El poder de la palabra (en política), por Antonio José Monagas
La historia universal es testigo de las contradicciones que han trancado el juego político en el afán de factores de poder por enquistarse. Pero disfrazados de gobierno “del pueblo”. Precisamente, ante tan apesadumbrada razón, estos gobiernos confeccionan alevosos esquemas de desarrollo dirigidos a establecer sistemas políticos capaces de sostener proyectos que respondan a ideologías políticas ceñidas a intereses particulares. Indistintamente de las realidades donde puedan calzar o ajustarse. Sin embargo, no siempre tales pretensiones terminan siendo garantías de éxito pues tales modelos de desarrollo son diseñados a juicio de comodidades y carestías amañadas.
En medio de las aludidas intenciones, se destapan embrollos que ponen al descubierto debilidades. Pero enfundadas en propuestas gubernamentales animadas con discursos pomposos. Y desde luego, profundamente vacíos de sentido. Aunque como arengas al fin, sus efectos se supeditan a las emociones que pueda despertar quien los pronuncie como gobernante o simplemente, revestidos como candidatos a escaños de gobierno. Pero también, a mentiras de las que han de valerse esos personajes, para incitar expectativas que, por la imprecisión como lo hacen, terminan siendo razones de confusión. Y es lo que al final del correspondiente proceso de retorcida motivación, envalentona al desinformado, iluso, analfabeto o al ignorante para que actúe con la intemperancia de quien se arroga guapetonamente la representatividad del poder político dominante.
Pero formar o contar con un ejército de gente con visos de superioridad, o ganada al ejercicio de la especulación, la trampa, la tracalería, la usura, la corrupción o la golilla, no garantiza para nada alcanzar el objetivo político trazado. Al menos, en el trajín que le imprime el discurso “democrático” al discurrir de la política. Sin embargo, hay situaciones en que las variables políticas que definen el problema, se enrarecen a consecuencia de la trama a la que se ven obligadas a transitar. Es el caso Venezuela.
El dilema que vive el alto gobierno venezolano, es algo inusitado. Su realidad asoma graves interrogantes en torno a su estabilidad en el poder. Afronta los infortunios de un desequilibrio que lo tiene en ascuas. No sólo ante el ámbito nacional. También, frente al escenario internacional cuyo capacidad de reacción, es más contundente. No obstante, a esas incógnitas se suman problemas cuyas magnitudes los hace comparables con las insidiosas razones que explican una implosión social o una explosión económica pues el desastre político ya gravita sobre la humanidad de cada venezolano.
Es la situación que con asombro llega a vivirse, cuando el gobernante, intentando forzar realidades que le permitan forjar el imaginario que puede conferirle el apoyo popular que su propuesta político-ideológica requiere, se vende al mejor postor. A desdén del costo que implique la decisión tomada. El caso que esta disertación busca explayar, lo protagoniza quien se jacta de actuar cual laico respetuoso de la religión a la que por tradición está apegado el pueblo venezolano. O sea, el catolicismo. La religión propugnada desde la Santa Sede, del Estado del Vaticano.
El anterior comentario, expresa la irreverencia en que incurre quien sin medir palabras, se atreve a controvertir los principios sobre los cuales se depara la sanidad propia de la espiritualidad sobre la cual se crece el hombre en libertad, justicia y dignidad. De lo contrario, el gobernante se expone a descubrirse. Es decir, a desnudarse. O quitarse el disfraz de personaje ecuánime, equilibrado y escrupuloso ante la palabra pronunciada. Incluso, ante la preferencia evidenciada.
Es igual a lo que ocurre en toda situación política cuando el gobernante asume un comportamiento tan acomodaticio como el de la plastilina en pleno juego de niños. En una situación de gobierno, cualquier desliz que puede ocurrir al ínterin de una decisión que por apresurada se toma, convirtiéndose todo en un “torpedo de catastróficos efectos”. Porque como pregona la Biblia, en Proverbios 18, 21, “la muerte y la vida están en el poder de la lengua. Y el que la ama, comerá de sus frutos”. En política, sucede algo parecido. Sólo que su alcance tiene otro tipo de repercusiones. Eso es así para significar que la muerte y la vida están en el poder de la decisión tomada. O sea, es otra manera de denotar el riesgo o victoria que esconde el poder de la palabra (en política).