el asunto, se comprende… ¿Qué nos ha sido arrebatado en la tragedia de Notre-Dame? Las llamas han devorado partes enteras de uno de los templos más importantes, no solo de la cristiandad, que ya es mucho decir, sino, en general, del espíritu humano. Recuerdo a Mandelstam, el poeta ruso: “Construir significa conquistar el vacío, hipnotizar el espacio. La bella flecha del campanario gótico está furiosa porque su función es apuñalar el cielo, reprocharle su vacío”. Hoy una de esas flechas se ha derrumbado en París. Verla venirse abajo, en una de las escenas más dramáticas y tristes jamás imaginadas, ha sido ver colapsar por un momento el alma entera de Occidente y quedarnos todos sus hijos expuestos, sin aviso, a una inmensidad aterradoramente abierta, sin una mediación que durante mucho tiempo nos había ayudado –nos diéramos o no cuenta de ello– a comerciar con lo invisible sin que lo invisible nos destruyera con su rayo. ¿No es para eso para lo que, entre otras cosas, existe el arte, para que podamos transar con una realidad que, descarnada hasta lo insoportable, nos liquidaría? En ese sentido Notre-Dame era –y estoy seguro de que lo seguirá siendo en lo sucesivo, pese a todo– un lugar excepcional de caluroso resguardo. Bastaba entrar allí para sentir de inmediato, con esa gratuidad que a veces avergüenza al que la recibe, que algo se ajustaba en el cuerpo y lo ennoblecía. Te descubrías acogido, de milagro, en un regazo inmemorial. Era la Virgen, claro, Nuestra Señora, pero también era la Belleza, esa dama entre las damas por la que hace ya tanto se lanzaron, como nos cuentan los clásicos, mil barcos al mar. Una dama, en este caso, llegada a tierra, e incomparablemente bien vestida y bienamada. Con los años quedarán las crónicas de este tiempo lejano en que una diosa de París, de Europa y del mundo estuvo a punto de ser reducida a cenizas. No tengo ninguna duda de que para entonces la flecha estará allí de nuevo conjurando el vacío.

Diego Arroyo Gil: “En el libro sobre Osmel yo he hecho el papel del mudo, y ha sido a propósito”

@CinziaProcopio

 

En un ensayo recogido en el libro Nuevo País de las Letras, editado en 2016 por Banesco, la escritora Elisa Lerner afirmaba que Diego Arroyo Gil es un “biógrafo de la herencia cultural” de Venezuela. Lerner lo decía porque Arroyo había publicado, hasta entonces, cinco libros, cada uno de ellos dedicado a un personaje relevante de la vida venezolana: la pintora Luisa “la Nena” Palacios, el profesor y museógrafo Miguel Arroyo, el político Simón Alberto Consalvi, el periodista Nelson Bocaranda y la intransigente Sofía Ímber. Tras la buena acogida de los libros sobre Bocaranda e Ímber, ambos editados por Planeta, Diego Arroyo regresa a las librerías con uno sobre Osmel Sousa, una figura que se distancia tanto de las anteriores que algunos se han preguntado a qué se debe su interés por el llamado “Zar de la belleza”. Aquí lo explica.

Nacido en Caracas el 23 de enero de 1985, un dato que a él le gusta resaltar “porque el 23 de enero es el día de la democracia”, Arroyo Gil se graduó de periodista en la UCV e hizo un posgrado en Edición en la Universidad Complutense de Madrid, en donde, según dice, le enseñaron “lo que Consalvi, mi maestro, ya me había enseñado, tal como Milagros Socorro me advirtió que ocurriría”. Con una expresión un poco indescifrable (a veces parece arisco, o bravo, y otras resulta simpatiquísimo), Diego tiene 33 años, y aunque trabaja desde los 19 como reportero, dice que todavía le cuesta reportear.

–¿Por qué?

–Porque mi reportería siempre es muy lenta. Yo admiro mucho a mis colegas que llegan a la reunión de pauta a las 10 de la mañana y a las 11 salen a buscar la noticia porque ya la tienen en la mira. Yo nunca he logrado hacer eso. No tengo ese olfato. Una de mis quejas cuando estudiaba periodismo era que el periodismo se hacía muy rápido. Una profesora me miró alarmada y me dijo: “Pero, bueno, ¡desde luego!”. Yo me tardo un horror, y eso no funciona en el diarismo. Quizá por eso me he dedicado a escribir libros. Con los libros uno siempre puede decir: “No he terminado” y no se cae el mundo. En el periódico, si no has terminado, tienes que terminar o estás despedido.

–Pero eso no significa que no tengas olfato. Has publicado un libro sobre Osmel Sousa justo ahora cuando Osmel Sousa renunció a la presidencia del Miss Venezuela. Reaccionaste rápido.

–Es que la idea de escribir el libro sobre Osmel no surgió a propósito de su renuncia al Miss Venezuela. Osmel todavía era el presidente del concurso cuando yo le propuse entrevistarlo para hacer el libro. Su renuncia sucedió medio año después de nuestra primera sesión de trabajo, que duró un mes y pico. Renunció y volví a llamarlo, y hubo una segunda sesión, de un mes. Y luego hubo una tercera, que consistió en que yo lo citaba para aclarar dudas, para hacerle consultas puntuales, esas cosas.

También puedes leer: Exclusivo: Extractos del libro “Osmel: un hombre desconocido”, por Diego Arroyo Gil

–Ahora, esta biografía…

–No, no. El libro sobre Osmel no es una biografía.

–¿Y cómo lo definirías?

–Yo diría que es una larga entrevista, solo que es una entrevista que está presentada de tal manera que no parece una entrevista, porque el entrevistador no habla nunca, no interviene, de modo que no te das cuenta siquiera de que él existe, y si te das cuenta, muy pronto te olvidas de él. El libro es una entrevista, no una biografía. Para escribir una biografía de Osmel hubiera tenido que proceder de una manera muy distinta. Para empezar, no hubiera escrito el libro en primera persona sino en tercera persona. Y hubiera sido un libro con más voces, no solo con la voz de Osmel. Pero desde el principio yo quise que el libro fuese solo él, porque él nunca había estado dispuesto a hablar así y me pareció que tenía que aprovechar el momento para escucharlo. No creas que no tuve dudas. El personaje es tremendamente polémico.

–El otro día lo comentaste en la radio, con Shirley Varnagy. Y dijiste que las dudas se debían a que Osmel te resultaba “ajeno”. ¿Ajeno en qué sentido?

–Es un personaje muy singular, ¿no? Con un mundo muy distinto al mío. No te olvides de que yo me he dedicado al periodismo literario. El Miss Venezuela era un fenómeno que me llamaba la atención, como a muchos venezolanos, pero hasta ahí.

–¿Y luego de esta experiencia crees que has cambiado? ¿Hay personajes sobre los cuales te atreverías a escribir que antes no hubieras considerado?

–A mí ahorita me gustaría escribir sobre Bibiana Fernández, la actriz española, sobre Chavela Vargas, sobre Celia Cruz, sobre Carolina Herrera, sobre Diana Vreeland. Pero esos son personajes que me interesan desde hace mucho tiempo, no es de ahora. Y son sueños, claro. Fantasías.

–Y puras mujeres.

–Es verdad. No me había dado cuenta. Son puras mujeres. Debe ser que yo cada vez me siento más a gusto con las mujeres. Siempre ha sido así, pero con el tiempo más. Yo nací y crecí en medio de un mujerero muy bien poblado, y luego me he rodeado de otras mujeres maravillosas: María Fernanda Palacios, Elisa Lerner, Sofía Ímber. Creo que hay algo en mí que sintoniza mejor con la manera como ellas viven el drama humano que con la manera como lo viven los hombres. Ciertos hombres. Porque fíjate que si me preguntas sobre qué hombres me gustaría escribir, te respondería que me gustaría escribir sobre Saint Laurent, sobre Diaghilev, sobre Bola de Nieve, hombres con una feminidad muy a flor de piel. Otra opción sería algún actor porno tipo Rocco Siffredi, del que por cierto hay un documental extraordinario en Netflix. A lo mejor lo que me interesa, finalmente, es que haya una pasión a la vista, se trate de un hombre o de una mujer. Eso es.

–Pero has escrito, hasta ahora, seis libros, y cuatro de ellos son sobre hombres: Miguel Arroyo, Consalvi, Bocaranda y ahora Osmel.

–Bueno, cuatro grandes pasiones: Miguel, la pasión por el arte. Consalvi, la pasión por la política. Nelson, la pasión por el periodismo. Osmel, la pasión por la belleza física.

–¿La experiencia con Osmel hizo que cambiara tu percepción de la belleza física? Osmel ha dicho en muchas oportunidades que la belleza interior no existe, y tú, que vienes de la literatura, pensarás que eso es un disparate.

–Sobre esa frase hablamos bastante él y yo. A mí no me gusta, pero entiendo la boutade. Él dice: “La belleza interior no existe, ese es un cuento que inventaron los feos. ¿Cómo van a ser bellas las tripas?”. Yo le rebatí, no lo de las tripas, que efectivamente son muy feas, pero le dije que una persona dulce, por ejemplo, es una bella persona, en el sentido de que es bella interiormente. Él me contestó: “¡Pero eso no es ser bello, eso es ser dulce!”. El asunto es que para Osmel la belleza es lo que se ve, lo que puede percibirse con la vista, no con la inteligencia. Osmel es un cultor absoluto de la belleza física, de la belleza superficial, pero cuando digo superficial me refiero a lo que la palabra significa literalmente, la belleza de la superficie. En ese caso “superficial” no es “irrelevante”. Podría llevarlo más lejos y recordar la frase de Wilde: “Solo la gente frívola no juzga por las apariencias”, o algo así. Me parece que es el mismo principio, aunque se trata de dos personas, Osmel y Wilde, muy, muy distintas. Lo aclaro para que no salgan algunos intelectuales amigos míos a decir que tengo la osadía de comparar a Wilde con Osmel, tú sabes, que están de a toque.

 

–¿Te han juzgado algunos amigos tuyos intelectuales?

–¿Por lo de Osmel?  Un poquito. Pero me lo esperaba. Sabía que iba a ser así. Al principio me dio temor, pero después se me quitó, creo.

–¿Cuál es la crítica?

–Que les parece un error, o un horror, que haya decidido escribir sobre un personaje de la farándula, porque para ellos la farándula es una cosa de segunda mano, ahí no hay nada que buscar. Un amigo escritor preguntó en una reunión en la que yo no estaba: “¿Por qué Diego está escribiendo sobre ese tipo? ¿Qué importancia tiene?”. Luego nos encontramos, y me dijo: “Me vas a disculpar, pero Osmel no me cae bien”. Yo quise saber por qué se disculpaba. ¿Cuál era el problema con que Osmel no le cayera bien? El comentario revelaba que mi amigo tenía una idea equivocada de lo que es un periodista. El hecho de que yo entreviste y escriba sobre Osmel Sousa no significa, en primer lugar, que yo sea Osmel Sousa. El problema de la identificación. Segundo, tampoco significa que yo sea un seguidor o un defensor de Osmel Sousa. Mi amigo se disculpaba porque no entendía que al periodista, tanto como al intelectual, le interesa el fenómeno humano, y que el fenómeno humano está en todas partes, entre ellas, en el espectáculo.

¿Te molesta esa confusión?

–No debería molestarme tanto. Tú misma has recordado que yo tuve dudas de si escribir o no sobre Osmel. Y esas dudas eran parte del mismo prejuicio. Cuando me comentaron la idea de entrevistar a Osmel para un libro, al principio yo me negué. Tenía en la cabeza que cualquier persona de la llamada “telerrealidad”, que es una palabra ciertamente repelente, no era digna de atención. ¿Por qué iba a importarme la vida de un hombre dedicado a hacer reinas de belleza? Un hombre, además, con fama de antipaticón, que está rodeado de una chismografía espantosa. Sofía estaba viva, mi libro sobre ella ya había salido, y me escuchó decir todo eso. Y me paró en seco: “¡No seas pendejo!”, me dijo. “No hay personajes menores sino periodistas menores”. Yo me quedé patidifuso, y me dio vergüenza. Una mujer que había entrevistado a media humanidad, y a quien yo quería y quiero tanto, me estaba dando una grandísima lección, una lección que nunca olvidaré. Me estaba diciendo: Mira, carajito, ¿quién te crees tú, que con esa pedantería rechazas un trabajo que no tienes ni la menor idea de qué aprendizaje puede darte? Sofía era feroz, y esa noche me fui de su casa con el rabo entre las piernas. Hablé con mi editora de Planeta, Mariana Marczuk, y le dije que iba a entrevistar a Osmel.

¿Cuál crees tú que hubiera sido la reacción de Consalvi al enterarse de que ibas a escribir sobre Osmel?

–Posiblemente hubiera dicho: “¡Coño!”, y se hubiera echado a reír, y luego se hubiese preocupado en saber a qué se debía mi interés. Consalvi era un hombre muy libre, amaba la libertad, y estoy seguro de que al final me hubiera apoyado, como me han apoyado María Fernanda [Palacios] y otra persona que es muy importante para mí, el profesor Jaime López-Sanz. No creo que Consalvi hubiese estado encantado, pero te aseguro que hubiera disfrutado mucho el proceso, porque Consalvi era un hombre al que nada humano le era ajeno, como dice el proverbio. A él le gustaba mucho esa frase. Consalvi era un ser maravilloso.

¿Cuál es la mayor enseñanza que te dejó Consalvi?

–Uy… Cultivar el amor propio, que quiere decir esforzarse por vivir con franqueza. Respetar y amar la vida, y no ser mezquino con la felicidad, celebrarla cuando aparece, no dudar de la felicidad.

¿Por qué el título de tu libro es Osmel, un hombre desconocido?

–Porque eso es lo que él es, aunque no parezca. Osmel es archifamoso, está claro, pero desconocido. Todos sabemos quién es, pero muy poca gente sabría responder de dónde salió, cuál es su historia. Hoy tú mencionas a Osmel Sousa en la calle y la gente te dice: “¡Claro, el del Miss Venezuela!”, pero más allá de eso nadie sabe nada, a pesar de que es una persona que creó un fenómeno social digno de estudio, el de las reinas venezolanas. Yo escribí el libro con la intención de conocerlo más a fondo. Quise acercarme para tratar de comprender cómo funciona esa cabeza.

¿Y cómo funciona esa cabeza?

–Para eso hay que leer el libro.

–Con lo de “reinas venezolanas” te refieres a las misses.

–Sí y no. Porque eso de “las misses”, dicho así, es muy genérico. Más que un preparador de misses, Osmel es un queenmaker. Piensa tú, qué sé yo, en Maite Delgado, por ejemplo. Sería erróneo decir que Osmel hizo a Maite. No, no, Maite se hizo a sí misma. Maite es Maite. Pero Maite pasa por Osmel, de alguna manera. O por el Miss Venezuela, pero es que el Miss Venezuela, para uno, es Osmel. Y Joaquín Riviera, desde luego. ¿Y quién es Maite hoy en día? Una reina. Maite sale a la calle y la gente se queda boba con solo mirarla. Yo no me había dado cuenta de eso hasta ahora, y me parece muy interesante porque además es algo muy natural. Nosotros no tenemos una realeza de sangre azul, faltaba más, pero tenemos a nuestras reinas, y son ellas: Maite, Irene, Viviana, Alicia, en fin, ¿cuántas son? Hay gente que dirá que eso es una pendejada, o una mariconería, pero me pregunto si nos hemos parado un momento a pensar en lo que significa la presencia de esas mujeres entre nosotros. Hace algunos años, cuando yo era chiquito, estaba en Maiquetía esperando que mi mamá llegara de un viaje y mi padrastro y yo nos encontramos con Viviana Gibelli en una tienda. Nos quedamos allí para verla, y nos fuimos, y al rato Carlos, mi padrastro, me dijo que regresáramos para verla una vez más. Porque impresionaba mucho. Tenía un aura que atraía. Algunas feministas de ahora dirán que éramos unos fetichistas y que estábamos “cosificando” a una mujer, etcétera, pero no importa.

¿No te gustan las feministas de ahora?

–Ya me vas a meter en un lío –se ríe–. No es que no me gusten “las feministas de ahora”. Eso sería injusto. El movimiento “Me Too” tiene una justificación. Hay desigualdades muy bravas. Lo que rechazo es el fanatismo, el hecho de que alguna gente, entre la que hay mujeres y hombres, se valga de la lucha por reivindicaciones sociales muy serias, necesarias y legítimas para emprender una suerte de venganza contra el mundo. Entonces ven ultrajes por todas partes y viven llamando a capítulo. A mí me recuerdan un poco a Savonarola, aquel monje loco que durante el Renacimiento llamó a insurreccionarse en contra de Venus y organizó “la hoguera de las vanidades”. Todo lo bello, a la candela. Desde cuadros con motivos mitológicos hasta espejos y maquillaje.

–¿Maquillaje?

–Sí, maquillaje. Porque el maquillaje era un elemento del demonio, pues el maquillaje “adultera”. Hoy se diría que convierte a la mujer en “objeto” del deseo. No hay que dar muchas vueltas: en casos como ese la cosa es contra la belleza. Edgar Alfonzo-Sierra, un periodista venezolano que vive en Madrid, me contó hace unos días que un amigo suyo vio en la calle a una bebé muy bonita en un cochecito. La llevaba la mamá. La vio y comentó: “¡Ay, pero qué niña tan bella!”, algo que le podría pasar a cualquiera en cualquier parte. Y la mamá, al escucharlo, reaccionó: “¡Pues la belleza no es ningún mérito!”. Eso yo no lo entiendo. Y una actriz española decía hace poco en El País que a ella le molesta que la llamen “guapa” porque siente que la están “adjetivando”. ¿En España, donde llamar a alguien “guapo” o “guapa” es algo tan antiguo y tan hondo que a los primeros a los que llaman así son al Cristo de Triana y a la Macarena? Por favor. Lo que pasa es que uno dice estas cosas y algunos creen que estás defendiendo al monstruo de Harvey Weinstein. Eso es fanatismo puro y duro: no ver ni aceptar matices, y hay algo de eso en un sector del feminismo actual. Ojo, en un sector.

¿Estas son cosas que tú hablaste con Osmel?

–¿Con Osmel? No, no, para nada. En todo caso, no en estos términos, no. Con Sofía sí. Sofía hubiera apoyado el movimiento “Me Too”, estoy seguro, lo he pensado, pero lo hubiera apoyado con un tremendo sentido crítico. Y no hubiera durado mucho. A los tres días la hubieran expulsado, porque Sofía no se autocensuraba mucho a la hora de expresar sus opiniones.

Pero Sofía es un ícono del feminismo para muchas mujeres.

–Sí, pero una cosa es apoyar una causa que consideramos justa e incluso jugarse el tipo por ella, y otra muy distinta es hacerse un fanático en nombre de esa causa. El problema es el fanatismo. El fanatismo acaba siempre en la guillotina, porque el fanatismo es irreflexivo. Frente a ciertas realidades se puede ser hasta radical, como dijo hace poco el padre [Luis] Ugalde, pero ser fanático son palabras mayores.

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Ya que has mencionado varias veces a Sofía, en 2016 publicaste unas memorias suyas, pero escritas por ti, como también has hecho ahora con Osmel. ¿Cómo alguien puede escribir las memorias de otro, y además en primera persona?

–Es extraño, tú tienes razón. Lo es incluso para mí. Yo había comenzado a escribir el libro sobre Sofía como tres o cuatro veces, siempre en tercera persona: era yo hablando sobre ella, pero luego de algunas páginas lo desechaba. Sofía tenía mucha fuerza al hablar y yo no lograba que mi voz transmitiera esa fuerza. Un día me llama Manuel Gerardo Sánchez y me pide una semblanza de Sofía para la revista Clímax. Yo le dije que sí sin saber cómo iba a escribir lo que me pedía, porque yo estaba enredado, pero una mañana me desperté con una frase en la cabeza: “Mi nombre es Sofía Ímber, y tengo 90 años. Hay quienes dicen que son más…”, etcétera, etcétera. Me senté y escribí varias páginas de una vez, como si fuera Sofía, y dije: “¡Esto es!”. Entendí que para mostrar a Sofía debía renunciar a tratar de describirla. Ella debía llevar la voz cantante y yo hacerme el invisible. Seguí por ese camino, la semblanza se publicó e hice el libro.

¿Cuánto de ti se coló en lo que pusiste en boca de Sofía y de Osmel?

–De mí se cuela en esos libros mi lectura de sus vidas, pero esa lectura se transmite no de una manera directa sino a través de la organización de la crónica que yo armé con lo que ellos me contaron. Y esa lectura se hacía, poco a poco, con la escritura. Todo es muy informe cuando uno se sienta a escribir. La escritura es un trabajo que te ayuda a darle forma a inquietudes y percepciones que te asaltaron cuando empezaste.

¿Hay una violencia en la escritura?

–¿Violencia? ¿Por qué? Yo no lo diría de ese modo, no. Pero tampoco es que tenga mucho que decir. Yo no me considero un escritor lo que se dice un escritor. Prefiero presentarme como periodista, que es como me siento, y con salvedades. Yo lo que soy es un curioso y un obsesionado por la experiencia humana, por los misterios de la vida en nosotros, y esa curiosidad y esa obsesión me empujan a compartir algún hallazgo de interés. ¿Cómo se llama quien se dedica a eso? No sé. Yo soy un reportero de personas, digamos así, pero a diferencia del reportero que es un tigre, yo me quedo delante de todo como un búho. Así me decía Michaelle Ascencio, otra de mis amigas. Que yo investigo por observación, no por movimiento, y por eso sé que soy un pésimo reportero de calle, lo que me avergüenza un poco ante mis colegas. Cada vez que he salido a reportear, en vez de meterme en todas partes y de hablar con la mayor cantidad de gente posible, me quedo en un rincón viéndolo todo sin hacer más nada. Quizá por eso se me ha dado lo de escribir perfiles. Porque yo me siento con una persona y la escucho hablar, y la veo expresarse sin decir mucho, y de pronto la persona se olvida de que yo estoy allí y se revela, y entonces me la “robo”, entre comillas. Pero sin violencia, para responder a tu pregunta. Me gusta la intimidad, pero para acceder a la intimidad de alguien hay que hacer que el periodista en uno se esconda un poco. La intimidad exige que el micrófono desaparezca, aunque siga estando allí, porque uno igual registra todo lo que puede.

¿Tu proceso con Sofía fue igual a tu proceso con Osmel?

–Sí en cuanto a mi actitud mientras conversaba con ellos. Todo eso que te he contado sobre la relación entre el periodista y la vida ajena que ese periodista trata de esclarecer. Pero Sofía y Osmel son dos personas distintísimas. Aunque desde un punto de vista profesional haya coincidencias entre un trabajo y el otro, el trato personal con cada uno de ellos fue único. Yo me llevo bien con Osmel, nos respetamos, él ha sido una persona muy amable conmigo. Durante nuestras entrevistas hubo momentos duros, momentos en que yo lo puse entre la espada y la pared, como es natural. Tanto que un día me dijo que yo parecía un policía. Pero ni siquiera en esos momentos llegamos a estar cerca de que se interrumpiera la conversación. Osmel está bien curtido y sabe manejarse cuando alguien lo enfrenta. Pudo no haber sido así. Pudimos habernos peleado, habernos caído a gritos, esas cosas que alguna gente confunde con el buen periodismo, pero si hubiéramos caído en eso no habría habido ni entrevistas ni testimonio ni libro ni nada, y la idea era precisamente dejar que Osmel hablara, él que no habla casi nunca. Al menos no extensamente. Con Sofía sí peleé, fíjate tú. O más bien fue ella la que peleó conmigo.

¿Y por qué?

–Porque un día se molestó porque pasé cuatro horas en su casa revisando papeles mientras ella estaba allí, sentada. No interactuamos mucho, y cuando me levanté para irme me dijo que yo era un “canalla”, porque mi único objetivo era aprovecharme de su vida para tener “éxito”. Era lunes de Carnaval, y le respondí que yo estaba ahí a pesar de que podía estar en la playa. Fue peor. Me dijo que, además de canalla, era un “cínico”, que no me bastaba con haberme ido de vacaciones en diciembre, además pretendía irme a la playa en Carnavales. A mí me dio un ataque de risa, pero me di cuenta de que ella estaba brava de verdad. Agarré mis cosas y me retiré, y a los cinco segundos me gritó: “¡Dieguito, ¿a qué hora vienes mañana?!”. Al día siguiente le reclamé, y me contestó: “Si no te quisiera, no te hubiera dicho todo eso”, y me ofreció un whisky. Eso te dice que mi relación con Sofía no fue igual a mi relación con Osmel. Sofía y yo tuvimos una amistad muy cercana. Con Osmel yo no he tenido esa relación.

¿Sofía u Osmel te pidieron que censuraras algo en sus libros?

–Sí, ambos.

¿Qué cosas?

–Sofía, la historia de un amor eventual y sin mayores consecuencias. Daba igual. Y Osmel, su año de nacimiento. También da igual. Cuando uno permite que un periodista lo entreviste sabe a lo que se expone, y ellos lo sabían, porque además yo no soy una persona muy expresiva, a veces a mi pesar. Sofía, con toda la cercanía que hubo entre nosotros, siempre dijo que yo era un hielo. Pero eso fue algo que yo hice adrede, porque si no, no hubiera podido escribir. Cuando murió, lloré mucho, y el hielo se derritió. Sofía se convirtió en una persona muy querida para mí. Sofía tenía la capacidad para instalarse en el centro de tu vida, no sé cómo, pero lo hacía. Y conmigo lo hizo, y fue un placer. Boris [Izaguirre] me dijo que a él le había pasado lo mismo, y me preguntó si era verdad que yo había logrado acceder a su vestier. Una de las mejores cosas que me dejó Sofía fue la amistad con sus hijas y con Boris. Son parte de mi familia elegida, como diría Isaac Chocrón.

¿Sobre qué estabas entrevistando a Osmel que te dijo que parecías un policía?

–Sobre su renuncia al Miss Venezuela y las acusaciones de proxenetismo.

Me pregunto cómo manejaste esos temas, que son tan graves.

–Hice lo que hubiera hecho cualquier periodista, ahí no había para dónde coger: puse los temas sobre la mesa y pregunté. Yo no suelo llegar a las entrevistas con actitud de inquisidor, no es mi estilo, pero pregunto de todo. Se puede preguntar de todo si uno sabe cómo y cuándo preguntar. Eso se te lo va dando el tiempo. A mí me lo enseñó Edgar Alfonzo-Sierra, en El Nacional. Edgar es siempre mi primer lector. Todo lo que publico pasa primero por él.

¿Tú crees que Osmel te dijo toda la verdad?

–Él mismo lo dice al final del libro: “No se puede decir toda la verdad”, una frase que deja la puerta abierta a muchas historias que vendrán a partir de ahora. Eso sí: Osmel respondió a todas mis preguntas. Y eso siempre lo agradece un periodista.

¿El libro es una defensa de Osmel Sousa?

–No. Osmel presenta su testimonio, eso es todo. De hecho, en el prólogo yo digo que no tengo ningún inconveniente con que el libro se lea como un informe. En el libro sobre Osmel yo he hecho el papel del mudo, y ha sido a propósito.

¿Por qué crees que Osmel aceptó hablar contigo?

–Esa es una buena pregunta. Osmel me conoció el día que yo le propuse entrevistarlo. Él no sabía quién era ni a qué me dedicaba. A lo mejor el hecho de que hubiera escrito sobre Nelson y sobre Sofía, que fue lo primero que le dije cuando nos presentaron, lo convenció, no sé. O quizá yo aparecí en un momento en que él quería hablar, por su edad o quién sabe. Nunca le he preguntado por qué aceptó mis entrevistas. Se lo voy a preguntar, pero seguro va a salir con algo gracioso.

¿Sobre quién vas a escribir ahora?

–Estoy escribiendo sobre Margot Benacerraf, la mujer que hizo Araya [la película]. La he entrevistado mucho, durante casi dos años, y espero terminar de escribir a tiempo. Margot tiene 92 años. Es la dama blanca.

¿Eso qué significa?

–Estoy escribiendo para ver si lo descubro.

–¿Pero de dónde sale lo de “la dama blanca”?

–De las montañas de sal que vemos en Araya, y de lo difícil que es una mujer que se reserva en exceso. No la estoy criticando, ella es así, y eso me resulta fascinante.

¿Será un libro también en primera persona?

–No. Es un libro de pregunta y respuesta, así lo he planteado. La primera persona no es el joker de la baraja. No es una fórmula. Es solo una posibilidad de la escritura, y con Margot la primera persona necesita de un interlocutor visible.

¿Y para cuándo Bibiana Fernández, o Celia, o Carolina Herrera, o Rocco Siffredi?

–A lo mejor jamás y nunca. No te apures. Morante de la Puebla, el torero, dijo una vez que en la vida siempre es mejor hacer las cosas lentamente. No todas, desde luego. A veces hace falta que caiga un rayo.