Hablando de paz - Runrun
Armando Martini Pietri Mar 05, 2020 | Actualizado hace 3 semanas
Hablando de paz

@ArmandoMartini

La paz es palabra permanente del usurpador y los seguidores del régimen castrista, como si fuera solo una orden y no el resultado de una conducta. Pueden ordenarle, como en el sector militar, que no se mueva, que sea una estatua que respira. También que no piense, pero es más difícil: para no pensar hay que desactivar el cerebro, además de hacer sumiso al espíritu.

La paz no es deseo ni mandato ejecutivo. Es voluntad de ser y actuar. Hasta en un deporte por esencia violento, como el boxeo, se puede pelear con la paz en la mente.

Se golpea al adversario con una técnica estudiada que no es para matar sino para sumar puntos debilitando al contrario, golpeando y esquivando mejor que él. Cuando el instinto de dañar se sobrepone al de la técnica, se mata al contrario.

La paz no es dictamen ni resolución, no es la voluntad del gobernante, es la actitud de los ciudadanos con sus familias, vecinos, compatriotas. Una forma de ser, de sentir la vida y la participación en ella. Es intercambio de respetos y consideraciones, no imposición. Cuando los violentos hablan de paz, hay que alertar las defensas porque no ofrecen armonía ni concordia como participación, sino como método de sometimiento.

Hace muchos años los venezolanos éramos pacíficos, un pueblo en el cual prevalecía la sonrisa, el buen humor, el chiste que no era irrespeto sino cordialidad. En aquella Venezuela los jóvenes cedían sus asientos a los ancianos, y los hombres siempre a las mujeres, no porque fueran bonitas sino por ser damas. Se les daba paso para que adelantaran, se las cuidaba.

Hasta las groserías o malas palabras eran de confianza, no ofensas. En las vecindades se conocían unos a otros, todos los venezolanos daban los buenos días a quien se les cruzaba en la calle, las buenas tardes, y buenas noches según el momento.

Unos más respetuosos en el trato, con uso constante del “usted” incluso entre padres e hijos como en los estados andinos, otros más confianzudos, “tuteadores”, como orientales y zulianos. Los llaneros tuteaban al compañero de cabalgatas y habilidades, “ustedaban” al superior jerárquico, fuese el dueño de la hacienda, capataz, veterinario, médico o párroco para los espíritus. En aquella Venezuela de no hace demasiado tiempo a ningún estudiante se le hubiera ocurrido ni en sus más descarados sueños tutear al maestro o profesor, ni estos a sus alumnos.

En las calles los conductores solían cruzarse cornetazos y algún que otro insulto ante el abuso o estupidez, pero eran para llamar la atención; y los agravios, más para descargar uno mismo que para llegarle al otro, con el ruido de la corneta bastaba.

Radio Rochela popularizó imitaciones, incluso crueles, del hablar y gesticular de los políticos, era comedia sana que divertía y, además, ejercicio de libertad de expresión; imitadores y actores en general, incluyendo los presentadores e interrogadores de programas de radio y televisión criticaban, informaban, pero nunca irrespetaban.

El padre, la madre, tíos, padrinos, eran personajes de confianza, parte de nuestro entorno, intimaban con confianza y naturalidad en casi todas partes -excepto en los Andes, siempre más respetuosos. Eran familia, amigos, cercanos. Y para aquellas personas que uno se encontraba y con las cuales se debía conversar por alguna u otra razón, existían las palabras como “doña”, “doñita”, “misia”, “doctor”, “don”, “jefe”, “maestro”, “señor”, “señora” para dirigirse a ellos.

Esa Venezuela se ha venido perdiendo, lo primero que el castro-chavismo atacó y erosionó fue el respeto. Y lo que no ha sido desgarrado por órdenes de actuación, lo ha sido porque el mismo país se viene abajo, el hambre y la angustia del no poder, no lograr, crecen en el país. Se pierde el sentido de respeto y consideración cuando se tiene que preocupar por sobrevivir entre ruinas.

Y por la creciente certeza de que los niveles no los establecen las leyes, normas o justicia, sino las alturas de poder. Se admira menos al rico que antes se asumía como exitoso constructor de empresas, digno de admiración; porque los nuevos ricos -bolichicos, enchufados, cómplices, sinvergüenzas- no han trabajado, sino robado sus fortunas, y ese es un trabajo que se acepta, pero se desprecia, detesta, atemoriza.

Hoy somos un país de teléfonos caros, redes sociales ágiles, pero recargado de irrespeto, descaro, odio. No somos ya una nación de paz, sino de frustraciones. Nos hemos convertido en el boxeador que pelea para matar y no solo como deporte para ganar.