La opción de abandonar la causa democrática venezolana, aunque no me parece la ideal, es válida. Nadie está obligado a exponerse. Pero quien la asuma debe entender que no estará haciendo oposición efectiva
Honestamente ignoro si Napoleón Bonaparte realmente dijo que “la derrota es huérfana y la victoria tiene mil padres”. No importa. El aforismo es de una genialidad innegable. Con Venezuela a punto de entrar a un cuarto de siglo de hegemonía chavista, por desgracia hay que decir que el campo opositor es en tal sentido un grandísimo orfanato, con varias facciones dedicadas a culpar a otras por la permanencia del chavismo en el poder, toda vez que se niegan a reconocer cualquier fracaso propio. En ese intercambio constante de dardos, es bastante frecuente que los unos acusen a los otros de no ser siquiera opositores. En algunos casos hasta hay señalamientos de contubernio con la elite gobernante. Ya abordé esa cuestión en una emisión pasada de esta columna. Hoy me quiero detener en un grupo al que yo no llamaría “colaboracionista” y del que no sospecho intenciones perversas, pero que de todas formas me parece que no está intentando hacer ninguna oposición verdadera.
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La opción de abandonar la causa democrática venezolana, aunque no me parece la ideal, es…
El colectivo, no necesariamente organizado o articulado, incluye tanto a dirigentes políticos como a opinadores influyentes sin militancia partidista ni la política por profesión. Su objetivo es evitar que la gente haga cosas que molesten a la elite chavista, para que así nadie “se meta en problemas”. Son personas que, me parece, se han doblegado ante el temor que naturalmente inspira la deriva autoritaria del gobierno. Sobre todo, por la persecución inmisericorde de líderes políticos, llevando a estos a la cárcel o al exilio, por la represión salvaje de las protestas de 2014 y 2017 y por los reportes de torturas y otros tratos crueles a presos políticos. Quiero enfatizar que ese temor es perfectamente comprensible. Yo también lo siento. Pero ese no es el punto.
Su abstinencia de acciones que perturben a Miraflores incluye cualquier llamado a protestas, aunque sean inequívocamente pacíficas, así como gestos de respaldo a las sanciones sobre la elite gobernante y su aparato de generación de riquezas para apropiación indebida. Sostienen que todo eso no solo es técnicamente inútil y hasta contraproducente, sino además inaceptable desde un punto de vista ético. Que es “radical” y “antipolítico” (ridículo concepto este último, derivado de una de las pocas cosas en las que Hannah Arendt se equivocó, al limitar lo político a una concepción ideal).
En cambio, dicen que la única forma legítima de lidiar con el chavismo es pelándole el diente. Hablarle con tono bajo, casi en murmullos, con palabras bonitas y apelando a su conciencia. De esa manera aspiran a que, si todos marchamos derechito y sobre nuestras rodillas, el gobierno algún día se vuelva virtuoso y nos deje otra vez vivir en democracia y libertad.
El problema con esta postura genuflexa es que tiene una probabilidad de dar frutos nula o casi nula. Este gobierno comete todos los atropellos que comete justamente porque se le permite hacerlo. No hay que buscarle un razonamiento ético que a sus capitostes ni se les pasa por la cabeza. Es inútil preguntarse por qué hacen lo que hacen, sin ningún escrúpulo. Cuál es la razón de tanto desprecio, tanta crueldad y tanta degradación. Lo hacen porque pueden. Nunca me canso de repetir que no es casual que el sustantivo “poder”, concepto nuclear de la ciencia política, sea sinónimo del verbo “poder”.
Por eso el poder ilimitado es tan peligroso y los déspotas virtuosos son una rareza. Todo el mundo es vulnerable a esa tentación. Volviendo a Arendt y a uno de sus incontables aciertos, el mal es banal. Se manifiesta en personas que en muchos sentidos actúan de manera normal pero que son demasiado perezosas para hacer juicios morales. Imaginen las posibilidades de traducción de eso cuando se le combina con la noción de Max Weber sobre el poder: hacer que otros actúen como tú quieres que actúen, sea mediante la persuasión o la coacción.
Por consiguiente, la única forma de evitar más abusos en Venezuela es que la elite gobernante no pueda cometerlos. Que haya resistencia de algún tipo. Si no se le desafía, jamás va a hacer algo que no responda a sus intereses mezquinos y excluyentes. Entonces, todo ciudadano debe escoger cuál es su norte: ¿insistir en la restauración de la democracia y el Estado de derecho, aunque ello implique riesgos, o desechar esa causa para así no temer por represalias del gobierno?
O quizá debería decir “para así temer menos por represalias del gobierno”, ya que en un régimen como este nadie está a salvo. Las razones para arruinarle la vida a alguien pueden ser las más caprichosas y nadie está a salvo por no “meterse en política”. El ojo puesto en el negocio ajeno, algún entuerto sentimental o simplemente el reclamarle a alguien bien conectado por un abuso pueden desencadenar la arbitrariedad. ¿Cómo olvidar el caso de Antonia Turbay, una señora mayor que estuvo más de un año presa en el Helicoide, por ser vecina de Iván Simonovis al momento de su fuga? O, por poner un ejemplo más reciente, el caso de Mariana Barreto Falcón, liberada apenas esta semana luego de tres años presa por denunciar problemas con el envío de gasolina a una estación de servicio propiedad de su familia. Si no es porque al chavismo se le ocurre usarla como ficha de canje en el nuevo proceso de diálogo, seguiría tras las rejas.
La opción de abandonar la causa democrática venezolana, aunque no me parece la ideal, es válida. Nadie está obligado a exponerse. Pero quien la asuma debe entender que no estará haciendo oposición efectiva. Es mejor que se desentienda de la política, en vez de fingir que el apaciguamiento le hace algún bien al país.
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La opción de abandonar la causa democrática venezolana, aunque no me parece la ideal, es…
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