El miedo a los musulmanes - Runrun
Elias Pino Iturrieta Abr 30, 2020 | Actualizado hace 3 semanas
El miedo a los musulmanes

@eliaspino 

Erasmo escribe así sobre los musulmanes en 1530: “Raza bárbara, de un oscuro origen. ¿Con cuántas matanzas no han afligido los turcos al pueblo cristiano? ¿Qué trato salvaje no han tenido con nosotros? ¿Cuántas ciudades, cuántas islas, cuántas provincias no han arrancado a la soberanía cristiana?”. El célebre humanista machaca el discurso de las autoridades religiosas de la Europa de los tiempos modernos, que levantan la alarma frente a un poder que las avasalla y por cuya presencia temen tribulaciones generalizadas.

El miedo por la penetración de un tipo de infieles belicosos y con vocación imperial se establece entonces en las sociedades del mundo occidental, para no desaparecer del todo.

Tienen razones de sobra para sentir pavor. Los cristianos sufren la derrota de Kossovo en 1389, son abatidos en Nicópolis en 1396 y, por si fuera poco, contemplan con estupor la caída de Constantinopla en 1453. A la pérdida del símbolo de la cultura bizantina, que incluye la transformación de la imponente catedral de Santa Sofía en mezquita, siguen luego la destrucción del imperio griego de Trebisonda, la invasión de las islas del Egeo y el dominio de Belgrado por el sultán entre finales del siglo XV e inicios del siglo XVI. La influencia otomana llega entonces hasta Bagdad, el Nilo, Crimea y África del Norte, mediante sucesos que impactan la imaginación de la cristiandad. Entre ellos la masacre de los caballeros húngaros y de su comandante, el rey Luis, que llena las páginas de las crónicas y los lamentos de los trovadores de toda Europa. Entre ellos la fundación de los califatos españoles, que llaman la atención por su importancia económica y cultural. “Ahora somos golpeados en nuestra patria, en nuestra casa”, afirma Eneas Silvio Piccolomini, futuro papa Pío II.

Pero el terror no solo obedece a la represión de los conquistadores, o a su enemistad con la Iglesia romana, sino también a un hecho que los líderes cristianos no pueden comprender, o se niegan a observar con ecuanimidad. Los territorios dominados por los musulmanes se llenan de “renegados”, es decir, de cristianos viejos que prefieren la suavidad de los conquistadores al rigor de los dominios señoriales. No son pocos los pobres y los humillados que viajan de las comarcas de sus padres a las jurisdicciones ganadas por fuerzas extrañas. Cuando arranca el siglo XVI aumentan las conversiones al Islam porque los campesinos y los siervos, aunque deben cancelar impuestos que no dejan de ser gravosos, se libran de los servicios personales, algunos muy pesados, que debían cumplir para los propietarios de villas y campiñas desde la Edad Media. No solo se sienten más cómodos con el infiel, sino que también trabajan de buen grado en sus despachos. Algunos llegan a ser visires en la red de las administraciones otomanas. En pueblos de Castilla, Córcega, Cerdeña, Calabria y Venecia se producen importantes migraciones de gentes de diversa condición, que reniegan de la Biblia para recitar el Corán. Como prefieren hacerse de la vista gorda ante explicaciones que puedan comprometer, en las iglesias y en las cortes de occidente se habla de una campaña premeditada para llevar a cabo hechizos diabólicos, que ordenaba el turco para conducir enjambres de cristianos ingenuos al infierno.

Pero no solo provoca pánico ese supuesto nexo entre el diablo y el sultán, sino especialmente las historias que circulan sobre masacres espantosas: carnicerías en la España del sur, matanzas perpetradas en la toma de Otranto, holocausto de millares de campesinos en Hungría, la decapitación de 2000 personas en Mohacs, la emigración forzada de otros millares de personas en Linz, por ejemplo. La narración de los desastres no escapa a la exageración, es multiplicada por la fantasía de los vecinos desgarrados y por las pinturas sobre la persecución de los santos inocentes que se ponen de moda en los templos, pero crean un clima de sobresaltos difícil de disipar. Aunque no para los gobernantes y los negociantes más espabilados, como el rey francés Francisco I, dispuesto a tratar con el turco para dominar a sus rivales cristianos; o como los comerciantes de la Serenísima Venecia, más interesados en los negocios con sus colegas de turbante que en la preparación de una nueva cruzada; o como los miembros de las dietas de Spira y Nuremberg, que se niegan a colaborar con los vecindarios que claman por auxilio ante la proximidad de las “fuerzas bárbaras”. No ha lugar, no sean tan escandalosos, dicen los representantes de ambas comunidades a los aterrorizados solicitantes. Tal vez no les faltara razón, porque en definitiva los musulmanes salen de la empresa europea con las tablas en la cabeza.

Por órdenes del emperador Carlos V, en las ciudades católicas y protestantes de Alemania se debía tocar durante todas las jornadas de cada año, en todas las iglesias a mediodía, “la campana de los turcos”, para que nadie olvidara jamás el peligro que ellos significaban. Hoy sabemos de la concordia predicada en las profecías de Mahoma y de los sentimientos fraternales de la inmensa mayoría de sus fieles; pero, después de la fundación de las repúblicas islámicas, del derrumbe de las Torres Gemelas, del sangriento atentado contra los periodistas de Charlie Hebdo y del surgimiento de milicias terroristas como ISIS, ramificadas allá y acullá, quizá no pierdan el tiempo las orejas atentas a las señales de los viejos campanarios. Estamos ante un miedo sin motivos para desaparecer.

 

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