El miedo a los judíos - Runrun
Elias Pino Iturrieta Jun 10, 2020 | Actualizado hace 4 semanas
El miedo a los judíos

Monumento al Holocausto. Berlín, Alemania. Foto Chiaravi / Pixabay.

@eliaspino 

El miedo a los judíos es uno de los sentimientos predominantes de la cultura accidental desde fines de la Antiguedad, de arduo tratamiento porque va unido a demostraciones de odio que traspasan la precaución que prevalece cuando las sociedades topan con comunidades a las cuales consideran como perjudiciales, o como amenazantes por las características y las intenciones que supuestamente las distinguen.

Sea por el temor que produce su peculiaridad, o por las manifestaciones de repulsión que conducen a reacciones sanguinarias, estamos ante uno de los fenómenos más estremecedores de la historia de Occidente.

Las referencias mayores sobre el asunto se encuentran con Hitler y con el Holocausto de la raza judía que promovió junto con sus brutales secuaces, pero son apenas el testimonio de una conducta remota y masiva que incumbe a todas las civilizaciones europeas, y a sus sociedades tributarias.

La reunión del miedo y el odio tiene origen doctrinal, un asunto sobre el cual se debe insistir debido a que no han faltado las explicaciones que la atribuyan principalmente al sentimiento popular. Para las autoridades cristianas los judíos representan el Mal Absoluto. Son los responsables del pecado más grande que pudo haber cometido la humanidad desde su creación: el Crimen de Deicidio.

Una conjura de la casta sacerdotal, una conspiración de sinagogas, condujo a la crucifixión del Hijo de Dios mientras la sociedad de entonces se hacía la desentendida, pecado y complicidad sin enmienda que han de trasmitirse de manera automática a los descendientes de la estirpe para que los expíen mediante apartamiento severo y, si es necesario, con la muerte. Tal interpretación, derivada de interpretaciones parciales de los evangelios y filtrada en los primeros concilios de la cristiandad, provoca  conductas que se convierten en tendencia abrumadora de las sociedades europeas, y en traslado de prejuicios después de los descubrimientos  geográficos de la época moderna.

Las autoridades laicas anteriores a la formación de los estados nacionales igualmente fomentan la persecución, como deslinde necesario para el control político que requerían. La determinación de lugares específicos de domicilio y de impuestos especiales, hasta llegar a prohibirles el ejercicio de oficios propios de la gente principal y, en ocasiones, a imponerles una indumentaria que los discriminara, acompañó el empeño de los documentos canónicos que los fulminaban.

Como eran miembros de una religión distinta, no podían quedar bajo la jurisdicción eclesiástica sino cuando atacaban el culto oficial o lo pervertían, motivo que condujo a la vigilancia puntillosa de conversos, judaizantes y “marranos”, probables animadores de herejías cuyo control, habitualmente desalmado, finalmente quedó en manos del Tribunal del Santo Oficio. Sin dependencia directa de las mitras ni de la sede romana, sino como despacho creado por el poder civil y financiado por sus arcas, la Inquisición podía hacer que la tierra temblara cuando perseguía y castigaba a los que “marraban” la fe de Cristo.

Por añadidura, las crisis económicas, las pestes y la pobreza hicieron que la gente común los convirtiera en objeto de su rencor. La relación de los judíos con el comercio y su participación descollante en pequeños y grandes manejos de usura que no estaban reñidos con la idea ancestral que tenían y tienen de la moral, hicieron que las muchedumbres hambrientas y embrutecidas los culparan de sus estrecheces y organizaran numerosos progroms sobre cuyas crueles devastaciones abundan testimonios desde 1300, por lo menos.

Los resentimientos de la población se cebaban con los israelitas, a quienes atribuían ritos satánicos, brujerías, sacrilegios y crímenes tan horrendos como el asesinato de niños recién nacidos.

Falsedades, en general, que permitían el asalto de los ghetos y la rapiña de las propiedades procedentes del trabajo de sus moradores, codiciadas por la plebe que no tenía dónde caerse muerta y a la cual despreciaban las aristocracias lugareñas. Fueron tan pavorosos los progroms durante la Edad Media, pero también en el Renacimiento y en lo posterior, que en no pocas ocasiones tuvieron que intervenir los obispos, y hasta el papa de turno, para impedir su recrudecimiento. Los púlpitos pueblerinos alimentaron  los sentimientos hostiles, hasta el extremo de acusar a las juderías de realizar conjuras nacionales e internacionales sobre cuya existencia todavía se insiste en nuestros días.

Para entender la profundidad y la genuinidad del miedo mezclado con odio que hemos esbozado, conviene recordar que las relaciones entre cristianos y judíos, con anterioridad a los progroms, fueron apacibles. Antes del siglo XI apenas se encuentran vestigios de un antijudaísmo popular. En la Alta Edad Media controlaron un amplio sector del comercio internacional, con el acuerdo o la sociedad de las autoridades gentiles. No fue entonces infrecuente el trato de los maestros de las universidades cristianas con eruditos adheridos a la fe mosaica. En las  cartas reales, los israelitas eran considerados como hombres libres que hablaban la lengua materna de las regiones en las cuales habitaban, y frecuentaban sitios públicos y hasta casas señoriales sin mayor impedimento. El miedo y el odio surgieron después, pero vinieron para quedarse.

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