#LasReconstrucciones | De la Guerra Federal a la modernidad guzmancista
El Palacio Federal Legislativo es uno de los legados de la modernidad guzmancista. Litografía de Enrique Naun, 1877-1878.
En anterior artículo se mostraron las evidencias del caos provocado por la Guerra Federal y por el gobierno del Mariscal Falcón, testimonios de una destrucción que parecía irremediable. Entuertos terribles, como se trató de mostrar, pero cesaron para dar paso a un proceso de reconstrucción que no ha tenido buena prensa; pero que no solo permitió la sobrevivencia de la sociedad, sino también la posibilidad de pensar en que las cosas irían mejor cuando terminara el siglo.
La crisis de la Guerra Federal
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Sin que se pueda hablar de una trasformación capaz de dar un vuelco radical de la arbitrariedad a la equidad, de la opresión a la democracia o de los enfrentamientos civiles a una concordia duradera, entre 1870 y 1899 los dirigentes dan pasos significativos para el ordenamiento de la vida mediante el perfeccionamiento de mecanismos que lo permitieran.
Dicho lo cual, se deben destacar los esfuerzos de regulación de la convivencia que detienen el salto de mata que había imperado en las décadas anteriores. Hay gobierno. Por fin se pueden hacer planes y se llevan a cabo, se propone un modelo de república cuya estabilidad prevalece frente a convulsiones posibles de contener.
Durante el Septenio (1870-1876), el Quinquenio (1879-1884) y la Aclamación Nacional (1886-1887), períodos presididos por Antonio Guzmán Blanco, un vigoroso personalismo puede disminuir los intereses de los caudillos federales y ofrecer un modelo susceptible de implantación nacional. Entonces se concretan iniciativas fundamentales para el apuntalamiento de la vida que se anhelaba desde la creación del Estado nacional, procesos de homogeneidad que van dando forma a una sociedad pendiente de unos valores y de unas regulaciones a los cuales faltaba asentamiento.
Realizaciones esenciales del guzmancismo hacen que se sientan como realidades a las cuales conviene acostumbrarse:
1. La educación pública gratuita y obligatoria;
2. la difusión de los principios constitucionales y del pensamiento liberal a través de manuales de rudimentos;
3. el afianzamiento del estado laico;
4. la creación del culto a los héroes y de un sentimiento patriótico relacionado con los fastos de la Independencia;
5. la modernización de la prensa y de los medios propagandísticos;
6. el control más eficaz de la burocracia;
7. la introducción de métodos estadísticos para el conocimiento de la realidad;
8. la dominación más asertiva del territorio a través de la construcción de unas primeras carreteras y de tramos ferroviarios;
9. vínculos cada vez más frecuentes y veloces con Europa y Estados Unidos.
Son hechos a los cuales se busca cauce a través de la creación de una moneda nacional y con la redacción de los códigos Civil, Penal, de Comercio, de Hacienda y Militar, que dan golpes a la dispersión del pasado reciente y trasmiten la sensación de que el país marcha hacia un porvenir halagüeño.
Sin alcanzar el éxito de las realizaciones de Guzmán, durante las administraciones de los presidentes Linares Alcántara, Crespo, Rojas Paúl y Andueza Palacio se mantiene la orientación, para que predomine un entendimiento uniforme de los negocios públicos según lo que se considera como progreso en la segunda mitad del siglo XIX, que decae y en ocasiones llega a sumideros profundos, pero que no deja de estar presente.
La interferencia del caudillismo, negado a aceptar las presiones del centralismo presidencial, el rigor de las leyes y los refinamientos del trato social; el personalismo hiperbólico cuando Guzmán está al frente y la ubicuidad de la corrupción administrativa no permiten hablar de una época dorada, sino de un panorama de contrastes cargado hacia la opacidad. Pero -y esto no deja de ser una hazaña en medio de la pobreza del erario y de las carestías de la cotidianidad, especialmente entre las clases humildes- la nave del Estado no zozobra.
Entre otras cosas por el establecimiento de casas comerciales, nacionales y extranjeras, que prestan dinero al sector público para que los negocios prosperen. Y que llegan a estrenarse en una actividad bancaria que no existía y a organizarse en una Cámara representativa de la influencia desarrollada en sectores resistidos a doblegarse ante la anarquía. Balbuceos, se pudiera afirmar si se quiere exagerar, pero no esfuerzos baldíos.
Se detiene en los volúmenes de historiadores como José Félix Blanco, Ramón Azpurúa, Feliciano Montenegro, Felipe Larrazábal, Arístides Rojas y Lisandro Alvarado. Pondera la producción de poetas como Abigail Lozano, Francisco Guaicaipuro Pardo, Vicente Coronado y Juan Antonio Pérez Bonalde. Llama la atención sobre la profundidad del pensamiento de Tomas Lander, Antonio Leocadio Guzmán, José María de Rojas e Ildefonso Riera Aguinagalde. En materia de codificación y legislación recomienda los trabajos de Diego Bautista Urbaneja, Nicomedes Zuloaga y Manuel Cadenas Delgado.
No ahorra elogios sobre las hazañas de médicos como José de la Cruz Limardo, Guillermo Michelena y Manuel María Ponte. Destaca las obras de naturalistas de la talla de Alejandro Ibarra, Rafael Villavicencio y Vicente Marcano; y de matemáticos como Olegario Meneses, Lino Revenga, Jesús Muñoz Tébar y Agustín Aveledo. En la parcela de la pintura llama la atención sobre los imprescindibles lienzos de Martín Tovar y Tovar, Arturo Michelena, Cristóbal Rojas, Antonio Herrera Toro y Emilio Mauri. Por último, propone una nómina de músicos brillantes entre los cuales sobresalen Federico Villena, Salvador Llamozas, Ramón Delgado Palacio, Gustavo Vollmer y Teresa Carreño.
Un elenco tan importante, aunque seguramente desconocido hoy en la mayoría de los casos, habla de fábrica, de interés por el bien común, de horas aprovechadas. Por desdicha, desde las ínfulas y las pretensiones de la actualidad no se advierten los aportes de su época, sino solo la oscuridad que le atribuyen.
De las crisis a las reconstrucciones
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